QUISMONDO JURA LA CONSTITUCIÓN DE 1812

                         QUISMONDO

         JURA LA CONSTITUCIÓN DE 1812

 

PRESENTACIÓN

El día 11 de marzo de 1812 las Cortes Generales y extraordinarias de la Nación Española aprobaban en Cádiz la Constitución Política de la Monarquía Española, que es promulgada el 18 y jurada por los diputados el día 19 de dicho mes. Su texto de 384 artículos, comenzaba con estas palabras: “En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad”. Los legisladores, convencidos de que con ella se conseguiría “llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado”.

El Supremo Consejo de Regencia, por sendos decretos de 18 de marzo y 22 de mayo del mismo año, dispone que es deber de todos los españoles conocer y jurar esta Constitución. Por lo cual, se haría una lectura de su texto íntegro, un solemne juramento por todos los ciudadanos así como grandes festejos civiles, militares y religiosos. Se establece un ceremonial igual para todas las localidades con los siguientes actos: recepción del comisionado a la entrada del pueblo y lectura del texto de la Constitución. Al día siguiente el comisionado y las autoridades llevarían solemnemente la Constitución al templo parroquial. Una vez allí, comienza la ceremonia de la jura con la celebración de la misa y la plática, después el comisionado toma juramento al alcalde y éste al pueblo entero, que puesto de rodillas contesta: “sí, juro”. Todo terminaba cantando el Te Deum en acción de gracias.

Al transcribir el acta manuscrita se ha respetado el texto original, excepto en la separación de párrafos, que no existen en el documento, pero que se han puesto para facilitar la lectura.-MARIANO ESTEBAN CARO

 

                            ACTA DE LA JURA

Rufino Bullido fiel de fechos abilitado en la forma ordinaria para los asuntos de esta Vª de Qismondo.

Certifico como el dia dos del presente mes entro en esta el Sor Eustaquio Merchan unico alcalde ordinario de esta con la constitución Politica de la Monarquia Española como comisionado para poner en esecucion quanto en ella se contiene por la estrucion que a dicho Sor entrego el principal Comisionado Dn Jacinto Sanchez Palomo Cura Parroco de Santa Ana

y abiendo llegado ha esta el espresado dia para poner en esecucion todas las cosas con sus requisitos necesarios salieron a recibir alas afueras del Pueblo tocando las campanas, y conduciendose dicho Sor Comisionado con los demas Sres de Ayuntanmiento y Justicia de esta vª con barias aclamaciones y bibas a efectuar dicha publicación,

para lo cual estaba preparado un tablado como se requiere bastante decente en la Plaza publica y un Dosel con colgaduras de seda en la fachada de dicho ayuntamiento bajo de cuyo Dosel se hallaba colocado el Retrato de Nuestro Rey Dn Fernando Septimo y en el medio de dicho tablado un Altar decentemente adornado, en el que se allaba un crucifijo, y el libro de los Ebangelios, y la Constitucion que dicho Sor Alcalde coloco en el, a la derecha del Retrato un banco muy bien compuesto para la Justicia y Ayuntamiento y a la izquierda otro para los particulares del Pueblo

y estando todos en pie precedido un repique de campanas y salbas de Algunos Escopeteros que se hallaban de guardia a dicho Retrato se dijo con alta boz por el Sor Eustaquio Merchan unico alcalde de dicha villa de Quismondo se yba a publicar la constitución Plotica de la Monarquia Española y que todos atendiesen y guardaran un profundo silencio

y principiando dicho Sor a leerla me la largo a mi el fiel de fechos para que continuase leyendola como así lo ejecute, en alta boz sin dejar capitulo ni decreto alguno

concluida la lectura se repitieron los bibas de la Constitucion, el Rey y la Monarquia Española, con mucha alegría de todos los becinos,

concluido este acto se izo igualmente notorio que en el dia siguiente se abia de presentar en la Iglesia de esta Parroqquia por el Sor Alcalde y todo el Pueblo el juramento de la obserbancia de la Constitucion, celebrar una misa solemne con Te Deum y que todos los vecinos concurriesen para ello como asi mismo que iluminasen todas las calles y casas por tres noches y tubiesen los regocijos y fiestas que les pareciese lo que ejecutaron en obsequio de tan plausible motivo:

y finalizado este acto en esta misma tarde Bispera de Nuestra Sra del Rosario ubo un refresco de todos los particulares, de bino y bizcochos ubo barias diversiones de bayles y otros entretenimientos según da de si la población y premura del tiempo cuyos festejos se repitieron por la noche al tiempo de la iluminación y repique de campanas,

a el otro dia de Nuestra Sra. Se presto en la unica Iglesia Parroquial de esta villa el Juramento prescrito para el qual se hallaba colocado a el lado del Ebangelio y bajo del dosel el Retrato de nuestro amado el Sor Dn Fernando 7º un Altar con el crucifijo y Santos Evangelios

y principiada la misa solemne por el Sor Dn Antonio Palacios Legon cura Parro de esta Villa, y llegado el ofertorio se bolbio al Pueblo y explicando el contenido de la Constitucion izo una breve y compendiosa exhortación a el Pueblo que enternecido todo el interrumpieron en repetidas aclamaciones y vibas a la misma Constitucion a la Religion a el Rey y a la España,

concluida la misa y puesto en manos del Sor Alexandro Bullido Regidor mayor el Juramento según prebiene la misma Constitucion poniendo las manos todos sobre los Santos Ebangelio y en seguida se le tomo a dicho Sor Regidor y demas indibiduos de Justicia diciendo Jurais a Dios guardar y hacer guardar la Constitucion Politica de la Monarquia Española, obserbar las Leyes – y todos respondieron si juramos igualmente lo hizo con todo el Pueblo el que auna boz respondieron si juramos y en seguida se canto el Te Deum con toque de campanas

y siguieron ese dia y el siguiente los festejos e iluminaciones manifestandose en sus senblantes la dulce satisfación que tienen en ver concluida una obra que ba a ser la base de la libertad politica de todos los Espñoles y el bien de la Monarquia de Ambos hemisferios

Asimismo se publico por medio de Edicto fijado a las puertas de este Ayuntamiento el yndulto gral que conceden las Cortes con motibo de tan glorioso dia

todo lo qual es lo ocurrido en estos tres dias de la Constitucion de Politica de la Monarquia Española en esta villa de Quismondo que consta su población como de dos cientos vecinos poco mas o menos de todas las Clases

y en cumplimiento de lo mandado por S. Ema. La Sra Junta Spma de esta Provincia doy la presente que firmo con el Sor Alcalde en el dia siete del mes de octubre del Año de mil ochocientos doce=

Eustaquio Merchan                   Antemi

Bullido

 

 

 

 

Transcripción realizada por Mariano Esteban Caro del manuscrito original, que se conserva en el Archivo del Congreso de los Diputados (A.C.D. SERIE GENERAL, Leg. 26, nº 5).

 

 

AMOR QUE TRANSFORMA

LA FUERZA TRANSFORMADORA DEL AMOR

¿Y yo que saco de eso? Es una frase que se suele oír con frecuencia y que parece presidir la forma de nuestras relaciones. El interés y la ganancia como medida y criterio último de conducta. Parece que todo importa solamente en la medida en que obtenemos beneficios.

Si aplicáramos estrictamente este principio, se haría imposible la convivencia entre las personas. Y tampoco sería posible llevar una vida sostenida en convicciones morales: ¿Qué saco con ser buena persona, con llevar una vida honrada, con venir a la Iglesia, con cumplir con mi deber, con ser responsable?

La ganancia, el interés, el provecho y el beneficio no son los únicos criterios de conducta. También es real el desinterés, el hacer las cosas por el bien ajeno. Es posible la entrega y la generosidad.

Precisamente todo este último es el contenido de la ley de Jesús.

Jesús, a la hora de obrar y actuar, no pensó en lo que las cosas le podían reportar a él personalmente. Puso el bien de los otros como medida de su obrar. No vivió a costa de los demás, sino que vivió para los demás. No se dejó servir, sino que sirvió a todos.

Y de este modo predicó la ley del amor. La entrega es ya la mayor ganancia. Podemos decir que solamente permanece aquello que por amor entregamos a otros. Y la generosidad posibilita siempre nueva vida. Es la fuente de la mayor fecundidad.

¿Qué nos puede transformar de verdad a los seres humanos? En el fondo no pueden transformarnos las ideologías, tampoco la técnica o la cosmética.

Es el amor y la fe en el amor el camino de la auténtica transformación personal.

Y además, Jesús tiene razón. Sólo permanecerá de nosotros la vida que entreguemos a otros.-Ricardo de Luis Carballada (Ecclesia, núm 3.926, pag. 39).

CUARESMA

                            MIÉRCOLES DE CENIZA

Iniciamos hoy el itinerario cuaresmal, que es camino hacia la pascua (paso) de muerte a resurrección de Cristo Jesús. Al eficaz claroscuro de la liturgia, iremos haciendo memoria y actualizaremos la muerte glorificadora del Señor. Estos cuarenta días son preparación intensiva para nuestra vital peregrinación de todos los días hasta que pasemos “a la Pascua que no acaba” (Prefacio I de Cuaresma), cuando con Cristo participemos plenamente de la gloria de Dios, de su vida eterna.

A lo largo de toda nuestra vida tendremos que mantener el espíritu cuaresmal. Viviendo en comunión existencial con Cristo y como Cristo, el Crucificado Resucitado. Recorriendo el camino elegido por Cristo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). Comentaba Benedicto XVI: “Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor”.

Cada día tendremos que vivir el misterio pascual, que es la victoria de la vida sobre la muerte. Durante la Cuaresma de este año y de toda nuestra vida hemos de mantenernos en el espíritu de conversión y penitencia, que “nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal” (oración Colecta). Las palabras de San Juan Crisóstomo en una homilía a los fieles de Antioquía muy bien pueden introducirnos en este espíritu cuaresmal: «Del mismo modo que, al final del invierno, cuando vuelve la primavera, el navegante arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo».

Por eso, durante la Cuaresma se nos recordará la necesidad de convertirnos de corazón. Nadie está convertido del todo: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”, dice el Señor (Jn 8,7). Todos pecamos. La Cuaresma es tiempo de conversión y de cambio a mejor. Las raíces del mal siguen en nosotros. En esta Cuaresma, que comienza hoy, y en la Cuaresma total de toda nuestra existencia, hemos de mantenernos en tensión para luchar contra el mal y el pecado. Decía Juan Pablo II: “El que se deje colmar de este amor —el amor de Dios— no puede seguir negando su culpa. La pérdida del sentido del pecado deriva en último análisis de otra pérdida más radical y secreta, la del sentido de Dios”.

En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos, a creer en el Evangelio y a abrir todo nuestro ser a la fuerza de la gracia divina, la vida de Dios, que es amor. Esta gracia de Dios nos hará hombres y mujeres nuevos y mejores, al participar en la vida misma de Jesús, “que pasó por la vida haciendo el bien” (Hech. 10, 38).

En este combate, que no sólo dura cuarenta días, sino la vida entera, está implicada a toda nuestra persona y exige una vigilancia atenta y diaria. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que «hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves (…) y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte» (In Io. evang. 12, 13, 35).

Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana siempre es un combate sin descanso, en el que se deben usar las «armas» de la oración, el ayuno y la penitencia. Un combate en el que hay que ser conscientes de nuestra debilidad física y moral, porque somos ceniza (“acuérdate que eres polvo y al polvo volverás”). Necesitamos, por tanto, la fuerza de Dios, porque somos barro, pero un barro vivificado por el aliento vital de la gracia de Dios, que es amor. «Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2,7).

El hombre es polvo. Pero para Dios es polvo precioso destinado a la inmortalidad. Cristo, el Hijo de Dios, igual en todo a nosotros menos en el pecado, quiso compartir con el ser humano hasta la fragilidad extrema de la muerte, y una muerte en cruz, que es la prueba definitiva de su amor. Y así “muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida” (Prefacio I de Pascua). Y en las Plegarias Eucarísticas (II y III) del domingo proclamamos: “Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal”. Así “el pequeño gesto de la imposición de la ceniza nos desvela la singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer el tiempo cuaresmal como una inmersión más consciente e intensa en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y resurrección” (Benedicto XVI).

MARIANO ESTEBAN CARO

 

NAVIDAD

LA NATIVIDAD DEL SEÑOR 

                                                            (CICLO B)

MARIANO ESTEBAN CARO

“Nuestro Señor Jesucristo quiso nacer hoy en el tiempo para conducirnos hasta la eternidad del Padre. Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”, decía san Agustín en un sermón de Navidad. Y santo Tomás de Aquino escribe: “El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que hecho hombre, divinizase a los hombres”. Efectivamente, por nuestra comunión vital con Cristo, mediante el bautismo y la fe que obra por el amor, somos partícipes de la naturaleza divina (2P 1, 4).

Dios se ha humanado para que el hombre sea divinizado. Éste es el trascendental significado de la Natividad del Señor. Sucedió hace muchos años, pero su fuerza salvadora nos llega a cada uno de nosotros hoy. No puede quedar oscurecido ni contaminado por las compras, las luces y los regalos. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. El mismo san Agustín lo explica: “ciertamente Cristo no vino para bien suyo, sino nuestro: ¡Despierta, hombre; por ti Dios se hizo hombre!”. San Francisco de Asís llamó a la Navidad “la fiesta de las fiestas”.

El misterio, que hoy conmemoramos, lo resumen los textos de las misas de este día de Navidad: en el nacimiento de Cristo, Dios instaura “el principio de nuestra salvación”. Le pedimos a Dios que nos haga “partícipes de la divinidad de su Hijo, que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable”; también que nos conceda “la gracia de vivir una vida santa y llegar a sí un día a la perfecta comunión con Cristo en la gloria”. Igualmente en la misa del día: “concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”. Y un prefacio de Navidad llega a proclamar el “maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”.

Hoy en el Evangelio de la misa del día leemos que la Palabra, que era Dios, por medio de la cual se hizo todo, vino al mundo: “vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre… Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”. Somos verdaderamente hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios: participamos del ser filial de Cristo, en comunión existencial con Él. Somos uno en Cristo. Partícipes de su divinidad, de su inmortalidad, de su bondad. En esta participación, mediante la gracia, consiste la salvación del pobre ser humano, lleno de debilidades y miserias. “Hoy os ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2, 11). A nosotros. Cristo también salva a los hombres y a las mujeres de hoy. Es el hoy eterno de Dios. A pesar del progreso y de la tecnología. El ser humano sigue siendo un ser en lucha entre bien y mal, entre la vida y la muerte. El hombre siempre necesitará ser salvado. En la Navidad hemos de proclamar con fe y con profunda alegría que el Dios Emmanuel, el Dios-con-nosotros, hombre verdadero, es pura bondad. Y nos sigue ofreciendo también hoy su amor salvador. No es el pasado. Es contemporáneo nuestro.

“Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre” (segunda lectura, misa de la Aurora). Es el mensaje más alegre de la Navidad. “Dios es pura bondad”, proclamaba el Papa Benedicto XVI. Así nos ama Dios: rebajándose, poniéndose a nuestro nivel. Comparte nuestras penas y nuestras alegrías. Tanto nos ama Dios, que sale de sí mismo y viene a nosotros para compartir nuestra pobre condición hasta el final. La gloria de Dios está, en un establo. Es la gloria de la humildad y del amor. El cielo está en la tierra. El cielo está en el corazón de Dios, que es pura bondad. Sólo el Dios-amor salva al hombre de esta forma. “A quien así nos ama ¿quién no le amará?”, concluye cantando el himno-villancico Adeste Fideles.

 

DOMINGO 2º DE ADVIENTO (B)

DÍA 10 DE DICIEMBRE DE 2017

DOMINGO 2º DE ADVIENTO

CICLO B

DIOS ES AMOR

Dios es amor (1 Jn 4, 8. 16), es fidelidad absoluta, pura bondad, de paciencia infinita, que no se cansa de hacer el bien. Este Dios es “aquel que viene” (Juan Pablo II) en un perenne adviento-advenimiento. Su ser es estar eternamente en camino hacia nosotros. Viene continuamente a nuestra vida, para ser el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. El hoy eterno de Dios entra en el hoy efímero del hombre: “No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (segunda lectura). Mientras que nuestros años “se acaban como un suspiro, pasan aprisa y vuelan” (Sal 89).

Tanto nos amó –nos ama- Dios que entregó –entrega- “a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Porque Dios envió a su Hijo al mundo “para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 16-17). Dios se hace hombre para que el pobre ser humano participe de la naturaleza divina. Es el amor salvador de Dios, que en la Navidad recordamos y celebramos; amor fiel que todos los días se actualiza y viene a nosotros, porque Cristo, vivo por los siglos de los siglos, es nuestro contemporáneo, que nos abre al amor eterno de Dios.

NUESTRA SALVACIÓN

Ésta es nuestra salvación. Porque Dios es amor y porque estamos hechos a su imagen, conocemos el ser profundo del hombre y su vocación al amor. “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Juan Pablo II). Para el creyente “el amor es una opción de vida, es un modo de ser, de vivir” (Papa Francisco). Es el amor de Dios el que nos capacita para responder con amor a Dios y a los hermanos. En esta respuesta de amor verdadero está toda la vida cristiana.

PREPARACIÓN INTENSIVA

Las cuatro semanas del tiempo de Adviento son un una preparación intensiva, para estar permanentemente dispuestos a recibir a este Dios-amor que viene atrayendo. Él, que es el Artífice de este plan de acercamiento, toma siempre la iniciativa. Pero se necesita nuestra colaboración activa. Él nos atrae. Nosotros debemos quitar obstáculos. «Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos» (Evangelio).

“Mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables”, nos dice la segunda lectura. En la oración colecta del jueves de la primera semana de Adviento le pedimos a Dios: “Que tu amor y tu perdón apresuren la salvación que nuestros pecados retardan”. Para encontrarnos con nuestro Redentor, que viene, hemos de «convertirnos», caminando hacia Él con fe y abandonando el modo de pensar y de vivir, que nos impide seguirlo. Es el mensaje de este segundo domingo de Adviento, tiempo de poner a punto nuestra apertura a Dios, que “no se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí,

transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Benedicto XVI).

ABRIR EL CAMINO AL SEÑOR

Tres figuras, que esperaron y apresuraron la venida del Señor (segunda lectura), encarnan en plenitud el espíritu con que debemos vivir el tiempo de Adviento y toda nuestra vida: el profeta Isaías, la Virgen María y Juan Bautista. Isaías mantiene viva la esperanza del pueblo elegido, anunciando que el Mesías nacería de una mujer virgen: «En el desierto preparadle un camino al Señor” (primera lectura). María de Nazaret, icono del adviento, por su fe total en Dios, aceptó ser madre del Mesías, sin intervención de varón. Por ello, Dios la hizo inmaculada y limpia de todo pecado, llena de gracia, desde el primer instante de su concepción. Juan Bautista, el Precursor, que señala al Salvador ya presente entre los hombres. Llamaba a la conversión, mediante un bautismo con agua. Juan es el testigo valiente, que dio testimonio de la verdad hasta derramar su sangre, muriendo decapitado.

 MARIANO ESTEBAN CARO

1º ADVIENTO (B)

DÍA 3 DE DICIEMBRE DE 2017

DOMINGO I DE ADVIENTO

CICLO B

 

DIOS EN CAMINO

Adviento: advenimiento, venida, llegada, presencia, cercanía del Señor. No es sólo un paréntesis cerrado de cuatro semanas, coronado por las fiestas de la Navidad. Dios que vino en la humildad de nuestra carne en Belén y que al final vendrá con gloria, es el mismo Señor que viene ahora en el hoy eterno de Dios. La eternidad es el tiempo de Dios. Su ser es estar eternamente en camino hacia nosotros: Dios es «aquel que viene» (Juan Pablo II). Es el Dios-amor-fiel, que busca estar junto a nosotros, poniéndose a nuestro nivel. El Dios cercano, el Emmanuel. Dios-con- nosotros.

“Tú, Señor, eres nuestro Padre”, escuchamos en la primera lectura. Más aún, “Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 16). Y tanto amó al mundo que envió a su propio Hijo para salvarnos (Ga 4,4-6). La oración colecta del día de Navidad pone de manifiesto en qué consiste este misterio de nuestra salvación: que el hombre pueda compartir la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con nosotros la condición humana. Y este amor salvador vino: pasó haciendo el bien, desde Belén a la cruz y resurrección; vendrá para dar plenitud a su obra: Dios juzgará salvando; viene ahora para hacernos partícipes de su divinidad: de su bondad, de su vida, de su gloria. Cristo resucitado ha vencido al mal, al pecado y a la muerte. Él es nuestro contemporáneo y ahora nos ofrece a cada uno de nosotros participar ya de su victoria. El Señor viene continuamente a nuestra vida. No nos ha dejado solos. Sigue siendo, ahora también, el Dios Emmanuel. Más aún, por la fe y el amor, está en nosotros y nos comunica su vida.

VEN,SEÑOR

“Maranatha”, que aparece en 1 Co 16, 22; también en Didajé (X, 6) escrito hacia los años 65-80. “Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús”, que leemos en Apocalipsis (22, 20). “El Señor está cerca” (Filipenses 4,5). Y

Santiago (5, 8) dice: “la venida del Señor se acerca”. Esta expresión “Maranatha” formada por dos palabras arameas, era muy frecuente en la primitiva comunidad cristiana. Según como se pronuncie, se puede entender como una invocación de súplica: “¡Ven, Señor!”; o como una certeza de fe: “el Señor viene, el Señor está cerca”. Con ella los primeros cristianos recordaban al Señor Jesús que vino en el pasado, imploraban su salvación en el presente; y, teniendo a Cristo como guía y como meta, encaminaban su esperanza hacia la plenitud final. “¡Ven, Señor Jesús!” repetimos nosotros en este tiempo de Adviento. Dice San Bernardo: “Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta no. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última”.

 ASEMEJARNOS A CRISTO

La realidad salvadora del Adviento está presente de forma permanente en todo el recorrido de nuestra existencia. Estas cuatro semanas anteriores a la Navidad son un tiempo de entrenamiento intensivo, para dinamizar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra vivencia de este advenimiento, venida, presencia y cercanía del Salvador. Cantamos en el salmo responsorial: “¡que brille tu rostro y nos salve!» Es el rostro de “nuestro redentor” (primera lectura).

“Aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa” (Flp 3, 20b- 21). La segunda lectura nos recuerda que estamos llamados “a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro”. Para ello Dios nos ha dado la gracia en Cristo Jesús y nos ha enriquecido en todo nuestro ser. “De hecho no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo”, que nos mantendrá “firmes hasta el final”.

Nosotros ahora, mediante la fe y los sacramentos, podemos asemejarnos a Cristo, ser hijos en el Hijo eterno de Dios, compartir la vida de Dios, su ser filial. Somos ya hijos de Dios. Pero aún no se ha manifestado todo lo que seremos cuando al final Cristo venga con gloria. En el Reino futuro seremos en plenitud hijos de Dios y partícipes de su gloria eterna, porque Él lo será todo en todos. El creyente camina continuamente, en tensión entre el «ya» realizado por Cristo y el «todavía no» de la plenitud final. ¡Ven hoy, Señor Jesús! “El Adviento –enseñó Benedicto XVI- nos impulsa a entender el sentido del tiempo y de la historia como «kairós», como ocasión propicia para nuestra salvación”.

ESPERANZA QUE NO DECEPCIONA  

“El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona!” (Papa Francisco). Para este tiempo de esperanza, Jesús, en el evangelio de hoy, nos da un mandato: “¡Velad!”. Este primer domingo de Adviento está marcado por el llamamiento a la vigilancia. San Marcos recuerda hasta tres veces, en palabras de Cristo, el mandato de velar. “Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que él amó, conformar la propia vida a la suya. Velar implica pasar cada instante de nuestro tiempo en el horizonte de su amor, sin dejarse abatir por las dificultades inevitables y los problemas diarios” (Benedicto XVI).

 MARIANO ESTEBAN CARO

 

SANTIAGO APÓSTOL

SANTIAGO APÓSTOL

SOLEMNIDAD

25 DE JULIO

HOMILÍA

 Los apóstoles, con mucho valor, daban testimonio de Cristo Resucitado (primera lectura). Desde la más remota antigüedad se mantiene viva la persuasión de que Santiago, hijo de Zebedeo, “predicó el Evangelio a las gentes de España y de los lugares occidentales”, dice San Isidoro (560-636). Hacia el año 42 el rey Herodes mandó decapitar a Santiago, hermano de Juan. A venerar su sepulcro en Compostela han acudido, a lo largo de los siglos, innumerables peregrinos. También los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI.

El apóstol Santiago es Patrono de España por estar en los orígenes de su fe cristiana. “Con su guía y patrocinio se conserva la fe en España y en los pueblos hermanos y se dilata por toda la tierra” (prefacio). Patrono también por su especial protección en la reconquista de la independencia y la libertad religiosa de la Hispania cristiana, librándola de la “cruel persecución” de la que, en su Documentum Martyriale, habla San Eulogio de Córdoba (800-859), quien también fue decapitado.

Las oraciones de la misa de hoy nos señalan el camino a seguir para mantenernos fieles a Cristo, alentándonos en nuestro peregrinar por la vida hasta que lleguemos a la gloria de Dios, que es nuestra meta.

Asimismo las lecturas de la Palabra de Dios nos indican cómo ser fieles a las enseñanzas de los apóstoles ante la “apostasía silenciosa” del siglo XXI: dando testimonio de la fe cristiana sin miedos ni complejos. Nuestra fe ha de dar frutos de buenas obras en todos los ámbitos de la vida: nuestros criterios y nuestras decisiones deben ser siempre conformes con el Evangelio. Juan Pablo II en su homilía en Santiago de Compostela en 1982, habló de la fe auténtica de la Iglesia, la fe en Jesucristo, la fe que transmitió el apóstol Santiago, y que se traduce en “un estilo de vida según el Evangelio, es decir, un estilo de vida que refleje las bienaventuranzas, que se manifieste en el amor como clave de la existencia humana y que potencie los valores de la persona, para comprometerla en la solución de los problemas humanos de nuestro tiempo”.

No todo lo que es legal es, por eso mismo, moral. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (primera lectura). Hemos de verlo todo a la luz de la fe. Seguros de que lo que Dios quiere de nosotros es lo mejor para nosotros: todo es para nuestro bien (segunda lectura). Tenemos que seguir el ejemplo de Cristo, que ha venido a servir y no a ser servido (Evangelio), convencidos de que “la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor” (Benedicto XVI).

MARIANO ESTEBAN CARO

 

ADVIENTO Y NAVIDAD (CICLO A)

 

 

 

TIEMPO DE ADVIENTO

 CICLO A

 TIEMPO DE ADVIENTO

 DOMINGO I

 Comenzamos hoy el Adviento, tiempo de preparación para celebrar el misterio de la Natividad del Señor. La oración colecta del día de Navidad pone de manifiesto en qué consiste este misterio de nuestra salvación: que el hombre pueda compartir la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con nosotros la condición humana. A lo largo del tiempo de Adviento iremos considerando los tres tiempos fundamentales de la historia de la salvación: pasado, presente y futuro.

En el pasado, hace dos mil años, Dios se hizo hombre en el seno virginal de María, sin intervención de varón. Hombre, igual a nosotros en todo menos en el pecado. Tomó verdaderamente nuestra pobre condición humana. El nacimiento del Salvador de los hombres fue anunciado por los profetas muchos siglos antes de que sucediera. Especialmente el profeta Isaías: el Mesías será el Juez de las naciones, traerá la paz, la luz, la palabra del Señor –la salvación- a todos los hombres, también a los gentiles, no judíos (primera lectura).

El presente de nuestra salvación, el momento en que vivimos: tenemos más cerca nuestra salvación. Nosotros ahora, mediante la fe y los sacramentos, podemos asemejarnos a Cristo, ser hijos en el Hijo de Dios, vestirnos del Señor Jesús (segunda lectura), compartir la vida de Dios. Somos ya sus hijos.

Pero aún no se ha manifestado todo lo que seremos cuando al final Cristo venga con gloria, “a la hora que menos penséis” (Evangelio). En el Reino futuro seremos en plenitud hijos de Dios y partícipes de su gloria eterna, porque Él lo será todo en todos.

Recordar y celebrar con agradecimiento el pasado de la historia de nuestra salvación. Salir al encuentro de Cristo, que ahora viene a nosotros, acompañados por las buenas obras (Oración colecta). Vivir la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, como prenda y adelanto de nuestra salvación eterna (Oración sobre las ofrendas), que nos llena ya ahora de la alegría eterna de la divinidad.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

  CICLO A

 TIEMPO DE ADVIENTO

 DOMINGO II

 Tres figuras encarnan en plenitud el espíritu con que debemos vivir el tiempo de Adviento: el profeta Isaías, la Virgen María y Juan Bautista. Isaías mantenía la esperanza del pueblo elegido, anunciando que el Mesías nacería de una mujer virgen. María de Nazaret, por su fe total en Dios, aceptó ser madre del Mesías, sin intervención de varón. Por ello, Dios la hizo inmaculada y limpia de todo pecado, llena de gracia, desde el primer instante de su concepción. Juan Bautista, el Precursor, que señala al Salvador ya presente entre los hombres. Es el testigo valiente, que dio testimonio de la verdad hasta derramar su sangre, muriendo decapitado.

En la primera lectura Isaías anuncia que el Mesías traerá una época de paz y justicia (el lobo comerá con el cordero) y el Mesías actuará con la fuerza de Dios. Es el Reino de Dios, el Reinado de Dios, al que se refiere Juan Bautista en el evangelio.

El Bautista nos dice cómo hemos de prepararnos para recibir al Mesías Salvador, que nos trae el Reino de Dios: Tenemos que convertirnos, cambiar de vida, pues nadie está definitivamente convertido. Debemos mantener constantemente una actitud de cambio a mejor. Este proceso dura toda la vida. Para ello es necesaria una revisión permanente de nosotros mismos: lo que hacemos, lo que sentimos, lo que deseamos, lo que somos.

Juan Bautista nos pide que abramos caminos al Señor. Que allanemos los senderos de nuestra vida para que Cristo llegue a nosotros y con Él el Reino de Dios. El Señor vino (en Belén), el Señor vendrá con gloria (al final), pero el Señor sigue llamando ahora a las puertas de nuestra existencia. Venga a nosotros tu Reino, pedimos en el Padre Nuestro.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

 CICLO A

 TIEMPO DE ADVIENTO

 DOMINGO III

Nuestro Dios viene en persona a salvarnos, dice el profeta Isaías, poniendo de manifiesto algunas señales de la llegada salvadora del Señor (primera lectura). A los que por encargo del Bautista le preguntan si él es el que ha de venir, Jesús les responde que se están cumpliendo las señales que predijo Isaías muchos siglos antes. Pero añade una nueva señal: a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. Y termina elogiando a Juan como profeta mensajero valiente, que prepara el camino al Señor (Evangelio). En la segunda lectura el apóstol Santiago nos dice que tenemos que esperar con paciencia la venida del Salvador, que está cerca.

El Adviento es un tiempo de gracia para recordar y agradecer que nuestro Dios vino en la humildad de nuestra carne y que, al final, vendrá en la majestad de su gloria. El Señor vino, el Señor vendrá. Pero Adviento es también nuestro tiempo presente: nuestro Dios viene a salvarnos, está cerca, a nuestra puerta. Es tiempo de entrenamiento intensivo para mantenernos en vigilante espera todos los días de nuestra vida: nuestro Dios viene en persona a salvarnos.

Vigilante espera, poniendo, como los pobres de la Biblia, toda nuestra confianza en el Señor, que esto es la fe. Aguardando pacientemente al Salvador (segunda lectura), sin cansarnos de hacer el bien, que esto es la paciencia. Mantenernos en vigilante espera como testigos valientes de Cristo; sin miedo a las dificultades que surjan por confesar que el Señor Jesús es el único Salvador del hombre. Así preparó Juan Bautista los caminos al Mesías.

“Ven, Señor, a salvarnos”, repetimos este domingo en el Salmo responsorial. Es oración de fe y esperanza, pero también de compromiso para mantener abiertas nuestras puertas: el Salvador llega en persona.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

CICLO A

 TIEMPO DE ADVIENTO

 DOMINGO IV

El Emmanuel, Dios verdadero, que se hizo hombre verdadero en las entrañas virginales de María (primera lectura) por obra del Espíritu Santo, sin intervención de varón, tampoco de José (Evangelio). Jesús, que nació en Belén de la estirpe de David, que creció en Nazaret a la sombra bondadosa de José. Jesús que anunció el mensaje de la salvación de los hombres y pasó por la vida haciendo el bien. Jesús que fue crucificado, muerto y sepultado, pero al tercer día resucitó de la muerte con pleno poder; Jesucristo nuestro Señor (segunda lectura).

Aquel Emmanuel (Dios con nosotros) no es un recuerdo. Ahora está vivo por los siglos de los siglos; y hasta el final, cada día viene a nosotros con gloria, con su gracia, anticipo e inicio de la gloria, pues la gracia y la gloria son del mismo género (Santo Tomás). Por eso, tiempo de Adviento (de advenimiento del Salvador) es toda la vida del cristiano, hasta el final, cuando Dios lo sea todo en todos. Así las cuatro semanas del Adviento no pueden ser un juego litúrgico prenavideño, sino un entrenamiento intensivo, real, que nos prepare para recibir con alegría al Salvador, que viene a nosotros con su gracia, que es su gloria, de la que quiere que participemos.

El Evangelio de este último domingo del Adviento nos dice cómo hemos de recibir al Mesías Salvador: con fe, como José y María, dispuestos a hacer su volunta. Porque además, lo que Dios quiere de nosotros es lo mejor para nosotros. Una fe que es seguridad, confianza, fidelidad. Pero también una fe consecuente y valiente a la hora de confesar que Cristo, el Dios-con-nosotros, es nuestro único Señor y Salvador.

Que el Señor derrame su gracia sobre nosotros los que creemos en la encarnación de su Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección (Oración colecta).

MARIANO ESTEBAN CARO

 

SOLEMNIDAD

INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

En el contexto del Adviento celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, limpia de todo pecado y llena de gracia. Dios preparó a su Hijo una digna morada (Colecta), “para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de su Hijo” (Prefacio). Efectivamente “cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer…para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4, 4-7). Esta mujer es María de Nazaret, que fue concebida sin pecado original.

Todos nacemos con el pecado original, heredado de Adán y Eva, excepto la Santísima Virgen María, que fue liberada de él y de toda mancha de pecado desde el primer instante de su concepción, por especial privilegio de Dios y en previsión de los méritos de Cristo.

Nuestros primeros padres fueron creados en amistad con Dios, en gracia de Dios. Pero quisieron ser como dioses y ponerse en el lugar de Dios, eliminándolo de su vida. Todos sus descendientes nacemos con este pecado. Es como un pecado de naturaleza, que se nos perdona en el bautismo.

El pueblo cristiano, desde el principio, creyó y celebró esta verdad. San Efrén de Siria (306-373) canta con estas palabras a la Virgen: «Ciertamente tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu Madre mancha alguna». San Ildefonso (607-667), Arzobispo de Toledo dice: «Erradamente se quiere sujetar a la Madre de Dios a las leyes de la naturaleza, pues consta que ha sido libre y exenta de todo pecado original y que ha levantado la maldición de Eva.» Este santo Obispo mandó celebrar solemnemente la fiesta de la Concepción de la Madre de Dios.

Hay constancia de que en el siglo IX ya se celebraba en el occidente cristiano el día ocho de diciembre la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Fue el beato Duns Escoto (1266-1308) quien clarificó la enseñanza teológica sobre la Inmaculada: María fue redimida no por liberación sino por preservación del pecado. En 1477 el Papa Sixto IV aprobó la misa de la Concepción Inmaculada de María. A partir del siglo XVII se produjo una verdadera eclosión en defensa de esta verdad.

El Papa Pío IX, en 1854 proclamó solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción: “La santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano”. Esta doctrina –prosigue la bula Ineffabilis- “está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles”. Pío IX había pedido a los obispos de la Iglesia universal su opinión sobre la oportunidad y posibilidad de esta definición, “convocando así un concilio por escrito” (Juan Pablo II). Casi la totalidad de los 604 obispos respondió positivamente a la pregunta del Pontífice.

Esta definición dogmática afirma que en ningún momento ni el pecado original ni el pecado personal reinó en María, que fue Inmaculada, pura y limpia desde su concepción. Más aún, María fue siempre llena de gracia y libre de la inclinación al pecado. Siempre toda santa, toda del Señor. Ninguna imperfección perturbó su perfecta armonía con Dios. “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente, que quita el pecado del mundo” (Prefacio).

Este privilegio le fue concedido a María en previsión de los méritos de Cristo. Lo cual pone de manifiesto que la acción de la gracia no sólo libera del pecado, sino que también preserva de él.

Con hermosas palabras el Catecismo de la Iglesia Católica (492) resume el mensaje de María Inmaculada: “Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG 53). El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» ( Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (cf. Ef 1, 4)”.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

FERIAS PRIVILEGIADAS DE ADVIENTO

 DÍA 17 DE DICIEMBRE

PREPARACIÓN PARA LA NAVIDAD

Hoy, diecisiete de diciembre, comenzamos la preparación más inmediata para la Navidad. En estos días concluiremos el Adviento, tiempo dedicado a vivenciar con mayor intensidad nuestra fe en el Dios que vino en Belén, el Dios que al final vendrá con gloria, el Dios que nos viene ahora en la eficacia de su gracia. Exulta y alégrate, “porque viene el Señor”, cantamos en la antífona de entrada.

Nuestro Dios es un Dios siempre-en-camino hacia nosotros, para “hacernos partícipes de su condición divina” (Colecta). O en palabras de San Pedro: para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Dios viene para hacernos ya ahora, mediante la gracia, hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios.

La gracia, que es la vida de Dios, supone y lleva a su perfección nuestro ser de creaturas. Es la salvación del ser humano. Así nuestro Dios Creador es, a la vez, restaurador del hombre (Colecta).

CRISTO, DIOS VERDADERO Y HOMBRE VERDADERO

El Hijo de Dios, la Palabra eterna, se encarnó en el seno de María, la Virgen Madre. Sin intervención de varón: José no “engendró” a Jesús llamado Cristo (Evangelio). “Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre”, profesamos en el Credo. Cristo es Dios y hombre verdadero, igual en todo a nosotros menos en el pecado.

Dios se hizo lo que somos nosotros para que nosotros lleguemos a ser lo que es Él. Jesús es hijo del pueblo de Abrahán, generación tras generación. Es descendiente de Salomón, fruto de David y de la mujer de Urías. Se cumplía así “el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación” (Prefacio I de Adviento). Cristo es “el que ha de venir”, el que anunciara ya Jacob (primera lectura).

LA PLENITUD

En los textos de la liturgia de hoy aparece el número 7 de varias formas: 42 generaciones es múltiplo de 7: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo nacido de una mujer” (Ga 4,4-7). La palabra “engendró” aparece también siete veces en el Evangelio de hoy. El 7 es signo de plenitud y perfección en la creación. La palabra siete “chevah” viene de la raíz “Sabah”: el séptimo día Dios descansó, que por siete veces había manifestado que lo que había hecho era bueno, muy bueno. El siete es perfección, plenitud.

Cristo es perfecto hombre y hombre perfecto. La resurrección y glorificación del hombre Cristo Jesús significan la plenitud de la perfección en cuanto a su naturaleza humana. Nosotros ahora, unidos a Él, injertados en su persona, podemos alcanzar la plenitud de nuestro ser humano. Nuestra participación en la gloria de Cristo es nuestra salvación y nuestra plenitud. Cristo es el hombre perfecto: en Él está la salvación y la plenitud del hombre.

EN COMUNIÓN CON CRISTO

Estamos llamados a vivir con Cristo y como Cristo. Al revestirse Cristo “de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos” (Prefacio III de Navidad).

El hombre es más hombre cuanto más viva en comunión con Cristo. Cuanto más se configure con Él. “Como llevamos la imagen del hombre terreno (Adán), llevamos también la imagen del hombre celestial (Cristo Resucitado)” (1Cor 15, 47-49). Comenta San Juan Pablo II: “Este «hombre celestial» —el hombre de la resurrección, cuyo prototipo es Cristo resucitado— no es tanto la antítesis y negación del «hombre terreno» (cuyo prototipo es el «primer Adán»), cuanto, sobre todo, es su cumplimiento y su confirmación”.

El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a ser, mediante la gracia, hijo de Dios en el Hijo eterno de Dios. Uno en Cristo. Siendo nuestra filiación divina participación en la filiación única que Jesús tiene con relación a su Padre, no podemos vivirla si no es en comunión existencial con Cristo.

En Cristo, desde la encarnación en el seno de María, todo se encaminaba a su plenitud de gloria y de vida en la resurrección: “estaba todo al servicio de la resurrección”, decía San Agustín. Y San Buenaventura sacaba la consecuencia: “La encarnación, pues, está en función de la perfección del hombre”. Así pues, lo que recordaremos, celebraremos y actualizaremos en la Navidad nos proyecta hacia el hombre Cristo Jesús en la plenitud de su resurrección. En Él y por Él, que es el prototipo del hombre perfecto, el pobre ser humano, lleno de limitaciones y carencias, podemos conseguir nuestra propia plenitud.

EL ESPÍRITU SANTO

En la oración poscomunión de la misa de hoy le pedimos a Dios que el fuego del Espíritu Santo nos transforme para que resplandezcamos en nuestra vida como “luminarias de su gloria”. Cristo, después de su resurrección, envía su Espíritu a la Iglesia y al corazón de los creyentes en una perenne efusión. Consuma así la obra de su redención: sólo con la fuerza del Espíritu Santo, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, podemos participar de la salvación y de la plenitud de la gloria de Cristo. Seremos luminarias de Cristo resucitado y glorioso, si vivimos por el Espíritu, cuyos frutos son “alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (Ga 5, 22-25).-MARIANO ESTEBAN CARO

 

 FERIAS PRIVILEGIADAS DE ADVIENTO

 

 DÍA 18 DE DICIEMBRE

Seguimos preparándonos apara celebrar la Navidad, “fiestas de nuestra redención” (oración poscomunión). En estos días recordaremos y celebraremos el gran misterio que nos salva: el Hijo eterno de Dios asume nuestra débil naturaleza, para que participemos de su vida inmortal (oración sobre las ofrendas), que es vida filial. Él nos hace partícipes de su ser filial. Y de su ser fraterno: siendo Hijo único no quiso ser solo. Es nuestro hermano.

A cuantos reciben a la Palabra hecha carne “les da poder para ser hijos de Dios”, leeremos en el Evangelio del día de Navidad. San Ireneo afirma: “Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios”.

El misterio del “nuevo y esperado” nacimiento de Cristo nos libera, también a nosotros ahora, de la antigua esclavitud del pecado (oración colecta). De una vez para siempre “nos libró de la muerte” (oración sobre las ofrendas). Su fuerza salvadora está viva para nosotros en el hoy eterno de Dios.

Vivir el misterio de la Navidad ha de ser realidad de todos los días. No sólo de estas entrañables fechas. Decía Orígenes: “En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)”.

El Dios nacido en Belén es el Dios-con-nosotros (antífona de comunión). El Dios-amor, que busca estar junto a nosotros, unido a nosotros, en todo momento. También ahora. En la vida diaria de cada uno.

Es el Dios cercano. Sobre todo, en los momentos cruciales. Como José, un hombre joven, con sus proyectos profesionales y familiares, en cuyo camino se cruzó el Señor.

El Evangelio de hoy nos relata cómo fue la concepción de Jesucristo. María estaba prometida a José. “Y antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo”. José, hombre bueno, hombre justo, decide abandonar a María “en secreto”. No pregunta nada. Pero el Señor, por medio de su ángel, le da una explicación de este hecho, que comprometía su dignidad y su buen nombre: la criatura que hay en María “viene del Espíritu Santo”. Una vez recibida la misión divina, él la cumple en silencio. Siempre dispuesto a realizar los planes de Dios. El Evangelio define a San José como “hombre justo”. Comenta Pablo VI: “Este operario, este trabajador era ciertamente “un brav’uomo”, tanto que el Evangelio lo llama justo”.

José, hombre de fe, acepta este mensaje divino y, excluyendo la generación física, fue para Jesús un verdadero padre. Y para María, un verdadero esposo (“se llevó a casa a su mujer”). Su matrimonio fue un verdadero matrimonio, vivido en la virginidad. El Hijo eterno de Dios se hace hombre verdadero, bebé verdadero, niño y adolescente verdadero, joven verdadero. Y, en el seno de una verdadera familia, creció en estatura, en gracia y en sabiduría. “Las familias son el primer lugar en que nos formamos como personas” (Papa Francisco).

José recibe la misión de poner a la criatura, que nacerá de María, el nombre de Jesús: “porque él salvará a su pueblo de los pecados” (Evangelio). Es el Mesías, que Juan anunció como Cordero, y que vendrá como Rey (antífona de entrada), cuyo reino no es de este mundo.

“Rey prudente”, que hará justicia. Será llamado “el Señor-nuestra-justicia”. En sus días florecerá la justicia (salmo responsorial): El Niño, que nacerá en Belén, regirá a los humildes, librará al pobre y al afligido, se apiadará del indigente. Será el Rey de los “pobres”. De los que tienen alma de pobre (humildad, fe, fidelidad) será el Reino de los cielos.

José encarna a los “pobres de Yahaveh”, por la disponibilidad, la fe y la humildad necesarias para recibir al Salvador-Enmanuel, que en su ser y en su obrar es el Dios-con-nosotros. Siempre en camino hacia nosotros. Ésta es la verdadera alegría de la Navidad) hemos de abrir las puertas de nuestra vida.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

 19 DE DICIEMBRE

La antífona de entrada hoy nos introduce en el mensaje fundamental de estos días inmediatamente anteriores a la Navidad. Dios que vino en la humildad de Belén y que al final vendrá con gloria, es el mismo Señor que viene ahora en el hoy eterno de Dios. La eternidad es el tiempo de Dios. “El que viene llegará sin retraso”. El ser de nuestro Dios es estar eternamente en camino hacia nosotros: Dios es «aquel que viene» (San Juan Pablo II). Es el Dios-amor-fiel, el Dios cercano, el Emmanuel. Dios-con-nosotros. Por eso, “no habrá temor, es nuestro Salvador”.

La oración colecta se refiere al profundo misterio salvador del parto virginal de María. Benedicto XVI, en su libro LA INFANCIA DE JESÚS, dice: “Estos dos puntos –el parto virginal y la resurrección real del sepulcro- son piedras de toque de la fe. Si Dios no tiene poder sobre la materia, entonces no es Dios. Pero sí que tiene ese poder, y con la Concepción y la Resurrección de Jesucristo ha inaugurado una nueva creación”. Por ello –concluye el papa- “son un elemento fundamental de nuestra fe y un signo luminoso de esperanza”. En el parto virginal de María “se revela el esplendor de la gloria de Dios”. Le pedimos a Dios en esta oración que, con la ayuda de su gracia, “proclamemos con fe íntegra y celebremos con piedad sincera el misterio admirable de la Encarnación de su Hijo”.

Del parto virginal de María, que recordaremos y celebraremos el día de Navidad, nos habla la tradición de la Iglesia. Enseñaba el Papa San León Magno (390-461): “Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de una madre virgen y ella le dio a luz sin detrimento de su virginidad”. San Agustín (354-430) en uno de sus sermones decía que María «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre». Y el Concilio XVI de Toledo (año 693), en su artículo 22, reafirmaba que “la Madre de Dios concibió virgen, parió virgen, permaneció virgen”.

San Juan Pablo II concluye que en las definiciones del Magisterio el término “virgen” se usa en su sentido habitual: “la integridad física se considera esencial para la verdad de fe de la concepción virginal de Jesús”, decía en la Audiencia del 10 de julio de 1996. Y el 28 de agosto siguiente se refería a la fórmula sintética de la tradición de la Iglesia, que presenta a María como «virgen antes del parto, durante el parto y después del parto, afirmando, mediante la mención de estos tres momentos, que no dejó nunca de ser virgen”.

María constituye el punto culminante en la espera del Mesías Salvador. Ella es icono perfecto del espíritu del Adviento. Por influjo del X Concilio de Toledo (año 656), que recogía una antigua tradición del Oriente cristiano, se generaliza en la Iglesia la celebración, cada 18 de diciembre, de la fiesta, que se llamó Expectación del Parto. En la misa votiva I de Santa María Virgen aún se conserva un texto de aquella antigua celebración: “…y el que al nacer de la Virgen no menoscabó la integridad de su Madre, sino la santificó…” En el año 1620 se construyó una capilla en San Agustín (Florida) en honor de “Nuestra Señora de la Leche y el Buen Parto”. Es el primer templo dedicado a la Virgen en los Estados Unidos.

En la oración poscomunión le pedimos a Dios que avive en nosotros “el deseo de salir al encuentro de Cristo, ya cercano” con limpieza de espíritu, para celebrar el nacimiento de Cristo. A Cristo, “el que viene”, hemos de recibirle con fe como María y no como Zacarías, que quedó sin poder hablar por no haber creído en las palabras que Dios le hizo llegar por medio de Gabriel.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

 

FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

 

20 DE DICIEMBRE

En el tiempo de Adviento, muy especialmente en los días feriales del 17 al 24 de diciembre, se recuerda a la Virgen María como icono y prototipo de fe activa en la espera del Mesías Salvador. En estas fiestas privilegiadas las lecturas evangélicas nos recuerdan el inefable amor de madre de la Santísima Virgen.

El periodo del Adviento está especialmente dedicado a Cristo como punto de referencia: Él es el Salvador-que-viene. Pero también es tiempo particularmente apto para recordar y celebrar la fe y el amor de María, la Virgen Madre.

El evangelio de hoy nos recuerda la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas virginales de María de Nazaret: recordamos en la oración colecta cómo la Virgen Inmaculada se sometió al designio divino con humildad de corazón, aceptando encarnar en su seno al Hijo de Dios. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”

El Hijo eterno de Dios se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios. Este hecho trascendental para la salvación de los hombres comienza en el momento de la Encarnación: en Cristo, Dios se hace hombre y el hombre Cristo Jesús es Dios. “Mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre” (GS 22).

Cantamos en la antífona de entrada: “Todos verán la salvación de Dios”. San Bernardo, al comentar la Anunciación, expresa la trascendencia de este momento, y dirigiéndose a la Virgen, dice: «Todo el mundo espera postrado a tus pies; y no sin motivo, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta».

María, Virgen encinta, creyó que “para Dios no hay nada imposible”. La fe de la Virgen Inmaculada sobrepasó la necesidad de la paternidad humana para ser madre. Es la de María una fe generosa, que acoge la voluntad de Dios, una fe fuerte que supera las dificultades y una fe que coopera con el designio salvador de Dios. Nos recuerda el Concilio Vaticano II que «María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (L G 56).

María respondió “con todo su « yo » humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con la gracia de Dios que previene y socorre y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo” (San Juan Pablo II). La anunciación constituye el momento culminante de la fe de María y el punto de partida de su peregrinación en la fe.

“¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”, preguntó María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”, respondió el ángel. “Dios la había transformado en templo de la divinidad por obra del Espíritu Santo” (oración colecta).Este Espíritu es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en la creación (cf. Gn 1, 2). Este hecho “nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación” (Benedicto XVI).

El Ángel saluda a María, llamándola «llena de gracia». Llena del amor de Dios, que esto es la gracia. Por eso, podríamos decir: “llena del amor de Dios”. María acoge con todo su ser el amor infinito de Dios. Dios preparaba así a su “Hijo una digna morada”, recordamos en la solemnidad de la Inmaculada: limpia de pecado y llena de gracia. Toda santa.

Para nosotros María es modelo de fe activa y obediente a la espera del Dios-que-viene. En la oración colecta le pedimos a Dios que nos conceda, siguiendo el ejemplo de María, aceptar sus designios con humildad de corazón. María en la Anunciación nos enseña a abandonarnos confiadamente en las manos del Dios.

El ejemplo de María nos impulsa a abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos transforma y nos renueva; nos llena de su vida y nos hace templos suyos. Porque con el Espíritu, el amor de Dios es derramado en nuestros corazones.

 MARIANO ESTEBAN CARO

 

 FERIA PRIVILEGIADA

DÍA 21 DE DICIEMBRE

Las palabras del ángel en la Anunciación son el motivo de esta visita: “Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 36-37). El evangelio de hoy nos recuerda el gesto de amor de la Santísima Virgen, que llevando en su seno al Hijo de Dios, va a la casa de Isabel para ayudarla y proclamar las maravillas de la misericordia de Dios: la cercanía del Salvador provoca el júbilo y la alegría incluso en Juan todavía en el vientre de Isabel.

María se puso en camino, nos dice el Evangelio, desde Nazaret en la Galilea hacia un pueblo de Judá, en la montaña, que según los estudiosos, bien podía ser la actual Ain-Karim, cercano a Jerusalén.

“¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Estas palabras de Isabel, dirigidas a su prima María, bien pueden ser el mensaje central en la liturgia de hoy. En la Anunciación María inicia su peregrinación de la fe.

Ante el anuncio de que iba a ser madre, María preguntó: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Ella, sin dudar de la posibilidad de su cumplimiento, quiere solamente conocer la forma de su realización. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios» (San Agustín). Jesucristo Nuestro Señor “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen”.

La cercanía del Mesías Salvador (“en medio de ti”) produce gozo y alegría: “grita de júbilo, Israel” (lectura del Profeta Sofonías). Hasta Juan Bautista “saltó de alegría” en el vientre de Isabel. “Juan fue el primero en experimentar la gracia, se alegró a causa del misterio, sintió la presencia del Hijo” (San Ambrosio). Después como Precursor anunció la buena noticia de la cercanía del Salvador. Decía Benedicto XVI: “La alegría cristiana brota de esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad”. La «cercanía» de Dios no es una cuestión de espacio o de tiempo, sino de amor, porque el amor acerca y une.

“En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un don” (Pablo VI). El Dios-amor es alegría infinita y eterna. Dios no se encierra en sí mismo. Comparte el gozo de su amor eterno. Él es el motivo, la fuente y la causa de nuestra alegría. Siempre responde a nuestras aspiraciones. Goza con nosotros, en nosotros y por nosotros. Nos hace partícipes de su alegría eterna. Nos ha creado para una felicidad plena y total. “La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas” (Papa Francisco).

Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay alegría. El cristiano es feliz porque nunca está solo. Sabe que Dios está siempre a su lado. Como amigo fiel, en la alegría y en el dolor. “El Señor está más cerca de nosotros que nosotros mismos” (San Agustín). La alegría es elemento central del ser cristiano.

La alegría está unida al amor: Amar da alegría, y la alegría produce amor. La alegría del amor nos impulsa a compartirla. No podemos ser felices, si los demás no lo son. “Todo creyente tiene la misión de testimoniar la alegría” (San Juan Pablo II) Hemos de ser misioneros de la alegría. Una alegría se debe comunicar. La alegría, por su propia naturaleza, debe irradiarse.

Aquel encuentro fue un acontecimiento salvífico. Isabel sintió la alegría mesiánica. La exclamación de Isabel «a voz en grito» manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que resuena, a lo largo de los siglos, en los labios de los creyentes. «¡Feliz tú que has creído!”. La grandeza y la alegría de María nacen de su corazón creyente.

La alegría del pueblo cristiano por la venida del Hijo de Dios “en carne mortal” se proyecta más allá de esta vida hasta el reino eterno, cuando de nuevo Cristo venga con gloria” (colecta).

 MARIANO ESTEBAN CARO

 

FERIA PRIVILEGIADA

 

DÍA 22 DE DICIEMBRE

Seguimos acercándonos a la fiesta de la Natividad del Señor. Para celebrar este hecho salvador contamos, sobre todo en estas ferias privilegiadas de adviento, con la figura de la Virgen María como prototipo de fe, que actúa por el amor (“dichosa tú, que has creído”). La liturgia ayer nos recordaba el amor de María, manifestado hacia su prima Isabel, que en su vejez había concebido un hijo.

El evangelio de hoy nos ofrece el canto de María, agradeciendo a Dios las obras grandes, que había hecho en ella. La cercanía del Salvador provoca el júbilo y la alegría en Isabel e incluso en Juan todavía en el vientre materno. “Juan fue el primero en experimentar la gracia, se alegró a causa del misterio, sintió la presencia del Hijo” (San Ambrosio). Después como Precursor anunció la buena noticia de la cercanía del Salvador.

Muy especialmente, aquel fue un encuentro de gozo profundo para María, la Virgen Madre, humilde esclava del Señor. La grandeza y la alegría de María nacen de su corazón creyente. Proclamó, con gran alegría, la obra que el Poderoso había hecho en favor de sus fieles: sin intervención de varón, ella había concebido en su seno, a Jesús, el Salvador.

El Magnificat es un cántico de esperanza, nacido de una fe agradecida. Dios hizo y sigue haciendo obras grandes. Este cántico es la respuesta agradecida de la Virgen al misterio de la Anunciación. «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios”, decía San Ambrosio, que en su comentario a San Lucas escribe: «Esté en cada uno de nosotros el alma de María para glorificar a Dios»; y nos recuerda que el agradecimiento es la primera expresión de la fe. El Magnificat es como la fotografía del corazón y del alma de la Virgen María.

“María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. En la Anunciación el ángel Gabriel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el júbilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia” (San Juan Pablo II).

María, con este canto, celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia y supera las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel: la concepción virginal de Jesús, acaecida en Nazaret después del anuncio del ángel.

Ante el Señor, omnipotente y misericordioso, María canta también su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava»

En este canto se pone de manifiesto el espíritu de los “pobres de Israel” (anawim) “Es decir, de los fieles que se reconocían «pobres» no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora” (Benedicto XVI).

En el cato orante de María aparecen siete acciones que Dios realiza permanentemente a favor de estos pobres: «Hace proezas…; dispersa a los soberbios…; derriba del trono a los poderosos…; enaltece a los humildes…; a los hambrientos los colma de bienes…; a los ricos los despide vacíos…; auxilia a Israel». Estas acciones se pone de manifiesto el comportamiento de Dios: se pone de parte de los últimos. Es su amor preferencial por los pobres.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

FERIA PRIVILGIADA DE ADVIENTO

 DÍA 23 DE DICIEMBRE

El nacimiento de Juan Bautista fue un don de Dios para preparar la llegada de su Hijo, que se hizo hombre para que el ser humano participara de la naturaleza divina.

Isabel, anciana ya, era estéril. Zacarías, su esposo no dio fe a las palabras de Dios, que, por medio del ángel Gabriel, les comunicaba que serían padres. Pero, a pesar de todo, la promesa del Señor se cumplió: Zacarías e Isabel engendran un hijo, que será –nos dice el Evangelio- grande a los ojos del Señor, convertirá a muchos e irá delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto.

La actitud de Zacarías e Isabel contrasta con la de María, la Madre de Jesús, que no dudó, ante la palabra de Dios, que sería madre sin intervención de varón. Por eso, Isabel dice a su prima María: “¡Dichosa tú, que has creído!”.

El evangelio de hoy nos presenta las circunstancias que rodearon el nacimiento del Bautista. El nombre de Juan significa que Dios nos ha mostrado su favor. Es Zacarías, su padre, quien, inspirado por Dios, dice que se llamará Juan. Que sea Dios quien impone el nombre a una persona significa que la toma por completo a su servicio y le encomienda una misión.

El prefacio de la misa de la solemnidad del nacimiento de San Juan explica detalladamente esta misión: fue abriendo caminos al Mesías, cuya presencia señaló entre los hombres. Juan llegó a dar su sangre como supremo testimonio de Cristo. Como auténtico profeta -el último de los profetas- Juan dio testimonio de la verdad incluso con su vida. San Gregorio Magno comenta que el Bautista «predica la recta fe y las obras buenas… para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien».

San Juan Bautista fue el precursor, la «voz» enviada a anunciar al Verbo encarnado. Comenta san Agustín: «Juan es la voz. Del Señor en cambio se dice: “En el principio existía el Verbo” (Jn 1, 1). Juan es la voz que pasa, Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído, pero no edifica el corazón»

Es también misión de todo cristiano abrir caminos al Señor, señalarle como Salvador de todos los hombres, dar testimonio de Él con nuestra vida.

Nuestra fe en Cristo debe ser confianza total en Él, pero también una fe viva, operante, con obras. Hemos de confesar nuestra fe en Cristo de forma clara y valiente. No podemos disimular o diluir nuestra identidad cristiana y menos, renunciar a ella. Así es como el cristiano, fiel seguidor de Cristo, también en nuestros días, le irá abriendo caminos al Salvador.

 MARIANO ESTEBAN CARO

 

 

FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

DÍA 24 DE DICIEMBRE

Hoy llena toda la liturgia el cántico de Zacarías ante el nacimiento de su hijo. En la primera parte se ensalzan los grandes hechos de Dios en la historia de la salvación. En la segunda parte se celebra el nacimiento de Juan y se anuncia su misión.

La actuación de la misericordia de Dios, esto es, de su bondad y su indulgencia, constituye el contenido de la primera mitad del himno. “Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”, se dice en la segunda parte.

Inspirado por el Espíritu Santo, Zacarías hace una lectura “profética” de la historia. La hora de la salvación ha sonado. El nacimiento de Juan es la coronación de las grandes obras realizadas por Dios. El tiempo de la salvación ha llegado. “Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza”.

Juan, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como la estrella que precede la salida del Sol. Canta Zacarías: “nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Es la luz de las gentes para los que moran en las tinieblas (Is 42,6-7).

En el texto griego del evangelio el “sol que nace” es un vocablo que significa tanto la luz del sol que brilla en la tierra como el germen que brota. Dos imágenes, que tienen un significado mesiánico.

Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que brotará del tronco de Jesé» (Is 11,1-2).

Con Cristo aparece la luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9) y florece la vida: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). El Mesías, “el Oriente”, el sol en su salida, será “sol de justicia” para nosotros (Mal 3,20). «Cristo es la luz de los pueblos” (LG 1).

Tres figuras encarnan en plenitud el espíritu del Adviento: el profeta Isaías, la Virgen María y Juan Bautista. Isaías mantenía la esperanza del pueblo elegido, anunciando que el Mesías nacería de una mujer virgen. María de Nazaret, por su fe total en Dios, aceptó ser madre del Mesías, sin intervención de varón. Por ello, Dios la hizo inmaculada y limpia de todo pecado, llena de gracia, desde el primer instante de su concepción. Ella es la Virgen de la espera.

Juan Bautista, el Precursor, que señala al Salvador ya presente entre los hombres. Es el testigo valiente, que dio testimonio de la verdad hasta derramar su sangre, muriendo decapitado. Es el lucero que anuncia el nacimiento inminente del Sol.

En este juego salvador de luces entramos también nosotros. Dice San Ambrosio: “De hecho la Iglesia no refulge con luz propia, sino con la luz de Cristo. Obtiene su esplendor del sol de la justicia, para poder decir después: vivo, pero ya no vivo yo, sino que vive en mí Cristo”. Y San Juan Pablo II: “Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo”. Un “reflejo semioscuro”, que dijera San Buenaventura.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

 

 

TIEMPO DE NAVIDAD

 CICLO A

 TIEMPO DE NAVIDAD

SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

Navidad, natividad. No puede convertirse en la fiesta de los comercios, que con sus luces oculte la verdad trascendental que encierra: Es el nacimiento del Dios verdadero, hecho hombre verdadero. Cristo es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, nacido en un establo de animales, al que podemos tocar y acariciar. Dios-niño débil y necesitado de ayuda y cuidados. Dios cercano.

El misterio salvador que hoy celebramos lo resume la oración colecta de la misa del día: Dios comparte nuestra condición humana, para que el hombre comparta la vida divina y llegue a ser hijo de Dios, que se hace hombre, igual en todo a nosotros, menos en el pecado. Incluso en la muerte. Así es la fidelidad de Dios al hombre: Se hace uno de nosotros. Nunca nos abandona. Siempre está a nuestro lado.

Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre (segunda lectura, misa de la Aurora). Es el mensaje más alegre de la Navidad. “Dios es pura bondad”, proclamaba el Papa Benedicto XVI en su homilía de la misa del Gallo del año 2011. Así nos ama Dios: rebajándose, poniéndose a nuestro nivel. Comparte nuestras penas y nuestras alegrías. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, proclamamos en el Credo. Tanto nos ama Dios, que sale de sí mismo y viene a nosotros para compartir nuestra pobre condición hasta el final. Entonces en Belén y ahora.

Dios se ha hecho pobre. Ha nacido en un establo. Sin higiene ni comodidad alguna. El Dios omnipotente, Jesús, verdadero bebé, depende del amor y del cuidado del hombre. La gloria de Dios está, en un establo. Es la gloria de la humildad y del amor. En Belén el cielo está en la tierra. El cielo está en el corazón de Dios, que es pura bondad. El amor y la humildad de Dios es el cielo. Renuncia a su esplendor divino. Sólo el Dios-amor nos salva de esta forma.

Cristo también salva al hombre de hoy. A pesar del progreso y de la tecnología: el hombre sigue siendo un ser en lucha entre bien y mal, entre la vida y la muerte. El hombre siempre necesitará ser salvado. En la Navidad hemos de proclamar con fe y con profunda alegría que el Dios Emmanuel, el Dios-con-nosotros, hombre verdadero, es pura bondad. Y nos sigue ofreciendo también hoy su amor salvador. Es contemporáneo nuestro.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

CICLO A

 TIEMPO DE NAVIDAD

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

Celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, José y María en el contexto de la Navidad: el Hijo de Dios se hace verdaderamente hombre, para que el hombre participe de su divinidad (de su vida inmortal, de su bondad infinita, de su gloria eterna). Dios vino a salvar nuestra pobre condición humana, haciéndose hombre verdadero, en todo igual a nosotros menos en el pecado: niño verdadero, adolescente verdadero, joven verdadero, que necesitó ser alimentado, protegido y educado. Y esto en el seno de una verdadera familia: a la sombra amorosa de la madre-mujer y del padre-varón. Jesús, Dios verdadero y hombre verdadero, fue creciendo verdaderamente en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 52).

La Sagrada Familia estuvo fundada en un verdadero matrimonio. El de José y María no fue una apariencia para guardar las formas. Fue un matrimonio virginal: por especial gracia de Dios, José y María recibieron el don de la virginidad y la gracia del matrimonio.

José fue verdadero padre de Jesús, excluyendo la generación física. No fue su padre biológico, no engendró a Jesús, pero en todo lo demás fue un verdadero padre: todos los problemas y alegrías, todas las responsabilidades de un padre las vivió José con relación a Jesús. Educar es engendrar y José fue el primer educador de Jesús. María es verdadera Madre de Dios hecho hombre. Fue concebido en su seno virginal, le amamantó, le crió, le educó, le enseñó las oraciones. María fue una experta ama de casa, decía Juan Pablo II. Jesús, José y María formaron una verdadera familia, comunidad de vida y amor fundada en el matrimonio de un hombre y de una mujer. Tal como la ha querido Dios desde el principio.

Dios se hace hombre para salvar al hombre: para que viva todas las realidades de su vida según el plan de felicidad, que tiene Dios preparado para el ser humano. También el matrimonio y la familia, comunidad de vida y amor. Cuántos matrimonios y cuántas familias se salvarían si todos sus componentes vivieran el amor, que es ceñidor de la unida consumada: la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, sabiendo sobrellevarse, perdonándose y esforzándose porque la paz de Cristo actúe de árbitro en todo momento (Segunda lectura).

MARIANO ESTEBAN CARO

 

CICLO A

 TIEMPO DE NAVIDAD

Día 1 de enero

 SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS

 Celebramos la fiesta de Santa María Madre de Dios. Es realmente madre no sólo de la naturaleza humana de Cristo. Lo es, sobre todo, de su Persona, la de Dios Hijo.

También hoy se nos propone el misterio del nacimiento del Señor y la trascendencia que tiene para nosotros. La segunda lectura completa el mensaje del evangelio: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer para que recibiéramos el ser hijos por adopción.

Dios se hace hombre: la eternidad entra en el tiempo y la historia humana se abre a la plenitud de Dios. En Cristo se unen el tiempo y de la eternidad. “El Eterno comparte nuestra vida temporal” (Prefacio II de Navidad). Y “por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos” (Prefacio III de Navidad). Injertados en Cristo, el Hijo eterno de Dios, recibimos la vida eterna de Dios. Nuestro tiempo es ya el tiempo de Dios: la eternidad.

El nacimiento de Jesús es el centro de la historia. Contamos el tiempo «antes» y «después» de Cristo. Es el punto de referencia para los años y los siglos en los que se desarrolla la acción salvadora de Dios. Con su vida, con su muerte y con su resurrección, Cristo reveló de modo inequívoco que el ser humano no existe para la muerte sino «para la inmortalidad ».

El tiempo del hombre participa de la eternidad divina. Este destino se nos propone al comienzo de cada año. Y así se Ilumina el valor del tiempo que pasa rápido. Nos preguntamos: ¿Qué sentido tiene el tiempo? No hay lugar para la angustia frente al tiempo: Hoy arranca un nuevo año de la historia de nuestra salvación. Somos hijos de Dios: su Espíritu que es amor ha sido derramado en nuestros corazones, gracias al nacimiento en el tiempo de su Hijo único. También Hijo verdadero de Santa María siempre virgen. En el comienzo de este año hemos de confiar en Dios, que nos ama infinitamente, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta, caminando por este valle de lágrimas bajo el amparo y la protección de la Madre de Dios, Santa María.

Hoy es también la Jornada Mundial de la Paz: Cristo es nuestra paz. Es el Hijo de María, Reina de la Paz. Él ha traído la semilla de la paz: el amor, que es más fuerte que el odio y la violencia. Recibiremos el don de la paz, si nos abrimos a Cristo. Y nos acogemos a la Madre de Dios, Santa María, Reina de la Paz.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

CICLO A

TIEMPO DE NAVIDA 

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑO

Epifanía significa manifestación luminosa. Dios en muchas ocasiones se había manifestado mediante el resplandor de su gloria. En esta fiesta celebramos que Dios manifestó a su Hijo unigénito a los pueblos gentiles por medio de una estrella (Oración colecta). En varias fiestas del tiempo de Navidad se nos relata cómo Dios hecho niño (hombre verdadero) se había manifestado a gentes del pueblo judío: a María su madre, a José, a los pastores (hombres rudos y sencillos), a los sabios y doctores en el templo. El evangelio de hoy nos presenta la manifestación del Salvador a gentes de otra raza. No eran judíos, sino “de oriente”, es decir, extranjeros. Gentiles los llama la segunda lectura, en la que se nos resume el mensaje de la fiesta de hoy: “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo”.

El Hijo de Dios se hizo hombre, para que los hombres –todos los hombres- puedan ser hijos de Dios. De cualquier raza, pueblo y nación. De cualquier color. La tradición nos refiere que uno de los Magos era de raza negra. Todos los hombres de cualquier época de la historia, también los del siglo XXI, estamos llamados a ser hijos de Dios.

Cristo es el único Salvador de los hombres. Todo ser humano se salva a través de Cristo, que no es un camino más de salvación, ni puede ser puesto al mismo nivel de otros líderes religiosos, porque en Él está la plenitud de los medios de salvación. Es el camino único hacia Dios. En las otras religiones hay algunas verdades, pero no la totalidad. Tolerancia significa respeto efectivo al derecho que toda persona tiene a la libertad religiosa. Pero el cristiano debe estar seguro y convencido de que Cristo es el único Salvador de todos los hombres.

La de hoy es para nosotros una fiesta misionera. Todo el que cree en Jesucristo como su único Salvador y Señor debe confesar el misterio de la salvación de los hombres con fe pura y amor sincero. Una fe confesante, valiente, y consecuente. Con respeto a todos, pero sin complejos, el cristiano debe proclamar que en Cristo, para luz de todos los pueblos, está el misterio de nuestra salvación., pues al manifestarse Cristo en nuestra vida mortal hemos sido hecho partícipes de la gloria de su inmortalidad (Prefacio de la Epifanía).

MARIANO ESTEBAN CARO

 

 CICLO A

TIEMPO DE NAVIDAD

II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD

En todas las fiestas de estos días se viene explicitando el misterio de la Navidad, puesto de manifiesto en la petición que hacíamos en la oración colecta de la misa del día: “concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”. De hecho en este domingo leemos el prólogo del Evangelio de San Juan, proclamado también en el día de Navidad. Este texto en forma de himno, expresa el misterio de la Encarnación, predicado por los Apóstoles, testigos oculares. Especialmente San Juan, cuya fiesta se celebra el 27 de diciembre, dentro de la octava de Navidad.

Las lecturas de hoy proclaman que Dios no sólo es el Creador del universo (primera lectura), sino que es Padre; que «nos eligió antes de crear el mundo… predestinándonos a ser sus hijos adoptivos» (segunda lectura). Y por esto «el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros» (Evangelio). Dios se hace hombre, asume la naturaleza humana, para que el hombre pueda participar de la naturaleza divina (2 P 1,4).

El Evangelio concreta la forma en que el hombre llega a participar de la naturaleza divina. La Palabra eterna de Dios, su Hijo unigénito, se hace carne y acampa entre nosotros. Y a “cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios”. Comenta Benedicto XVI: “Se trata de un texto admirable que ofrece una síntesis vertiginosa de toda la fe cristiana”.

La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, “se rebajó hasta asumir la humildad de nuestra condición —dice San León Magno— sin que disminuyera su majestad”. Nosotros ponemos nuestra fe y nuestra esperanza en un Dios, que en Jesucristo ha manifestado definitivamente su voluntad de estar con nosotros los hombres, de caminar junto a nosotros, compartiendo las vicisitudes de nuestra existencia, para hacernos partícipes de su vida divina. “De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia”. Se pregunta San Agustín: “¿Cuál es la primera gracia que hemos recibido? Es la fe. La segunda gracia es la vida eterna”.

El Dios y Padre de nuestro Señor “nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo” (segunda lectura). Por la fe y el bautismo renacemos como hijos de Dios. Es un nuevo nacimiento. El texto del prólogo evangélico de San Juan está escrito en clave de creación: “Por medio de la Palabra se hizo todo”. Somos hijos en el Hijo eterno de Dios. Se nos da el ser filial de Cristo. Dios nos hace hijos suyos divinamente, no jurídicamente. Para el cristiano ser hijo de Dios no es un mero título. Es un hecho misterioso pero real y actual. “Hijos de Dios” no es un reconocimiento exterior, sino una verdadera participación de la naturaleza divina.

Pero esta realidad filial es un proyecto de amor, y el amor exige una respuesta en libertad. Llegamos a ser hijos de Dios si recibimos, en la fe y el amor, a Cristo, la Palabra hecha carne. Si nos hacemos semejantes a Él, si le imitamos, si le seguimos. Si tenemos los sentimientos propios de Cristo Jesús.

La vivencia auténtica del misterio de la Navidad ha ser realidad de todos los días. No sólo de estas entrañables fechas. En todo momento debemos recibir a Cristo, el Dios hecho carne, que acampa entre nosotros, con nosotros. Es el Emmanuel.

MARIANO ESTEBAN CARO

 

 CICLO A

TIEMPO DE NAVIDAD

 FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

Durante el tiempo de Navidad hemos contemplado y celebrado el misterio de nuestra salvación: Dios, hecho hombre, ha venido a hacernos partícipes de su divinidad. La fiesta del Bautismo del Señor culmina este tiempo de manifestación y epifanía: nuestro Salvador, hombre verdadero, es Dios verdadero de Dios verdadero, de la misma naturaleza que el Padre, decimos en el Creo.

El Prefacio de la misa de hoy nos ofrece el mejor comentario al relato que hace el Evangelio del Bautismo del Señor. En el Jordán se nos revela cómo es Dios en sí mismo. No es una soledad. Es una eterna comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. En el Jordán el hombre Cristo Jesús recibe la fuerza del Espíritu Santo para comenzar su vida pública, anunciando la salvación, para traer el derecho a las naciones (primera lectura). Pasó por la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo (segunda lectura). Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, fue enviado por el Padre y ungido por el Espíritu Santo, la Persona Don, la Persona Amor.

También en el Jordán se nos revela el misterio del nuevo bautismo (Prefacio de la misa de hoy). El bautismo de Juan era signo externo de purificación y conversión. En el bautismo cristiano somos consagrados al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En él se realiza una verdadera transformación del bautizado: somos hechos hijos de Dios, recibimos la vida de Dios. Injertados a Cristo, por medio del bautismo, entramos en esa eterna comunión de Personas, que es nuestro Dios. El Hijo de Dios, Dios verdadero, se hace hombre, para que los hombres participemos de su vida divina, mediante la fe y el bautismo.

 MARIANO ESTEBAN CARO

 

HOMILÍAS CICLO C

CICLO “C”
2015-2016
* * *

CICLO C
TIEMPO DE ADVIENTO
DOMINGO I

ADVIENTO
Significa Advenimiento, llegada de Dios, que está eternamente en camino hacia nosotros. Es el Dios-amor que busca estar junto a nosotros sus hijos, como un padre, como una madre. Es el mensaje del Adviento, que hoy comenzamos.
Adviento es tiempo de preparación para la Navidad, la fiesta del Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Igual en todo a nosotros menos en la maldad. Es el gran misterio que conmemoramos en la Navidad: Dios toma la naturaleza humana, para que el hombre participe de la naturaleza divina.
El Adviento hay que vivirlo como un tiempo de preparación y entrenamiento intensivo para saber descubrir la presencia cercana de Dios a lo largo de toda de nuestra existencia. Tiempo también de reavivar nuestra capacidad para recibir al Señor siempre. En todos los momentos y circunstancias de nuestra vida.

EL SEÑOR-QUE-VIENE
El Señor vino en Belén de Judá, un lugar determinado y concreto, encuadrado en unas coordenadas geográficas. Es un personaje real, histórico. Nació de Santa María Virgen, en un establo de animales.
El Señor viene ahora: lo sabemos por la fe y el amor. “Estad siempre despiertos” (Evangelio).
El Señor vendrá al final con gloria para juzgar a vivos y muertos. Será un Juez Salvador. Pero habrá un verdadero juicio de nuestro paso por la vida. Porque Dios juzga salvando. Él es nuestra justicia. Será el fin del pecado, de la maldad, y la muerte. Que ya han sido vencidos por Cristo Resucitado. Cuando de nuevo venga con gloria el Señor, seremos juzgados en el amor.
Santos e irreprensibles hemos de presentarnos ante Dios nuestro Padre (segunda lectura). No sólo en el juicio futuro. Ahora también.

UN FINAL DE GLORIA
El Evangelio nos relata cómo Cristo anunció el fin del mundo. No será un cataclismo de miedo y angustia. Nuestro Dios no provoca el mal ni las catástrofes. No es un Dios de destrucción, sino de creación. No es un Dios de muerte. Es amigo de la vida. Un Dios siempre fiel a su alianza de amor con nosotros. Dios de amistad y amor. De luz no de tinieblas.
Un Dios de misericordia y de paciencia. Que nos ama hasta el extremo, hasta la muerte. “Nuestro Señor Jesucristo vendrá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, y este mundo, que fue creado al principio, será otra vez renovado” (San Cirilo de Jerusalén).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE ADVIENTO
II DOMINGO

DIOS VIENE
Seguimos celebrando el Adviento, que significa advenimiento, llegada. En este tiempo se nos recuerda constantemente que «Dios viene» para estar ahora, y en todo momento, junto a nosotros en una comunión existencial de amor y de vida.
“El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros”, escucharemos en el Evangelio del día de Navidad. Cristo es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros: “preparad el camino al Señor, allanad sus senderos…y todos verán la salvación de Dios” (Evangelio).

DOS MENSAJES
En el Evangelio de hoy se nos ofrecen dos mensajes importantes. En primer lugar se precisa el tiempo de Cristo, de Jesús de Nazaret: “el año quince del reinado del emperador Tiberio”, (segundo emperador romano 14-37), bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás. Y se concreta el lugar en que apareció Jesús (“la comarca del Jordán”, río que nace en el monte Hermón y desemboca en el mar de Galilea o lago de Tiberíades). Cristo es Dios verdadero, pero también hombre verdadero de carne y hueso. No es leyenda. Es historia real, determinada.
Y el segundo mensaje: por la fe entramos en relación con este Cristo Jesús, que no es una invención o ensoñación piadosa. Ni un muero ilustre, que vive sólo en el recuerdo. La fe nos pone en relación existencial, vital con Él; y nos exige responder a Cristo, que no es una fábula ni un simple recuerdo, sino una persona viva, real, contemporáneo nuestro.

EL DIOS SIEMPRE EN CAMINO
El Dios-Amor toma siempre la iniciativa: Él mismo es el artífice de este plan de acercamiento. Es el Dios siempre en camino hacia nosotros. Pero se necesita nuestra colaboración activa. Él nos atrae. Nosotros debemos quitar obstáculos.
“Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta no. La intermedia es oculta y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan” (San Bernardo).

NUESTRA HOJA DE RUTA
La Palabra de Dios nos ofrece el camino que hemos de recorrer: Una vida limpia, irreprochable, propia de personas de bien. Con frutos de justicia: dando a cada cual lo suyo, respetando a todos y siempre. Poniendo nuestro corazón en los valores verdaderos, “creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores” (segunda lectura). Enderezando lo torcido que haya en nuestras vidas. Viviendo sin soberbia, con humildad. Sin miedos ni complejos.
Un buen programa para recibir al Señor, que vino en Belén, nacido de María la Virgen y viene ahora a nosotros: es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Para hacernos partícipes de su divinidad y salvar nuestra pobre condición humana. El mismo Señor que de nuevo vendrá con gloria para pagarnos el bien que hayamos hecho y hacernos partícipes de su vida divina, inmortal; de su alegría infinita y de su gloria eterna.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE ADVIENTO
DOMINGO III

DIOS ES AMOR, ALEGRÍA INFINITA
Hoy se nos hace una invitación: “estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres…el Señor está cerca” (segunda lectura). Cristo Jesús, nuestro Salvador, está en medio de nosotros, junto a nosotros.
Estamos hechos para la alegría verdadera, que es mucho más que las satisfacciones pasajeras. Y no consiste en tener mucho poder o dinero. No es mera diversión ni un estado de euforia. No está en lo superficial, sino en lo más profundo. Nuestro corazón busca la alegría plena, sin fin.
El Dios-amor es alegría infinita y eterna. Es la fuente de la verdadera alegría. Dios no se encierra en sí mismo. Comparte el gozo de su amor eterno. Siempre responde a nuestras aspiraciones. Goza con nosotros, en nosotros y por nosotros.
Creados a su imagen, por amor y para el amor, nos hace partícipes de su alegría, divina y eterna. Nos ha creado para una felicidad plena y total.
La alegría está unida al amor: Amar da alegría, y la alegría produce amor. La alegría del amor nos impulsa a compartirla. No podemos ser felices, si los demás no lo son. El amor y la verdad harán que estemos alegres. Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay alegría. Lo más divino es amar a Dios y a los hermanos. La alegría es un elemento central del ser cristiano.

LA ALEGRÍA CRISTIANA
Dios quiere que el ser humano sea dichoso. Siguiendo sus mandamientos, que son reglas de vida para una existencia feliz. Seguir al Señor, fiarse de Él, nos da la felicidad. Amando, ayudando y sirviendo como hizo Cristo.
El cristiano es feliz porque nunca está solo. Sabe que Dios está siempre a su lado. Como amigo fiel, en la alegría y en el dolor. Siempre estamos en las manos de Dios. Que son las manos de una madre cariñosa. Dios está cerca no por el espacio o el tiempo, sino por el amor: porque el amor acerca. El Señor “se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta” (primera lectura)
La alegría es abrir nuestro ser al Dios-Amor. Que nos ofrece muchas alegrías sencillas: la alegría de vivir, la familia, los amigos, amar y ser amado, ser útil a los demás. “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35).

LA ALEGRÍA, FRUTO DE LA FE
La alegría del cristiano nace del encuentro con la persona viva de Cristo Jesús, que nunca anula nuestro deseo de felicidad. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 11). La alegría es fruto de la fe en Cristo, el Dios Emmanuel. Igual en todo a nosotros, menos en el pecado. Que nos “bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Evangelio). San Pablo escribía a los Gálatas: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad…” (5, 22-23). Y Orígenes pone en boca de Jesús esta expresión: “Quien está cerca de mí está cerca del fuego; quien está lejos de mí está lejos del reino”.
Nuestro bautismo realizó en nosotros una profunda purificación. El hombre viejo quedó aniquilado como por el fuego. Y el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Nos transforma y hace de nosotros un ser nuevo y mejor a imagen de Cristo. El Señor está cerca de nosotros. Habita en nosotros ¡Alegraos!-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE ADVIENTO
IV DOMINGO

EL DIOS-CON-NOSOTROS
La Navidad, la Natividad del Señor está muy cerca. No es un cuento para niños ni sólo una fiesta muy entrañable. Es respuesta de Dios al pobre ser humano. En el Niño divino está nuestra salvación. Es el Dios hecho hombre, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
El Evangelio de hoy es muy realista. Bien lo saben las madres. La criatura que late junto a su corazón está viva y activa. “Da patadas”, se mueve. Como los niños de Isabel y María. El Dios verdadero es hombre verdadero en el seno virginal de María. Sin intervención de varón. Por obra del Espíritu Santo. Feto verdadero, bebé verdadero, niño y joven verdadero.
En la primera lectura se anuncia que el Mesías nacería en Belén, una pequeña aldea de Judá. Un punto determinado del mundo. El Dios hecho hombre no es ni una fábula ni una leyenda. Es miembro de una estirpe, de una familia. Censado, como cualquier ciudadano. Hombre verdadero.

LA PALABRA SE HACE CARNE
Es el Dios-Hijo que toma un cuerpo humano real y concreto: en la encarnación, en Belén, en la cruz sufriendo y en la gloria de la resurrección. Y hoy en la eucaristía.
Cristo por amor entrega su vida, su cuerpo para nuestra salvación. “Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo…Aquí estoy yo para hacer tu voluntad…Y conforme a esta voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre” (segunda lectura).
Por el primer pecado de Adán y Eva, el hombre rompió con su Creador. Ya entonces Dios decidió salvar al hombre haciéndose hombre verdadero. Es la voluntad salvadora de Dios: Cristo ofreció su cuerpo para santificarnos.

EL ÚNICO SACRIFICIO DE CRISTO
Su entrega por amor hasta la muerte se realizó una sola vez en la cruz. Pero su eficacia es permanente y eterna. Es el hoy eterno de Dios. En la misa el sacrificio de Cristo es actual. No es repetición ni un nuevo sacrificio. Es el mismo sacrificio realizado en la cruz. Cristo se ofreció para nuestra salvación. Se sigue ofreciendo ahora en la eucaristía. Es nuestro contemporáneo. “La contemporaneidad de Jesús se revela de modo especial en la Eucaristía, en la que Él está presente con su pasión, muerte y resurrección” (Benedicto XVI).
Por su sacrificio, por el bautismo y la fe, que obra por el amor, volvemos a la amistad con Dios. Somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Recibimos su gracia divina, su vida. Dios se hizo hombre para que el hombre, participara de la naturaleza divina.-MARIANO ESTEBAN CARO

SOLEMNIDAD
INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

EN EL CONTEXTO DEL ADVIENTO
Celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, limpia de todo pecado y llena de gracia. Dios preparó a su Hijo una digna morada (Colecta), “para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de su Hijo” (Prefacio).
Efectivamente “cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer…para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4, 4-7). Esta mujer es María de Nazaret, que fue concebida sin pecado original.

EL PECADO ORIGINAL
Todos nacemos con el pecado original, heredado de Adán y Eva, excepto la Santísima Virgen María, que fue liberada de él y de toda mancha de pecado desde el primer instante de su concepción, por especial privilegio de Dios y en previsión de los méritos de Cristo.
Nuestros primeros padres fueron creados en amistad con Dios, en gracia de Dios. Pero quisieron ser como dioses y ponerse en el lugar de Dios, eliminándolo de su vida. Todos sus descendientes nacemos con este pecado. Es como un pecado de naturaleza, que se nos perdona en el bautismo.

LA FE DEL PUEBLO CRISTIANO
El pueblo cristiano, desde el principio, creyó y celebró esta verdad. San Efrén de Siria (306-373) canta con estas palabras a la Virgen: «Ciertamente tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu Madre mancha alguna». San Ildefonso (607-667), Arzobispo de Toledo dice: «Erradamente se quiere sujetar a la Madre de Dios a las leyes de la naturaleza, pues consta que ha sido libre y exenta de todo pecado original y que ha levantado la maldición de Eva.» Este santo Obispo mandó celebrar solemnemente la fiesta de la Concepción de la Madre de Dios.
Hay constancia de que en el siglo IX ya se celebraba en el occidente cristiano el día ocho de diciembre la fiesta de la Inmaculada Concepción de María.

EL DOGMA DE LA INMACULADA
Fue el beato Duns Escoto (1266-1308) quien clarificó la enseñanza teológica sobre la Inmaculada: María fue redimida no por liberación sino por preservación del pecado. En 1477 el Papa Sixto IV aprobó la misa de la Concepción Inmaculada de María. A partir del siglo XVII se produjo una verdadera eclosión en defensa de esta verdad.
El Papa Pío IX, en 1854 proclamó solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción: “La santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano”. Esta doctrina –prosigue la bula Ineffabilis- “está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles”. Pío IX había pedido a los obispos de la Iglesia universal su opinión sobre la oportunidad y posibilidad de esta definición, “convocando así un concilio por escrito” (San Juan Pablo II). Casi la totalidad de los 604 obispos respondió positivamente a la pregunta del Pontífice.

SIGNIFICADO DE ESTA VERDAD
Esta definición dogmática afirma que en ningún momento ni el pecado original ni el pecado personal reinó en María, que fue Inmaculada, pura y limpia desde su concepción. Más aún, María fue siempre llena de gracia y libre de la inclinación al pecado. Siempre toda santa, toda del Señor. Ninguna imperfección perturbó su perfecta armonía con Dios. “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente, que quita el pecado del mundo” (Prefacio).
Este privilegio le fue concedido a María en previsión de los méritos de Cristo. Lo cual pone de manifiesto que la acción de la gracia no sólo libera del pecado, sino que también preserva de él.
Con hermosas palabras el Catecismo de la Iglesia Católica (492) resume el mensaje de María Inmaculada: “Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG 53). El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» ( Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (cf. Ef 1, 4)”.-MARIANO ESTEBAN CARO

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17 DE DICIEMBRE

PREPARACIÓN PARA LA NAVIDAD
Hoy, diecisiete de diciembre, comenzamos la preparación más inmediata para la Navidad. En estos días concluiremos el Adviento, tiempo dedicado a vivenciar con mayor intensidad nuestra fe en el Dios que vino en Belén, el Dios que al final vendrá con gloria, el Dios que nos viene ahora en la eficacia de su gracia. Exulta y alégrate, “porque viene el Señor”, cantamos en la antífona de entrada.
Nuestro Dios es un Dios siempre-en-camino hacia nosotros, para “hacernos partícipes de su condición divina” (Colecta). O en palabras de San Pedro: para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Dios viene para hacernos ya ahora, mediante la gracia, hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios.
La gracia, que es la vida de Dios, supone y lleva a su perfección nuestro ser de creaturas. Es la salvación del ser humano. Así nuestro Dios Creador es, a la vez, restaurador del hombre (Colecta).

CRISTO, DIOS VERDADERO Y HOMBRE VERDADERO
El Hijo de Dios, la Palabra eterna, se encarnó en el seno de María, la Virgen Madre. Sin intervención de varón: José no “engendró” a Jesús llamado Cristo (Evangelio). “Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre”, profesamos en el Credo. Cristo es Dios y hombre verdadero, igual en todo a nosotros menos en el pecado.
Dios se hizo lo que somos nosotros para que nosotros lleguemos a ser lo que es Él. Jesús es hijo del pueblo de Abrahán, generación tras generación. Es descendiente de Salomón, fruto de David y de la mujer de Urías. Se cumplía
así “el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación” (Prefacio I de Adviento). Cristo es “el que ha de venir”, el que anunciara ya Jacob (primera lectura).

LA PLENITUD
En los textos de la liturgia de hoy aparece el número 7 de varias formas: 42 generaciones es múltiplo de 7: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo nacido de una mujer” (Ga 4,4-7). La palabra “engendró” aparece también siete veces en el Evangelio de hoy. El 7 es signo de plenitud y perfección en la creación. La palabra siete “chevah” viene de la raíz “Sabah”: el séptimo día Dios descansó, que por siete veces había manifestado que lo que había hecho era bueno, muy bueno. El siete es perfección, plenitud.
Cristo es perfecto hombre y hombre perfecto. La resurrección y glorificación del hombre Cristo Jesús significan la plenitud de la perfección en cuanto a su naturaleza humana. Nosotros ahora, unidos a Él, injertados en su persona, podemos alcanzar la plenitud de nuestro ser humano. Nuestra participación en la gloria de Cristo es nuestra salvación y nuestra plenitud. Cristo es el hombre perfecto: en Él está la salvación y la plenitud del hombre.

EN COMUNIÓN CON CRISTO
Estamos llamados a vivir con Cristo y como Cristo. Al revestirse Cristo “de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos” (Prefacio III de Navidad).
El hombre es más hombre cuanto más viva en comunión con Cristo. Cuanto más se configure con Él. “Como llevamos la imagen del hombre terreno (Adán), llevamos también la imagen del hombre celestial (Cristo Resucitado)” (1Cor 15, 47-49). Comenta San Juan Pablo II: “Este «hombre celestial» —el hombre de la resurrección, cuyo prototipo es Cristo resucitado— no es tanto la antítesis y negación del «hombre terreno» (cuyo prototipo es el «primer Adán»), cuanto, sobre todo, es su cumplimiento y su confirmación”.
El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a ser, mediante la gracia, hijo de Dios en el Hijo eterno de Dios. Uno en Cristo. Siendo nuestra filiación divina participación en la filiación única que Jesús tiene con relación a su Padre, no podemos vivirla si no es en comunión existencial con Cristo.
En Cristo, desde la encarnación en el seno de María, todo se encaminaba a su plenitud de gloria y de vida en la resurrección: “estaba todo al servicio de la resurrección”, decía San Agustín. Y San Buenaventura sacaba la consecuencia: “La encarnación, pues, está en función de la perfección del hombre”. Así pues, lo que recordaremos, celebraremos y actualizaremos en la Navidad nos proyecta hacia el hombre Cristo Jesús en la plenitud de su resurrección. En Él y por Él, que es el prototipo del hombre perfecto, el pobre ser humano, lleno de limitaciones y carencias, podemos conseguir nuestra propia plenitud.

EL ESPÍRITU SANTO
En la oración poscomunión de la misa de hoy le pedimos a Dios que el fuego del Espíritu Santo nos transforme para que resplandezcamos en nuestra vida como “luminarias de su gloria”. Cristo, después de su resurrección, envía su Espíritu a la Iglesia y al corazón de los creyentes en una perenne efusión. Consuma así la obra de su redención: sólo con la fuerza del Espíritu Santo, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, podemos participar de la salvación y de la plenitud de la gloria de Cristo. Seremos luminarias de Cristo resucitado y glorioso, si vivimos por el Espíritu, cuyos frutos son “alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (Ga 5, 22-25).-MARIANO ESTEBAN CARO

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18 DE DICIEMBRE

EL MISTERIO QUE NOS SALVA
Seguimos preparándonos apara celebrar la Navidad, “fiestas de nuestra redención” (oración poscomunión). En estos días recordaremos y celebraremos el gran misterio que nos salva: el Hijo eterno de Dios asume nuestra débil naturaleza, para que participemos de su vida inmortal (oración sobre las ofrendas), que es vida filial. Él nos hace partícipes de su ser filial. Y también de su ser fraterno: siendo Hijo único no quiso ser solo. Es nuestro hermano.
A cuantos reciben a la Palabra hecha carne “les da poder para ser hijos de Dios”, leeremos en el Evangelio del día de Navidad. San Ireneo afirma: “Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios”.

VIVIR EL MISTERIO DE LA NAVIDAD
El misterio del “nuevo y esperado” nacimiento de Cristo nos libera, también a nosotros ahora, de la antigua esclavitud del pecado (oración colecta). De una vez para siempre “nos libró de la muerte” (oración sobre las ofrendas). Su fuerza salvadora está viva para nosotros en el hoy eterno de Dios.
Vivir el misterio de la Navidad ha de ser realidad de todos los días. No sólo de estas entrañables fechas. Decía Orígenes: “En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)”.
El Dios nacido en Belén es el Dios-con-nosotros (antífona de comunión). El Dios-amor, que busca estar junto a nosotros, unido a nosotros, en todo momento. También ahora. En la vida diaria de cada uno.
Es el Dios cercano. Sobre todo, en los momentos cruciales. Como José, un hombre joven, con sus proyectos profesionales y familiares, en cuyo camino se cruzó el Señor.

JOSÉ Y LA CONCEPCIÓN DE JESÚS
El Evangelio de hoy nos relata cómo fue la concepción de Jesucristo. María estaba prometida a José. “Y antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo”. José, hombre bueno, hombre justo, decide abandonar a María “en secreto”. No pregunta nada. Pero el Señor, por medio de su ángel, le da una explicación de este hecho, que comprometía su dignidad y su buen nombre: la criatura que hay en María “viene del Espíritu Santo”.
Una vez recibida la misión divina, él la cumple en silencio. Siempre dispuesto a realizar los planes de Dios. El Evangelio define a San José como “hombre justo”. Comenta Pablo VI: “Este operario, este trabajador era ciertamente “un brav’uomo”, tanto que el Evangelio lo llama justo”.
José, hombre de fe, acepta este mensaje divino y, excluyendo la generación física, fue para Jesús un verdadero padre. Y para María, un verdadero esposo (“se llevó a casa a su mujer”). Su matrimonio fue un verdadero matrimonio, vivido en la virginidad. El Hijo eterno de Dios se hace hombre verdadero, bebé verdadero, niño y adolescente verdadero, joven verdadero. Y, en el seno de una verdadera familia, creció en estatura, en gracia y en sabiduría. “Las familias son el primer lugar en que nos formamos como personas” (Papa Francisco).

LA MISIÓN DE JOSÉ
José recibe la misión de poner a la criatura, que nacerá de María, el nombre de Jesús: “porque él salvará a su pueblo de los pecados” (Evangelio). Es el Mesías, que Juan anunció como Cordero, y que vendrá como Rey (antífona de entrada), cuyo reino no es de este mundo.
“Rey prudente”, que hará justicia. Será llamado “el Señor-nuestra-justicia”. En sus días florecerá la justicia (salmo responsorial): El Niño, que nacerá en Belén, regirá a los humildes, librará al pobre y al afligido, se apiadará del indigente. Será el Rey de los “pobres”. De los que tienen alma de pobre (humildad, fe, fidelidad) será el Reino de los cielos.
José encarna a los “pobres de Yahaveh”, por la disponibilidad, la fe y la humildad necesarias para recibir al Salvador-Enmanuel, que en su ser y en su obrar es el Dios-con-nosotros. Siempre en camino hacia nosotros. Ésta es la verdadera alegría de la Navidad) hemos de abrir las puertas de nuestra vida.-MARIANO ESTEBAN CARO

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19 DE DICIEMBRE

UN DIOS EN CAMINO
La antífona de entrada hoy nos introduce en el mensaje fundamental de estos días inmediatamente anteriores a la Navidad. Dios que vino en la humildad de Belén y que al final vendrá con gloria, es el mismo Señor que viene ahora en el hoy eterno de Dios. La eternidad es el tiempo de Dios. “El que viene llegará sin retraso”. El ser de nuestro Dios es estar eternamente en camino hacia nosotros: Dios es «aquel que viene» (San Juan Pablo II). Es el Dios-amor-fiel, el Dios cercano, el Emmanuel. Dios-con-nosotros. Por eso, “no habrá temor, es nuestro Salvador”.

EL PARTO VIRGINAL DE MARÍA
La oración colecta se refiere al profundo misterio salvador del parto virginal de María. Benedicto XVI, en su libro LA INFANCIA DE JESÚS, dice: “Estos dos puntos –el parto virginal y la resurrección real del sepulcro- son piedras de toque de la fe. Si Dios no tiene poder sobre la materia, entonces no es Dios. Pero sí que tiene ese poder, y con la Concepción y la Resurrección de Jesucristo ha inaugurado una nueva creación”. Por ello –concluye el papa- “son un elemento fundamental de nuestra fe y un signo luminoso de esperanza”. En el parto virginal de María “se revela el esplendor de la gloria de Dios”. Le pedimos a Dios en esta oración que, con la ayuda de su gracia, “proclamemos con fe íntegra y celebremos con piedad sincera el misterio admirable de la Encarnación de su Hijo”.

LA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA
Del parto virginal de María, que recordaremos y celebraremos el día de Navidad, nos habla la tradición de la Iglesia. Enseñaba el Papa San León Magno (390-461): “Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de una madre virgen y ella le dio a luz sin detrimento de su virginidad”. San Agustín (354-430) en uno de sus sermones decía que María «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre». Y el Concilio XVI de Toledo (año 693), en su artículo 22, reafirmaba que “la Madre de Dios concibió virgen, parió virgen, permaneció virgen”.
San Juan Pablo II concluye que en las definiciones del Magisterio el término “virgen” se usa en su sentido habitual: “la integridad física se considera esencial para la verdad de fe de la concepción virginal de Jesús”, decía en la Audiencia del 10 de julio de 1996. Y el 28 de agosto siguiente se refería a la fórmula sintética de la tradición de la Iglesia, que presenta a María como «virgen antes del parto, durante el parto y después del parto, afirmando, mediante la mención de estos tres momentos, que no dejó nunca de ser virgen”.

MARÍA, ICONO DEL ADVIENTO
María constituye el punto culminante en la espera del Mesías Salvador. Ella es icono perfecto del espíritu del Adviento. Por influjo del X Concilio de Toledo (año 656), que recogía una antigua tradición del Oriente cristiano, se generaliza en la Iglesia la celebración, cada 18 de diciembre, de la fiesta, que se llamó Expectación del Parto. En la misa votiva I de Santa María Virgen aún se conserva un texto de aquella antigua celebración: “…y el que al nacer de la Virgen no menoscabó la integridad de su Madre, sino la santificó…” En el año 1620 se construyó una capilla en San Agustín (Florida) en honor de “Nuestra Señora de la Leche y el Buen Parto”. Es el primer templo dedicado a la Virgen en los Estados Unidos.
En la oración poscomunión le pedimos a Dios que avive en nosotros “el deseo de salir al encuentro de Cristo, ya cercano” con limpieza de espíritu, para celebrar el nacimiento de Cristo. A Cristo, “el que viene”, hemos de recibirle con fe como María y no como Zacarías, que quedó sin poder hablar por no haber creído en las palabras que Dios le hizo llegar por medio de Gabriel.-MARIANO ESTEBAN CARO

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20 DE DICIEMBRE

LA FE Y EL AMOR DE MARÍA
En el tiempo de Adviento, muy especialmente en los días feriales del 17 al 24 de diciembre, se recuerda a la Virgen María como prototipo de fe activa en la espera del Mesías Salvador. En estas fiestas privilegiadas las lecturas evangélicas nos recuerdan el inefable amor de madre de la Santísima Virgen
El periodo del Adviento está especialmente dedicado a Cristo como punto de referencia: Él es el Salvador-que-viene. Pero también es tiempo particularmente apto para recordar y celebrar la fe y el amor de María, la Virgen Madre.
En el evangelio de hoy leemos las circunstancias que rodearon la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas virginales de María de Nazaret: recordamos en la oración colecta cómo la Virgen Inmaculada se sometió al designio divino con humildad de corazón, aceptando encarnar en su seno al Hijo de Dios. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES
El Hijo eterno de Dios se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios. Este hecho trascendental para la salvación de los hombres comienza en el momento de la Encarnación: en Cristo, Dios se hace hombre y el hombre Cristo Jesús es Dios. “Mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre” (GS 22).
Cantamos en la antífona de entrada: “Todos verán la salvación de Dios”. San Bernardo, al comentar la Anunciación, expresa la trascendencia de este momento, y dirigiéndose a la Virgen, dice: «Todo el mundo espera postrado a tus pies; y no sin motivo, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta».

LA LIBERTAD DE MARÍA
María, Virgen encinta, creyó que “para Dios no hay nada imposible”. La fe de la Virgen Inmaculada sobrepasó la necesidad de la paternidad humana para ser madre. Es la de María una fe generosa, que acoge la voluntad de Dios, una fe fuerte que supera las dificultades y una fe que coopera con el designio salvador de Dios. Nos recuerda el Concilio Vaticano II que «María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (L G 56).
María respondió “con todo su « yo » humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con la gracia de Dios que previene y socorre y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo” (San Juan Pablo II). La anunciación constituye el momento culminante de la fe de María y el punto de partida de su peregrinación en la fe.
“¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”, preguntó María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”, respondió el ángel. “Dios la había transformado en templo de la divinidad por obra del Espíritu Santo” (oración colecta).Este Espíritu es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en la creación (cf. Gn 1, 2). Este hecho “nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación” (Benedicto XVI).

LLENA DE GRACIA, MODELO DE FE
El Ángel saluda a María, llamándola «llena de gracia». Llena del amor de Dios, que esto es la gracia. Por eso, podríamos decir: “llena del amor de Dios”. María acoge con todo su ser el amor infinito de Dios. Dios preparaba así a su “Hijo una digna morada”, recordamos en la solemnidad de la Inmaculada: limpia de pecado y llena de gracia. Toda santa.
Para nosotros María es modelo de fe activa y obediente a la espera del Dios-que-viene. En la oración colecta le pedimos a Dios que nos conceda, siguiendo el ejemplo de María, aceptar sus designios con humildad de corazón. María en la Anunciación nos enseña a abandonarnos confiadamente en las manos del Dios.
El ejemplo de María nos impulsa a abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos transforma y nos renueva; nos llena de su vida y nos hace templos suyos. Porque con el Espíritu, el amor de Dios es derramado en nuestros corazones.-MARIANO ESTEBAN CARO
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21 DE DICIEMBRE

MARÍA VISITA A ISABEL
Las palabras del ángel en la Anunciación son el motivo de esta visita: “Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 36-37). El evangelio de hoy nos recuerda el gesto de amor de la Santísima Virgen, que llevando en su seno al Hijo de Dios, va a la casa de Isabel para ayudarla y proclamar las maravillas de la misericordia de Dios: la cercanía del Salvador provoca el júbilo y la alegría incluso en Juan todavía en el vientre de Isabel.
María se puso en camino, nos dice el Evangelio, desde Nazaret en la Galilea hacia un pueblo de Judá, en la montaña, que según los estudiosos, bien podía ser la actual Ain-Karim, cercano a Jerusalén.

LA FE DE MARÍA
“¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Estas palabras de Isabel, dirigidas a su prima María, bien pueden ser el mensaje central en la liturgia de hoy. En la Anunciación María inicia su peregrinación de la fe.
Ante el anuncio de que iba a ser madre, María preguntó: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Ella, sin dudar de la posibilidad de su cumplimiento, quiere solamente conocer la forma de su realización. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios» (San Agustín). Jesucristo Nuestro Señor “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen”, afirmamos en el Credo.

LA CERCANÍA DEL AMOR
La cercanía del Mesías Salvador (“en medio de ti”) produce gozo y alegría: “grita de júbilo, Israel” (lectura del Profeta Sofonías). Hasta Juan Bautista “saltó de alegría” en el vientre de Isabel. “Juan fue el primero en experimentar la gracia, se alegró a causa del misterio, sintió la presencia del Hijo” (San Ambrosio). Después como Precursor anunció la buena noticia de la cercanía del Salvador.
Decía Benedicto XVI: “La alegría cristiana brota de esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad”. La «cercanía» de Dios no es una cuestión de espacio o de tiempo, sino de amor, porque el amor acerca y une.

DIOS ES ALEGRÍA INFINITA
“En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un don” (Pablo VI). El Dios-amor es alegría infinita y eterna. Dios no se encierra en sí mismo. Comparte el gozo de su amor eterno. Él es el motivo, la fuente y la causa de nuestra alegría. Siempre responde a nuestras aspiraciones. Goza con nosotros, en nosotros y por nosotros. Nos hace partícipes de su alegría eterna. Nos ha creado para una felicidad plena y total. “La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas” (Papa Francisco).
Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay alegría. El cristiano es feliz porque nunca está solo. Sabe que Dios está siempre a su lado. Como amigo fiel, en la alegría y en el dolor. “El Señor está más cerca de nosotros que nosotros mismos” (San Agustín). La alegría es elemento central del ser cristiano.
La alegría está unida al amor: Amar da alegría, y la alegría produce amor. La alegría del amor nos impulsa a compartirla. No podemos ser felices, si los demás no lo son. “Todo creyente tiene la misión de testimoniar la alegría” (San Juan Pablo II) Hemos de ser misioneros de la alegría. Una alegría se debe comunicar. La alegría, por su propia naturaleza, debe irradiarse.

ACONTECIMIENTO SALVÍFICO
Aquel encuentro fue un acontecimiento salvífico. Isabel sintió la alegría mesiánica. La exclamación de Isabel «a voz en grito» manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que resuena, a lo largo de los siglos, en los labios de los creyentes. «¡Feliz tú que has creído!”. La grandeza y la alegría de María nacen de su corazón creyente.
La alegría del pueblo cristiano por la venida del Hijo de Dios “en carne mortal” se proyecta más allá de esta vida hasta el reino eterno, cuando de nuevo Cristo venga con gloria” (colecta).-MARIANO ESTEBAN CARO

FERIA PRIVILEGIADADE ADVIENTO
22 DE DICIEMBRE

FE, GOZO Y ALEGRÍA
Seguimos acercándonos a la fiesta de la Natividad del Señor. Para celebrar este hecho salvador contamos, sobre todo en estas ferias privilegiadas de adviento, con la figura de la Virgen María como prototipo de fe, que actúa por el amor (“dichosa tú, que has creído”). La liturgia ayer nos recordaba el amor de María, manifestado hacia su prima Isabel, que en su vejez había concebido un hijo.
El evangelio de hoy nos ofrece el canto de María, agradeciendo a Dios las obras grandes, que había hecho en ella. La cercanía del Salvador provoca el júbilo y la alegría en Isabel e incluso en Juan todavía en el vientre materno. “Juan fue el primero en experimentar la gracia, se alegró a causa del misterio, sintió la presencia del Hijo” (San Ambrosio). Después como Precursor anunció la buena noticia de la cercanía del Salvador.
Muy especialmente, aquel fue un encuentro de gozo profundo para María, la Virgen Madre, humilde esclava del Señor. La grandeza y la alegría de María nacen de su corazón creyente. Proclamó, con gran alegría, la obra que el Poderoso había hecho en favor de sus fieles: sin intervención de varón, ella había concebido en su seno, a Jesús, el Salvador.

EL CANTO AGRADECIDO DE MARÍA
El Magnificat es un cántico de esperanza, nacido de una fe agradecida. Dios hizo y sigue haciendo obras grandes. Este cántico es la respuesta agradecida de la Virgen al misterio de la Anunciación. «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios”, decía San Ambrosio, que en su comentario a San Lucas escribe: «Esté en cada uno de nosotros el alma de María para glorificar a Dios»; y nos recuerda que el agradecimiento es la primera expresión de la fe. El Magnificat es como la fotografía del corazón y del alma de la Virgen María.
“María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. En la Anunciación el ángel Gabriel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el júbilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia” (San Juan Pablo II).

EL DIOS-GRANDE-CON-LOS POBRES
María, con este canto, celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia y supera las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel: la concepción virginal de Jesús, acaecida en Nazaret después del anuncio del ángel.
Ante el Señor, omnipotente y misericordioso, María canta también su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava»
En este canto se pone de manifiesto el espíritu de los “pobres de Israel” (anawim) “Es decir, de los fieles que se reconocían «pobres» no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora” (Benedicto XVI).

LAS GRANDES OBRAS DE DIOS
En el canto orante de María aparecen siete acciones que Dios realiza permanentemente a favor de estos pobres: «Hace proezas…; dispersa a los soberbios…; derriba del trono a los poderosos…; enaltece a los humildes…; a los hambrientos los colma de bienes…; a los ricos los despide vacíos…; auxilia a Israel». Estas acciones se pone de manifiesto el comportamiento de Dios: se pone de parte de los últimos. Es su amor preferencial por los pobres.-MARIANO ESTEBAN CARO

FERIAS PRIVILGIADAS DE ADVIENTO
23 DE DICIEMBRE

ZACARÍAS E ISABEL
El nacimiento de Juan Bautista fue un don de Dios para preparar la llegada de su Hijo, que se hizo hombre para que el ser humano participara de la naturaleza divina.
Isabel, anciana ya, era estéril. Zacarías, su esposo no dio fe a las palabras de Dios, que, por medio del ángel Gabriel, les comunicaba que serían padres. Pero, a pesar de todo, la promesa del Señor se cumplió: Zacarías e Isabel engendran un hijo, que será –nos dice el Evangelio- grande a los ojos del Señor, convertirá a muchos e irá delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto.
La actitud de Zacarías e Isabel contrasta con la de María, la Madre de Jesús, que no dudó, ante la palabra de Dios, que sería madre sin intervención de varón. Por eso, Isabel dice a su prima María: “¡Dichosa tú, que has creído!”.

LA MISIÓN DE JUAN BAUTISTA
El evangelio de hoy nos presenta las circunstancias que rodearon el nacimiento del Bautista. El nombre de Juan significa que Dios nos ha mostrado su favor. Es Zacarías, su padre, quien, inspirado por Dios, dice que se llamará Juan. Que sea Dios quien impone el nombre a una persona significa que la toma por completo a su servicio y le encomienda una misión.

El prefacio de la misa de la solemnidad del nacimiento de San Juan explica detalladamente esta misión: fue abriendo caminos al Mesías, cuya presencia señaló entre los hombres. Juan llegó a dar su sangre como supremo testimonio de Cristo. Como auténtico profeta -el último de los profetas- Juan dio testimonio de la verdad incluso con su vida. San Gregorio Magno comenta que el Bautista «predica la recta fe y las obras buenas… para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien».
San Juan Bautista fue el precursor, la «voz» enviada a anunciar al Verbo encarnado. Comenta san Agustín: «Juan es la voz. Del Señor en cambio se dice: “En el principio existía el Verbo” (Jn 1, 1). Juan es la voz que pasa, Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído, pero no edifica el corazón»

ABRIENDO CAMINOS AL SEÑOR
Es también misión de todo cristiano abrir caminos al Señor, señalarle como Salvador de todos los hombres, dar testimonio de Él con nuestra vida.
Nuestra fe en Cristo debe ser confianza total en Él, pero también una fe viva, operante, con obras. Hemos de confesar nuestra fe en Cristo de forma clara y valiente. No podemos disimular o diluir nuestra identidad cristiana y menos, renunciar a ella. Así es como el cristiano, fiel seguidor de Cristo, también en nuestros días, le irá abriendo caminos al Salvador.-MARIANO ESTEBAN CARO

FERIAS PRIVILEGIADAS DE ADVIENTO
24 DE DICIEMBRE

EL CÁNTICO DE ZACARÍAS
Hoy llena toda la liturgia el cántico de Zacarías ante el nacimiento de su hijo. En la primera parte se ensalzan los grandes hechos de Dios en la historia de la salvación. En la segunda parte se celebra el nacimiento de Juan y se anuncia su misión.
La actuación de la misericordia de Dios, esto es, de su bondad y su indulgencia, constituye el contenido de la primera mitad del himno. “Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”, se dice en la segunda parte.
Inspirado por el Espíritu Santo, Zacarías hace una lectura “profética” de la historia. La hora de la salvación ha sonado. El nacimiento de Juan es la coronación de las grandes obras realizadas por Dios. El tiempo de la salvación ha llegado. “Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza”.

JUAN PRECEDE A CRISTO, LUZ DEL MUNDO
Juan, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como la estrella que precede la salida del Sol. Canta Zacarías: “nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Es la luz de las gentes para los que moran en las tinieblas (Is 42,6-7).
En el texto griego del evangelio el “sol que nace” es un vocablo que significa tanto la luz del sol que brilla en la tierra como el germen que brota. Dos imágenes, que tienen un significado mesiánico.
Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que brotará del tronco de Jesé» (Is 11,1-2).
Con Cristo aparece la luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9) y florece la vida: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). El Mesías, “el Oriente”, el sol en su salida, será “sol de justicia” para nosotros (Mal 3,20). «Cristo es la luz de los pueblos” (LG 1).

TRES FIGURAS DEL ADVIENTO
Tres figuras encarnan en plenitud el espíritu del Adviento: el profeta Isaías, la Virgen María y Juan Bautista. Isaías mantenía la esperanza del pueblo elegido, anunciando que el Mesías nacería de una mujer virgen. María de Nazaret, por su fe total en Dios, aceptó ser madre del Mesías, sin intervención de varón. Por ello, Dios la hizo inmaculada y limpia de todo pecado, llena de gracia, desde el primer instante de su concepción. Ella es la Virgen de la espera.
Juan Bautista, el Precursor, que señala al Salvador ya presente entre los hombres. Es el testigo valiente, que dio testimonio de la verdad hasta derramar su sangre, muriendo decapitado. Es el lucero que anuncia el nacimiento inminente del Sol.

NOSOTROS, REFLEJO SEMIOSCURO DE CRISTO
En este juego salvador de luces entramos también nosotros. Dice San Ambrosio: “De hecho la Iglesia no refulge con luz propia, sino con la luz de Cristo. Obtiene su esplendor del sol de la justicia, para poder decir después: vivo, pero ya no vivo yo, sino que vive en mí Cristo”. Y San Juan Pablo II: “Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo”. Un “reflejo semioscuro”, que dijera San Buenaventura.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE NAVIDAD
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

LA VERDADERA NAVIDAD
Navidad, natividad. No puede convertirse en la fiesta de los comercios, que con sus luces oculte la verdad trascendental que encierra: Es el nacimiento del Dios verdadero, hecho hombre verdadero. Cristo es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, nacido en un establo de animales, al que podemos tocar y acariciar. Dios-niño débil y necesitado de ayuda y cuidados.

UN DIOS CERCANO
El misterio salvador que hoy celebramos lo resume la oración colecta de la misa del día: Dios comparte nuestra condición humana, para que el hombre comparta la vida divina y llegue a ser hijo de Dios. Un Dios, que se hace hombre, igual en todo a nosotros, menos en la maldad. Incluso en la muerte. Así es la fidelidad de Dios al hombre: Se hace uno de nosotros. Nunca nos abandona. Siempre está a nuestro lado. Dios cercano.

DIOS, PURA BONDAD
Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre (segunda lectura, misa de la Aurora). Es el mensaje más alegre de la Navidad. “Dios es pura bondad”, proclamaba el Papa Benedicto XVI en su homilía de la misa del Gallo del año 2011. Así nos ama Dios: rebajándose, poniéndose a nuestro nivel. Comparte nuestras penas y nuestras alegrías. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, proclamamos en el Credo. Tanto nos ama Dios, que sale de sí mismo y viene a nosotros para compartir nuestra pobre condición hasta el final. Entonces en Belén y ahora.

DIOS SE HACE POBRE
Ha nacido en un establo. Sin higiene ni comodidad alguna. El Dios omnipotente, Jesús, verdadero bebé, depende del amor y del cuidado del hombre. La gloria de Dios está, en un establo. Es la gloria de la humildad y del amor. En Belén el cielo está en la tierra. El cielo está en el corazón de Dios, que es pura bondad. El amor y la humildad de Dios es el cielo. Renuncia a su esplendor divino. Sólo el Dios-amor nos salva de esta forma.

AMOR SALVADOR DE DIOS HOY
Cristo también salva al hombre de hoy. A pesar del progreso y de la tecnología: el hombre sigue siendo un ser en lucha entre bien y mal, entre la vida y la muerte. El hombre siempre necesitará ser salvado. En la Navidad hemos de proclamar con fe y con profunda alegría que el Dios Emmanuel, el Dios-con-nosotros, hombre verdadero, es pura bondad. Y nos sigue ofreciendo también hoy su amor salvador. Es contemporáneo nuestro.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE NAVIDAD
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

VERDAD DE LA FAMILIA DE JESÚS
En el contexto de la Navidad, celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, José y María: el Hijo de Dios se hace verdaderamente hombre, para que el hombre participe de su divinidad (de su vida inmortal, de su bondad infinita, de su gloria eterna). Dios vino a salvar nuestra pobre condición humana, haciéndose hombre verdadero, en todo igual a nosotros menos en el pecado: niño verdadero, adolescente verdadero, joven verdadero, que necesitó ser alimentado, protegido y educado. Y esto en el seno de una verdadera familia: a la sombra amorosa de la madre-mujer y del padre-varón. Jesús, Dios verdadero y hombre verdadero, fue creciendo verdaderamente en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 52).
La Sagrada Familia estuvo fundada en un verdadero matrimonio. El de José y María no fue una apariencia para guardar las formas. Fue un matrimonio virginal: por especial gracia de Dios, José y María recibieron el don de la virginidad y la gracia del matrimonio.

LOS PADRES DE JESÚS
José fue verdadero padre de Jesús, excluyendo la generación física. No fue su padre biológico, no engendró a Jesús, pero en todo lo demás fue un verdadero padre: todos los problemas y alegrías, todas las responsabilidades de un padre las vivió José con relación a Jesús. Educar es engendrar y José fue el primer educador de Jesús. María es verdadera Madre de Dios hecho hombre. Fue concebido en su seno virginal, le amamantó, le crió, le educó, le enseñó las oraciones. María fue una experta ama de casa, decía Juan Pablo II. Jesús, José y María formaron una verdadera familia, comunidad de vida y amor fundada en el matrimonio de un hombre y de una mujer. Tal como la ha querido Dios desde el principio.

EL AMOR, SALVACIÓN DE LA FAMILIA
Dios se hace hombre para salvar al hombre: para que viva todas las realidades de su vida según el plan de felicidad, que tiene Dios preparado para el ser humano. También el matrimonio y la familia, comunidad de vida y amor. Cuántos matrimonios y cuántas familias se salvarían si todos sus componentes vivieran el amor, que es ceñidor de la unida consumada: la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, sabiendo sobrellevarse, perdonándose y esforzándose porque la paz de Cristo actúe de árbitro en todo momento (Segunda lectura).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE NAVIDAD
SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS

NACIDO DE UNA MUJER
Celebramos hoy la fiesta de Santa María Madre de Dios. Es realmente madre no sólo de la naturaleza humana de Cristo. Lo es, sobre todo, de su Persona. Persona divina.
También hoy se nos propone el misterio del nacimiento del Señor y la trascendencia que tiene para nosotros. La segunda lectura completa el mensaje del evangelio: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer para que recibiéramos el ser hijos por adopción.

LA ETERNIDAD EN EL TIEMPO
Dios se hace hombre: la eternidad entra en el tiempo y la historia humana se abre a la plenitud de Dios. En Cristo se unen el tiempo y de la eternidad. “El Eterno comparte nuestra vida temporal” (Prefacio II de Navidad). Y “por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos” (Prefacio III de Navidad). Injertados en Cristo, el Hijo eterno de Dios, recibimos la vida eterna de Dios. Nuestro tiempo es ya el tiempo de Dios: la eternidad.
El nacimiento de Jesús es el centro de la historia. Contamos el tiempo «antes» y «después» de Cristo. Es el punto de referencia para los años y los siglos en los que se desarrolla la acción salvadora de Dios. Con su vida, con su muerte y con su resurrección, Cristo reveló de modo inequívoco que el ser humano no existe para la muerte sino «para la inmortalidad ».

NUESTRO TIEMPO EN LA ETERNIDAD
El tiempo del hombre participa de la eternidad divina. Este destino se nos propone al comienzo de cada año. Y así se Ilumina el valor del tiempo que pasa rápido. Nos preguntamos: ¿Qué sentido tiene el tiempo? No hay lugar para la angustia frente al tiempo: Hoy arranca un nuevo año de la historia de nuestra salvación. Somos hijos de Dios: su Espíritu que es amor ha sido derramado en nuestros corazones, gracias al nacimiento en el tiempo de su Hijo único. También Hijo verdadero de Santa María siempre virgen. En el comienzo de este año hemos de confiar en Dios, que nos ama infinitamente, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta, caminando por este valle de lágrimas bajo el amparo y la protección de la Madre de Dios, Santa María.

JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Hoy es también la Jornada Mundial de la Paz: Cristo es nuestra paz. Es el Hijo de María, Reina de la Paz. Él ha traído la semilla de la paz: el amor, que es más fuerte que el odio y la violencia. Recibiremos el don de la paz, si nos abrimos a Cristo. Y nos acogemos a la Madre de Dios, Santa María, Reina de la Paz.
Dichosos los que trabajan por la paz fue el lema de la Jornada Mundial de la Paz del año 2013.
¡Feliz Año Nuevo a todos!
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE NAVIDAD
SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

EPIFANÍA, MANIFESTACIÓN LUMINOSA
Dios en muchas ocasiones se había manifestado mediante el resplandor de su gloria. En esta fiesta celebramos que Dios manifestó a su Hijo unigénito a los pueblos gentiles por medio de una estrella (Oración colecta).
En varias fiestas del tiempo de Navidad se nos relata cómo Dios hecho niño (hombre verdadero) se había manifestado a gentes del pueblo judío: a María su madre, a José, a los pastores (hombres rudos y sencillos), a los sabios y doctores en el templo.

LA FIESTA DE HOY
El evangelio de hoy nos presenta la manifestación del Salvador a gentes de otra raza. No eran judíos, sino “de oriente”, es decir, extranjeros. Gentiles los llama la segunda lectura, en la que se nos resume el mensaje de la fiesta de hoy: “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo”.
El Hijo de Dios se hizo hombre, para que los hombres –todos los hombres- puedan ser hijos de Dios. De cualquier raza, pueblo y nación. De cualquier color. La tradición nos refiere que uno de los Magos era de raza negra. Todos los hombres de cualquier época de la historia, también los del siglo XXI, estamos llamados a ser hijos de Dios.

CRISTO, SALVADOR DE TODOS
Todo ser humano se salva a través de Cristo, que no es un camino más de salvación, ni puede ser puesto al mismo nivel de otros líderes religiosos, porque en Él está la plenitud de los medios de salvación. Es el camino único hacia Dios. En las otras religiones hay algunas verdades, pero no la totalidad.
Tolerancia significa respeto efectivo al derecho que toda persona tiene a la libertad religiosa. Pero el cristiano debe estar seguro y convencido de que Cristo es el único Salvador de todos los hombres.

UNA FE VALIENTE
La de hoy es para nosotros una fiesta misionera. Todo el que cree en Jesucristo como su único Salvador y Señor debe confesar el misterio de la salvación de los hombres y proclamarlo con total seguridad, con fe pura y amor sincero. Una fe confesante, valiente, y consecuente. Con respeto a todos, pero sin complejos, el cristiano debe proclamar que en Cristo, para luz de todos los pueblos, está el misterio de nuestra salvación., pues al manifestarse Cristo en nuestra vida mortal hemos sido hecho partícipes de la gloria de su inmortalidad (Prefacio de la Epifanía). -MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE NAVIDAD
II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD

EL MISTERIO DE LA NAVIDAD
En todas las fiestas de estos días se viene explicitando el misterio de la Navidad, puesto de manifiesto en la petición que hacíamos en la oración colecta de la misa del día: “concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”. De hecho en este domingo leemos el prólogo del Evangelio de San Juan, proclamado también en el día de Navidad. Este texto en forma de himno, expresa el misterio de la Encarnación, predicado por los Apóstoles, testigos oculares. Especialmente San Juan, cuya fiesta se celebra el 27 de diciembre, dentro de la octava de Navidad.

SÍNTESIS DE LA FE CRISTIANA
Las lecturas de hoy proclaman que Dios no sólo es el Creador del universo (primera lectura), sino que es Padre; que «nos eligió antes de crear el mundo… predestinándonos a ser sus hijos adoptivos» (segunda lectura). Y por esto «el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros» (Evangelio). Dios se hace hombre, asume la naturaleza humana, para que el hombre pueda participar de la naturaleza divina (2 P 1,4).
El Evangelio concreta la forma en que el hombre llega a participar de la naturaleza divina. La Palabra eterna de Dios, su Hijo unigénito, se hace carne y acampa entre nosotros. Y a “cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios”. Comenta Benedicto XVI: “Se trata de un texto admirable que ofrece una síntesis vertiginosa de toda la fe cristiana”.
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, “se rebajó hasta asumir la humildad de nuestra condición —dice San León Magno— sin que disminuyera su majestad”. Nosotros ponemos nuestra fe y nuestra esperanza en un Dios, que en Jesucristo ha manifestado definitivamente su voluntad de estar con nosotros los hombres, de caminar junto a nosotros, compartiendo las vicisitudes de nuestra existencia, para hacernos partícipes de su vida divina. “De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia”. Se pregunta San Agustín: “¿Cuál es la primera gracia que hemos recibido? Es la fe. La segunda gracia es la vida eterna”.

HIJOS ADOPTIVOS DE DIOS
El Dios y Padre de nuestro Señor “nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo” (segunda lectura). Por la fe y el bautismo renacemos como hijos de Dios. Es un nuevo nacimiento. El texto del prólogo evangélico de San Juan está escrito en clave de creación: “Por medio de la Palabra se hizo todo”. Somos hijos en el Hijo eterno de Dios. Se nos da el ser filial de Cristo. Dios nos hace hijos suyos divinamente, no jurídicamente. Para el cristiano ser hijo de Dios no es un mero título. Es un hecho misterioso pero real y actual. “Hijos de Dios” no es un reconocimiento exterior, sino una verdadera participación de la naturaleza divina.
Pero esta realidad filial es un proyecto de amor, y el amor exige una respuesta en libertad. Llegamos a ser hijos de Dios si recibimos, en la fe y el amor, a Cristo, la Palabra hecha carne. Si nos hacemos semejantes a Él, si le imitamos, si le seguimos. Si tenemos los sentimientos propios de Cristo Jesús.
La vivencia auténtica del misterio de la Navidad ha ser realidad de todos los días. No sólo de estas entrañables fechas. En todo momento debemos recibir a Cristo, el Dios hecho carne, que acampa entre nosotros, con nosotros. Es el Emmanuel.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE NAVIDAD
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

EL MISTERIO DE NUESTRA SALVACIÓN
Durante el tiempo de Navidad hemos contemplado y celebrado el misterio de nuestra salvación: Dios, hecho hombre, ha venido a hacernos partícipes de su divinidad. La fiesta del Bautismo del Señor culmina este tiempo de manifestación y epifanía: nuestro Salvador, hombre verdadero, es Dios verdadero de Dios verdadero, de la misma naturaleza que el Padre, decimos en el Creo.

DIOS NO ES UNA SOLEDAD
El Prefacio de la misa de hoy nos ofrece el mejor comentario al relato que hace el Evangelio del Bautismo del Señor. En el Jordán se nos revela cómo es Dios en sí mismo. No es una soledad. Es una eterna comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. En el Jordán el hombre Cristo Jesús recibe la fuerza del Espíritu Santo para comenzar su vida pública, anunciando la salvación, para traer el derecho a las naciones. Pasó por la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo. Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, fue enviado por el Padre y ungido por el Espíritu Santo, la Persona Don, la Persona Amor.

EL NUEVO BAUTISMO
También en el Jordán se nos revela el misterio del nuevo bautismo (Prefacio de la misa de hoy). El bautismo de Juan era signo externo de purificación y conversión. En el bautismo cristiano somos consagrados al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En él se realiza una verdadera transformación del bautizado: somos hechos hijos de Dios, recibimos la vida de Dios. Injertados a Cristo, por medio del bautismo, entramos en esa eterna comunión de Personas, que es nuestro Dios. El Hijo de Dios, Dios verdadero, se hace hombre, para que los hombres participemos de su vida divina, mediante la fe y el bautismo.-MARIANO ESTEBAN CARO

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
FIESTA
Día 2 de febrero

FIN DEL CICLO DE NAVIDAD
Celebramos hoy la fiesta de la Presentación del Señor, con la que se cierra definitivamente el ciclo litúrgico de la Navidad, caracterizado por la manifestación luminosa de Cristo, nuestro Salvador: Es el Dios verdadero que asume nuestra naturaleza humana para que participemos de su naturaleza divina. La gloria del Señor envolvió de claridad a los pastores, a quienes se les comunica la buena noticia del nacimiento del Salvador en Belén (Navidad). Los Magos de Oriente vieron salir una estrella, que los fue guiando hasta pararse encima de donde estaba el niño: siguiendo una luz, buscaban la Luz. (Epifanía). A los cuarenta días de su nacimiento (dos de febrero), el Niño es presentado en el templo y es recibido por Simeón como luz para alumbrar a las naciones. Estas tres fiestas constituyen un único tríptico con tres hojas.

LA LUZ VERDADERA
En las tradiciones cristianas de Oriente y Occidente se ha enriquecido esta fiesta con la procesión de las candelas, en la que la luz es símbolo de Cristo: La Palabra, que se hace carne “era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre”, dando poder a todos los que la recibe “para ser hijos de Dios”, leemos en el Evangelio de la misa del día de Navidad.
Las lecturas y los textos litúrgicos de esta fiesta nos hablan de Dios como luz verdadera, fuente y origen de toda luz (oración para bendecir las candelas), que nos muestra a Cristo como luz que alumbra a las naciones (Simeón), igual en todo a nosotros, menos en el pecado: “revestido de nuestra humanidad” (oración colecta). Cristo Jesús, verdadero hombre, verdadero varón (había sido circuncidado a los ocho días de nacer) es presentado en el templo para cumplir la ley: “todo primogénito varón será consagrado al Señor”.

PUENTE HACIA LA PASCUA
Pero hoy se anuncia y se pone de manifiesto que la obra de nuestra redención pasaría por la inmolación de Cristo como “cordero inocente” (oración sobre las ofrendas). Así hemos de entender el mensaje de la segunda lectura: “De nuestra carne y sangre participó también Jesús”; en todo tenía que parecerse a sus hermanos, pasando por la prueba del dolor; “muriendo aniquiló al que tenía el poder de la muerte”. Así es compasivo y “pontífice fiel”.
Esta fiesta es puente hacia la Pascua de muerte y resurrección de Cristo, a la que nos conducirá la cuaresma. Simeón anuncia que aquel niño “será como una bandera discutida”. Y a María le dice: “a ti una espada te traspasará el alma”. En esta profecía de Simeón María aparece asociada a la entrega total de Cristo. En la presentación en el templo y en el Calvario María está al lado de Cristo. Ella es la Virgen fiel, participando junto a su Hijo en el plan eterno de nuestra salvación.

FIESTA DEL ENCUENTRO
Esta “fiesta del encuentro”, llamada así desde la más remota antigüedad de la Iglesia, nos invita a ponernos en camino hacia Cristo. No es una actitud pasiva de espera, sino muy activa: “Nosotros salimos al encuentro del Salvador” (prefacio). “Caminamos al encuentro del Señor” (oración postcomunión). Otros textos litúrgicos de hoy nos indican cómo encaminarnos hacia el Salvador, para llegar a la luz eterna, al esplendor de la gloria de Dios, a la vida eterna: caminando por la senda del bien, con el alma limpia.-MARIANO ESTEBAN CARO

SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ
DÍA 19 DE MARZO

ESPOSO DE MARÍA
Celebramos hoy la fiesta de San José, esposo de la Virgen María, padre de Jesús, hombre justo.
José fue verdadero esposo de María de Nazaret. Dios lo llamó al matrimonio con María de una forma totalmente especial: es el suyo un verdadero matrimonio virginal. José y María recibieron la gracia de vivir juntos el don de la virginidad y la gracia del matrimonio. El Espíritu Santo los guió hacia una comunión esponsal vivida en la virginidad. Su matrimonio fue un verdadero matrimonio. No una apariencia, para guardar las formas.

VERDADERO PADRE DE JESÚS
Asimismo, excluida la generación física, José fue verdadero padre de Jesús. El Hijo eterno de Dios se hace hombre en el seno de María sin intervención de varón. “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús…y María dijo al ángel: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti…” (Lc 1, 31-35).
Dios Padre encomendó a San José la custodia y el cuidado de su Hijo eterno, el Verbo hecho carne. Educar es de alguna forma engendrar. La educación va encaminada hacia la madurez y el crecimiento integral del hijo: Jesús fue verdadero bebé, niño, adolescente, joven. “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52). Sin haber engendrado a Jesús, San José fue su verdadero padre: en cuanto a la educación –incluso profesional- , la alimentación y los sacrificios que se hacen por los hijos, en todas las funciones de un padre.

LA SAGRADA FAMILIA
Dios quiso hacerse hombre y que su Hijo creciera y naciera en el seno de una familia humana, bajo la fiel custodia del patriarca San José, que ejerció la autoridad familiar en una actitud de generoso servicio. El Carpintero de Nazaret tuvo que proveer a las necesidades familiares con el duro trabajo manual y con el sudor de su frente. Decía Juan Pablo II en su Exhortación apostólica sobre San José: “Junto con la asunción de la humanidad, en Cristo está también asumido todo lo que es humano, en particular la familia, como primera dimensión de la existencia en la tierra. En este contexto está también asumida la paternidad humana de José” (21).

HOMBRE JUSTO
El Evangelio define a San José como “hombre justo”. Esta palabra evoca moralidad intachable, sincero cumplimiento de la ley y fidelidad a la volunta de Dios. Un hombre bueno. José siempre se dejó guiar por el Señor. Sin decir nada. Una vez recibida la misión divina, él la cumple en silencio. Siempre dispuesto a realizar los planes de Dios.

HOMBRE DE FE
Hombre de fe como Abrahán. Sacrificado y fiel, creyó contra toda esperanza que María su mujer iba a ser madre por obra de la gracia de Dios. “Antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”. José su esposo decide repudiarla en secreto, pero el ángel del Señor le dijo: José “no temas acoger a María tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Cuando se despertó, José “hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer” (Mt 1, 18-25). Hombre del silencio, nunca pide explicaciones. En la sencillez de la vida diaria, mantuvo una fe sólida en la divina Providencia.

SU VOCACIÓN COMO CUSTODIO
Hermosas palabras sobre San José pronunció el Papa Francisco en la homilía de inicio de su pontificado: “¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende…Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles… ¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio”.-MARIANO ESTEBAN CARO

ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR
SOLEMNIDAD
DÍA 25 DE MARZO

LA VIRGEN ENCINTA
Nuestra fe afirma el contenido del Evangelio que hoy se proclama: “Creo en Jesucristo su único Hijo Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen”.
Ya el profeta Isaías había hecho este anuncio: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel” (7, 14). Esta promesa tendría cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas virginales de María. Ante el anuncio de que iba a ser madre, María preguntó: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Ella, sin dudar de la posibilidad de su cumplimiento, quiere solamente conocer la forma de su realización. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios» (San Agustín).

POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Evangelio). María la Virgen concibió en su seno por obra del Espíritu Santo, es decir, por obra del mismo Dios. El ser humano, que comienza a vivir junto a su corazón, toma la carne de María, pero su existencia es obra de Dios. Es plenamente hombre pero viene del cielo. El hecho de que María concibiera permaneciendo virgen atestigua que fue Dios quien tomó la iniciativa y revela la divinidad de Jesús: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Evangelio).

LAS DUDAS DE JOSÉ
Ante las dudas de José (“Antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo”), el ángel del Señor le dio la misma respuesta: “la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-20). En las ceremonias de boda en tiempos de María y José había dos momentos: en casa de la novia se hacía un contrato de esponsales, los esposos bebían de la misma copa de vino y se pronunciaba una bendición; María era ya la “mujer” de José, aunque ella seguía viviendo en casa de sus padres.
Después de un tiempo (hasta varios meses), la novia con su acompañamiento era conducida a la casa de la nueva familia y, en medio de una gran fiesta, entraba en la habitación nupcial. El de José y María fue un verdadero matrimonio, no una apariencia. Pero fue un matrimonio virginal: por especial gracia de Dios, José y María recibieron el don de la virginidad y la gracia del matrimonio.

EL SÍ DE MARÍA
“Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Fue la respuesta sencilla y audaz de María. Este sí “implica a la vez la maternidad y la virginidad” (Benedicto XVI). Y el Papa Juan Pablo II decía: “El «sí» de María y de José es pleno y compromete toda su persona: espíritu, alma y cuerpo”.
San Agustín, comentando el evangelio de la Anunciación, afirma: «El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe». Y añade: «Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal». Y el Concilio Vaticano II dice: «Con razón, pues, creen los santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres”.
La respuesta de María manifiesta una actitud muy propia de la piedad del Antiguo Testamento: libre sumisión a Dios, abandono a su voluntad y plena disponibilidad en favor de su pueblo. María «se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo.

AL SERVICIO DE LA REDENCIÓN
Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» (Concilio Vaticano II). La actitud de la Virgen María encarna el modelo perfecto de cómo hay que recibir al Señor: con fe, generosidad y con plena disponibilidad, abriendo nuestra existencia al amor de Dios.
Desde el momento en que el Verbo se hizo carne en las purísimas entrañas de María, “estaba todo al servicio de la resurrección” (San Agustín). En la oración conclusiva del Angelus le pedimos a Dios que derrame su gracia en nuestros corazones, para que, habiendo conocido por el anuncio del ángel la encarnación de Jesucristo, “lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección”. Haciéndonos así “semejantes a él en su naturaleza divina” (oración colecta de hoy).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLIO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
II DOMINGO

LAS LECTURAS DE HOY
La primera lectura refiere la inmensa alegría de Dios cuando su pueblo vive en comunión con Él. En el ambiente alegre de una boda, Cristo comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en Él (Evangelio). En nuestros corazones el Espíritu Santo es fuente de amor, alegría y paz (segunda lectura).

EL PRIMER SIGNO-MILAGRO
El vino en las bodas era un elemento esencial. “Donde no hay vino, no hay alegría” (Talmud). El vino representa la fiesta y “alegra el corazón del hombre” (Salmo 104). Unos 520 litros de agua convirtió Cristo en vino, abundante y bueno: “de solera, generoso”, signo de los tiempos mesiánicos (Is 25, 6). Las fiestas de boda, se tenían en el patio de vecindad durante una semana. Familiares, vecinos, amigos (¿era Jesús “amigo del novio”?, Mc 2,19), hombres y mujeres, en grupos separados, cantaban, bailaban y compartían el banquete.

JESÚS EN UNA BODA
Recordamos a Jesús haciendo milagros, andando sobre el mar, sufriendo pasión y muerte. También hay que imaginarlo en el ambiente festivo de una boda, entre familiares y amigos. No fue a la boda para aguar la fiesta.
A petición de su Madre, experta y solícita ama de casa, hizo un signo-milagro, para mantener la alegría de todos. Y creció la fe de sus discípulos en Él.

ALEGRÍA Y AMOR
La religión cristiana no nos impone un modo de vida tedioso y triste. Es exigente, pero con las exigencias del amor. Hay más alegría en dar que en recibir, que diría el mismo Jesús. “La alegría está íntimamente unida al amor; ambos son frutos inseparables del Espíritu Santo. El amor produce alegría, y la alegría es una forma del amor” (Benedicto XVI).
La alegría, “elemento central de la experiencia cristiana” (Benedicto XVI), debe irradiarse. Si nuestra fe no nos hace auténticamente felices, será difícil que influyamos en los demás. Ni reflejaremos la alegría luminosa de Jesús: “santo y feliz Jesucristo”, cantaba ya un himno de mediados del siglo II. Y es que donde está Dios -y Cristo es Dios- hay alegría: Él nos hace partícipes de su alegría, divina y eterna.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLIO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
III DOMINGO

EN CRISTO SE CUMPLEN LAS PROMESAS
Los profetas y los libros santos ya anunciaban que el Mesías traería la Buena Noticia a los pobres: Él sería nuestro gozo y nuestra fortaleza (primera lectura). El Evangelio nos recuerda el rotundo anuncio de Cristo: hoy se cumple esta promesa.
San Lucas además afirma que Cristo es historia real. No una ficción inocente o una venerable costumbre. La fe en Cristo no se basa en leyendas o fábulas piadosas. Se fundamenta en un hecho: Jesús de Nazaret. Que anuncia su misión y su tarea (Evangelio): Ser la esperanza del pobre ser humano, al que llama a participar de la vida y de la bondad infinitas de Dios. Hoy Cristo resucitado sigue cumpliendo esta misión.

UNGIDOS POR EL ESPÍRITU SANTO
Cristo significa “el ungido” por el Espíritu Santo. El cristiano es también ungido en el bautismo. En él se nos comunica la vida de Cristo, que es vida filial: somos hijos de Dios. Y se nos ha dado el Espíritu Santo, la Persona-Amor, que habita en la Iglesia y en nuestros corazones.
Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Constituimos una unión semejante a la del cuerpo humano. “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo” (segunda lectura).

UN SOLO CUERPO
Por el Espíritu Santo los muchos llegan a ser un solo cuerpo. Él hace a la Iglesia no sólo la familia de los hijos de Dios. Somos una comunión de personas. Formamos con Cristo y en Cristo una unidad en el amor.
El Espíritu, la Persona-Amor, nos lleva a esta comunión. Él es fuente de amor. Nada une más que el amor. Así el Señor cumple hoy su misión. El amor es capaz de cambiar el mundo sin hacer ruido. Mi prójimo es todo el que tenga necesidad de mi y que yo pueda ayudar fraternalmente. Así será creíble hoy Cristo Jesús y su Evangelio. Porque el lenguaje del amor es comprensible a todos.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLIO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
IV DOMINGO

DIOS ES AMOR
Dios es amor, que “sólo sabe ser amor y sólo sabe ser Padre” (San Hilario). El amor es su ser y “por decir así, el «estilo» de Dios” (Benedicto XVI). Un Amor el de Dios paterno-maternal.
“Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”. Cristo es la gran prueba del amor de Dios: Él es el Amor encarnado. Cristo es el profeta del amor. Signo visible de Dios -Él mismo es Dios- que es amor.
Jesús ha venido, sobre todo, para enseñarnos el amor. Para conocer el amor verdadero necesitamos mirar a Jesús, observar su vida y escuchar sus palabras. Al final, el único que permanecerá para siempre es el amor, porque Dios es amor y nosotros seremos semejantes a él. El amor no pasa nunca, no tiene fin. Constituye el fundamento y el contenido de la vida eterna.

CRISTO, PROFETA DEL AMOR
Por el bautismo somos miembros de Cristo, el profeta del amor. La caridad es el distintivo del cristiano. Es la síntesis de toda nuestra vida: de lo que creemos y de lo que hacemos. También nosotros somos en Cristo profetas del amor. Así daremos el mejor testimonio del Dios en el que creemos. Sólo el amor es digno de fe y resulta creíble. Mediante el lenguaje del amor y de la fraternidad, el Evangelio ya no será sólo palabra escrita o proclamada, sino realidad vivida. Así el amor es una forma decisiva de evangelización.

AMOR Y COMPROMISO
El amor es una actitud que exige nuestro compromiso y nuestro trabajo por el bien del hermano. La caridad no es sólo un sentimiento. Ni mero voluntariado o una forma de proselitismo, porque el amor es gratuito. El amor al prójimo no se puede delegar en otras personas o instituciones. Requiere siempre el compromiso personal. Aunque se respeten las exigencias de la justicia, el amor siempre será necesario, porque el ser humano busca una atención entrañable, que salga del corazón.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
V DOMINGO

SEGUIR A JESÚS
El evangelio de hoy nos relata cómo aquellos pescadores, dejándolo todo, siguieron a Jesús. Seguir a Cristo significó para ellos ponerse a su disposición, abandonando su vida anterior. Daban a su existencia una nueva orientación.
En los evangelios creer en Cristo es seguirlo. El verbo “seguir” expresa una realidad importante: es una descripción de la existencia cristiana (aparece 79 veces en los evangelios). Aquellos discípulos fueron el arquetipo del cristiano de todos los tiempos. También para nosotros, que seguimos no a un personaje muerto, sino a Cristo Jesús vivo y activo en el hoy de nuestras vidas. Es nuestro contemporáneo.

CRISTO ES UNA PERSONA
Seguir a Cristo no es seguir una ideología. Ni una costumbre (Tertuliano). Es seguir a una persona, a Jesús resucitado. Compartiendo con Él su vida, su camino y su destino. Implica un cambio de vida profundo. Seguir al Señor es caminar por la vida con Cristo y como Cristo: en comunión existencial con Él. Asimilando sus sentimientos y teniendo como criterios auténticos la verdad y el amor, personificados en Cristo. Hasta que lleguemos al hombre perfecto a la medida de Cristo Jesús en su plenitud de vida y de gloria.

INJERTADOS EN CRISTO RESUCITADO
La resurrección gloriosa de Cristo es la primera verdad que debemos creer (segunda lectura). Constituye la plena perfección del hombre Cristo Jesús en cuanto a su naturaleza humana. Y para nosotros también, porque Él “transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa” (Flp 3,21). Es nuestro destino y nuestra meta.
Injertados en Cristo por la fe y el bautismo, su victoria sobre el mal, el pecado y la muerte es ya nuestra victoria (“en esperanza estamos salvados”). La participación en el triunfo de Cristo es además nuestra hoja de ruta (“no te dejes vencer por el mal, vence al mal con el bien”). Cristo Jesús, autor y guía de nuestra salvación, con su gracia, nos atrae y nos impulsa para que caminemos por la vida con Él y como Él, “que pasó haciendo el bien”.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
VI DOMINGO

LA VERDADERA FELICIDAD
Dios quiere siempre nuestro bien y nuestra felicidad. Estar seguros de esta verdad es el fundamento de nuestra fe. Como los padres para sus hijos, Dios quiere para nosotros lo mejor.
La Palabra de Dios hoy nos habla del camino hacia la verdadera felicidad. El ser humano busca constantemente ser feliz: encontrar el bien, la verdad, la vida. Todo lo que hace tiende hacia la felicidad, incluso los sacrificios y renuncias. “Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer” (Catecismo 1718).

LAS BIENAVENTURANZAS
Jesús con los Doce se reúne con una multitud de otros discípulos y de gente llegada de todas partes para escucharlo. En este marco se sitúa el anuncio de las bienaventuranzas. En la cruz y la resurrección se fundan las bienaventuranzas, que son un nuevo horizonte de justicia para construir un mundo mejor.
Las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, ni una ideología. Son un nuevo programa de vida para abrirse a los verdaderos valores. Son promesas, que se cumplen ya y se cumplirán al final para todos los que se dejan guiar por el amor, la verdad, la justicia. A éstos Jesús, nuevo Moisés, sentado en la cátedra del monte, los proclama bienaventurados.
“El Sermón de la montaña está dirigido a todo el mundo, en el presente y en el futuro y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús, caminando con él» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). El antiguo eremita Pedro de Damasco dice que “las Bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas derivan, es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios… una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra”.

LA META DE NUESTRA EXISTENCIA
El creyente sabe que venimos de Dios y hacia Él nos encaminamos. Dios es amor. Nos ha creado por amor y nos llama al amor, que es Él mismo. Un amor infinito, sin medida. Amor total, hasta la muerte: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón no parará hasta que descanse en ti” (San Agustín). En Dios está nuestra dicha, nuestra felicidad, nuestro bien, nuestra vida. “Sólo Dios sacia”, dice Santo Tomás de Aquino. Las bienaventuranzas señalan la meta de la existencia humana, nuestro fin último: Dios que nos llama a su propia bienaventuranza. Participaremos así de la naturaleza divina y de la vida eterna. Dios mismo es la eterna bienaventuranza.

LA FE, CAMINO HACIA LA FELICIDAD
Es la fe el camino hacia la felicidad: “Dichoso quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” (Jr 17, 7). Y esto es la fe: sentirse seguros con Dios, fiarnos de Él, confiar en Él. “Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor está siempre a mi lado” (Salmo 27, 10). La fe nos hace ver todas las realidades de nuestra vida –alegres y tristes- con esta confianza. Nunca nos falta el amor de Dios. Puestos en sus manos, Él nos hace participar de su gracia, de su vida, de su bondad, de su verdad, de su gloria eterna.

NUESTRA ESPERANZA EN CRISTO
Cristo Jesús resucitado es prueba y camino hacia la felicidad plena de Dios. Ha vencido al mal, al pecado y a la muerte. Ha resucitado, el primero de todos. Nuestra vida no termia en este mundo. La muerte es paso de vida a vida. Nuestra esperanza en Cristo no termina, por tanto, en esta vida. En la Eucaristía celebramos que Cristo ha resucitado y nos ha abierto el camino hacia la verdadera felicidad: Él es para nosotros camino, verdad y vida.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
VII DOMINGO

DIOS ES PURA BONDAD
Hoy en el evangelio Jesús nos propone a Dios nuestro Padre como origen, modelo y meta de bondad, misericordia y compasión. Dios es bueno con todos. Es cariñoso con todas sus criaturas. Siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. Jesús nos da unas normas muy concretas de comportamiento, para ser como nuestro Padre Dios y parecernos a Él en nuestra manera de actuar.

LA REVOLUCIÓN CRISTIANA
El evangelio de este domingo contiene una de las expresiones más típicas y fuertes del mensaje de Jesús: «Amad a vuestros enemigos». Lanzada al inicio de su vida pública, es como un manifiesto inicial de su mensaje así como de los sentimientos profundos del cristiano en orden a sus actuaciones, sus criterios y sentimientos.
“El amor a los enemigos constituye el núcleo de la «revolución cristiana», revolución que no se basa en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa…Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido” (Benedicto XVI).

TENER LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO
Esta enseñanza de Jesús era una novedad que ponía de manifiesto el amor con el que Dios nos ama y que el Señor la expresa en dos sentencias: “tratad a los demás como queréis que ellos os traten”, y “sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Cristo nos revela el gran amor de Dios nuestro Padre: “que es bueno con los malvados y desagradecidos” (Evangelio).
Así el cristiano será hijo del Altísimo (Evangelio). Por el bautismo somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios, “el hombre celestial” (segunda lectura). “En Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia… él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia” (Juan Pablo II). Se nos ha dado el ser filial de Cristo, hemos de tener los sentimientos propios de Cristo Jesús.

LA REGLA DE ORO
“Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Es la Regla de Oro, que en la sabiduría popular se expresa de forma negativa: “No hagas a los demás lo que no quieres para ti”. Así la formula siempre el Antiguo Testamento. Está presente en todas las religiones y culturas como principio moral general. Es la base de la formulación de los derechos humanos. Por primera vez aparece escrita en el Imperio Medio egipcio y en Grecia se entendió como ética de la reciprocidad. Su universalidad sugiere que puede estar relacionada con aspectos innatos de la naturaleza humana. De hacho San Agustín dice que la Regla de Oro ha sido inscrita por Dios en el corazón humano.
Jesús asume la Regla de Oro en el marco del Sermón de la Montaña (Sermón del llano en San Lucas) y de las bienaventuranzas. Por tanto, en el contexto del mandamiento del amor, que incluye el perdón y el amor al enemigo.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
VIII DOMINGO

LA MUERTE HA SIDO VENCIDA
Es fundamental el mensaje de la segunda lectura de hoy: “La muerte ha sido absorbida en la victoria. Dios nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo. El aguijón de la muerte es el pecado. Manteneos firmes y constantes. Trabajad siempre por el Señor, convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga”.
Cristo Resucitado ha vencido definitivamente al mal, al pecado y a la muerte. Y nos ha hecho partícipes ya ahora de su vida inmortal. Cristo ha resucitado. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. “Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida” (Prefacio I de Pascua). El hombre Cristo Jesús, el Crucificado-Resucitado, ha sido plenamente glorificado. Ha sido transformado totalmente. Del estado de muerte resucita a una vida nueva. “Con su muerte dio muerte a la muerte. ¡Muerta la muerte, nos libró de la muerte!…La vida murió, la vida permaneció, la vida resucitó, y dando muerte a la muerte, con su muerte nos aportó la vida. Por tanto, la muerte fue absorbida por la victoria de Cristo que es la vida eterna” (San Agustín).

EL MAYOR EVENTO DE LA HISTORIA
El acontecimiento de la resurrección de Cristo no es un milagro cualquiera del pasado, que podría resultar indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo hacia una nueva vida, hacia un mundo nuevo. Su fuerza entra ya en este mundo y es capaz de transformarlo. “Es el mayor evento de la historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en la historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo” (Juan Pablo II).

LA VICTORIA DE CRISTO ES NUESTRA VICTORIA
Cristo Jesús, el Viviente para siempre, da la vida eterna ya a cuantos creen en él. El resucitado es nuestro contemporáneo y nos hace partícipes de su inmortalidad. La nueva vida que se concede a los creyentes como consecuencia de la Resurrección de Cristo consiste en la victoria sobre el pecado, el mal y la muerte, así como una nueva participación en la vida de Dios mediante la gracia. Por la fe y el bautismo, que es el sacramento de la fe, ya estamos injertados en Cristo. De Él recibimos la savia, la gracia, la vida de Dios.
Ahora Cristo está vinculado a nosotros. El amor total y la entrega filial de aquel hombre verdadero, Hijo de Dios verdadero, por ser eternos, infinitos, hacen que su muerte y su resurrección sean decisivas y actuales para nosotros. Cristo fue “entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rm 4, 25). Mientras vamos de camino por este mundo recibimos la gracia de Dios, que es la vida de Dios, la gloria de Dios. La victoria de Cristo es ya nuestra victoria.

INJERTADOS EN CRISTO
Hemos resucitado con Cristo. No es una forma piadosa de hablar. Es una realidad: participamos ya, mediante la gracia, de la vida, de la gloria de Dios. Somos uno en Cristo. Participamos de su ser filial: Somos hijos de Dios. Recibimos la vida de Dios, que llega a nosotros a través de la fe y el bautismo. El sacramento del bautismo es muerte y resurrección, transformación en una nueva vida. El bautizado puede decir con San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Hemos sido hechos uno en Cristo Jesús (Ga 3,28). “No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo”, comenta Benedicto XVI. Injertados en Cristo, recibimos la vida inmortal de Dios. Somos hijos de Dios en el Hijo único de Dios.
Llamados a vivir en comunión con Cristo (1 Cor 1,9) y participando de la vida del Resucitado, los cristianos, como hombres nuevos, deben orientar toda su vida hacia el Señor. Dice San León Mago en uno de sus sermones: “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro”.

VIVIR EN COMUNIÓN CON CRISTO
Estamos llamados a vivir en comunión existencial con Cristo. En una relación de persona a persona, de corazón a corazón. Cristo no es una tradición, ni una costumbre: es una persona viva. “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”, le preguntaron a Jesús: Vivir con Cristo y como Cristo, por la fe y el amor, cumpliendo los mandamientos. Para heredar la vida eterna, la vida de Dios, la divinidad, hemos de vivir unidos a nuestra cabeza por la fe y el amor. Y “en esto consiste el amor de Dios: en que guardamos sus mandamientos” (I Jn 5, 3). En el Evangelio de San Juan se pone de manifiesto la misma idea: “si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”. Y el mandamiento del Señor es que nos amemos unos a otros “como Él nos ha amado” (Jn 15, 10-12). Ésta será la señal por la que se reconocerá a los cristianos. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma con todas tus fuerzas y con todo tu ser”, en una comunión de corazón a corazón. Amarle con todo lo que somos y tenemos. El amor a Dios ha de estar por encima de todas las cosas. Hemos de amar al prójimo como a nosotros mismos. La religión cristiana se resume en una sola cosa: “la fe que actúa por el amor” (Ga 5, 6).

LA LEY DEL CRISTIANO
Cristo nos llama a “participar en su relación con el Padre, y ésta es la vida eterna. Jesús quiere entablar con nosotros una relación que sea el reflejo de la relación que Él mismo tiene con el Padre: una relación de pertenencia recíproca en la confianza plena, en la íntima comunión” (Papa Francisco). Para el cristiano toda la ley es la persona misma de Cristo. Así Ch. de Foucauld en sus Escritos Espirituales escribió: “¿Tu regla? Seguirme. Hacer lo que yo haría. Pregúntate en todo: ¿Qué haría nuestro Señor? Y hazlo. Ésta es tu única regla, pero también tu regla absoluta”.
Los mandatos del Señor son la voz de Dios, que nos habla en lo más íntimo de nosotros mismos, en el fondo de la conciencia, en el corazón. No son una imposición inalcanzable, sino un don de Dios, en orden a nuestro crecimiento en el amor a Cristo Jesús, autor y guía de nuestra salvación, y en el amor a nuestros hermanos.

FRUTOS DE BUENAS OBRAS
Así es como daremos frutos de vida eterna y se reconocerá que nuestro estar injertados en Cristo resucitado es una realidad. “El fruto muestra el cultivo de un árbol” (primera lectura). Si morimos-vivimos con Cristo y como Cristo, con él viviremos, ya ahora, la vida eterna, que es la vida de Dios. Y si en todos los ámbitos de nuestra existencia, vivimos para Dios en la levadura de la sinceridad y la verdad, venciendo al mal con el bien, dando muerte al pecado, viviremos la vida nueva en Cristo, que es camino, verdad y vida. “Manteneos firmes y constantes. Convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga” (segunda lectura).
Nos lo dice también el Señor en el Evangelio de hoy: “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien”. Dice San Gregorio Nacianceno: “Lo más divino en el hombre es hacer el bien…no dejes pasar esta ocasión de divinización”.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO (PRIMERA PARTE)
IX DOMINGO

LA FE DE UN HOMBRE BUENO
En este milagro, que nos relata el Evangelio de hoy, se destaca la fe del centurión, un pagano, que no pertenecía al pueblo de Israel. Era el jefe militar, que mandaba a la tropa de ocupación en Cafarnaún y que no tenía las creencias religiosas de los judíos. Aquel militar había hecho juramento de fidelidad al Emperador: ya César Augusto promovió el culto a su persona y fue venerado como Dios.
Pero aquel centurión era un hombre bueno, preocupado por el sufrimiento de un «esclavo», que se estaba muriendo en su casa. La figura del centurión, hombre de gran humanidad, por su apertura, bondad y generosidad, y sobre todo por su fe, es un buen modelo. La fe es la premisa indispensable del milagro. No al revés. La fe es la que hace posible el milagro. No es el milagro el que hace que surja la fe.
San Lucas pone de manifiesto el contraste con el pueblo de Israel que no creía en Cristo y le rechazaba. Jesús se admiró y dijo a la gente que lo seguía: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe” (Evangelio). Este episodio es también como un anuncio de la futura entrada de los gentiles en la Iglesia. San Lucas en su Evangelio busca evangelizar y también educar la fe de los discípulos en el seguimiento del Señor. El centurión es, por tanto, un modelo de referencia. La fe es la condición previa para entrar en el Reino de Dios que predica Jesús.

CONFIAR EN EL HERMANO
Para creer en Dios hay que confiar en el hermano. Para hacer sitio a Dios en nuestras vidas hay que abrirnos también al hermano. La fe verdadera lleva a acoger a las personas por encima de razas e ideologías. “Tocar con el corazón, esto es creer”. (San Agustín). En el centurión se da una actitud así. Creyó en Jesús, que pasaba por la vida haciendo el bien.
La figura del centurión destaca por su fe humilde. Es la humildad la primera condición para creer en Cristo. San Agustín, comentando este pasaje, dice que la humildad fue la puerta por donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía. El centurión sabe que no puede apelar a ninguno de los derechos de aquella comunidad religiosa judía. Ni puede reclamar un trato de privilegio.

JESÚS, SENSIBLE Y CERCANO
Pero reconociendo su incapacidad, el centurión confía en Jesús que es capaz de curar a su esclavo. Sabe que Jesús es sensible y humano. Ha entendido que Jesús, el Hijo de Dios, se interesa por el bien, la felicidad y la vida de los hombres, de todos los hombres. Así es como tiene confianza en Él. La fe del centurión se pone de manifiesto en la forma de dirigirse a Cristo: “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente” (Evangelio). Este «yo no soy quien» fue recogido por la Iglesia como fórmula litúrgica antes de recibir la comunión: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”.
Los paganos como el centurión eran religiosamente impuros, por no pertenecer al pueblo de Israel. No se podía hablar con ellos ni ir a su casa. “A un judío no le está permitido relacionarse con extranjeros ni entrar en su casa” (Hch 10,28).
No es Jesús un espectador insensible ante la realidad de la vida. Ni un filósofo. El Cristo que nos presenta San Lucas vive inmerso en los acontecimientos, participando en los avatares de las gentes. Es sensible ante el dolor y el sufrimiento; es cercano, próximo y compasivo.

LA SALVACIÓN ES PARA TODOS
Por eso, Jesús no acepta este tipo de prohibiciones sobre lo puro e impuro. Y está dispuesto a ir a casa del centurión pagano y curar al enfermo. La salvación que trae es universal y no puede reconocer fronteras entre hombres y pueblos. “Haz lo que te pide el extranjero”, decía Salomón (primera lectura), anunciando ya los tiempos mesiánicos. “Así te conocerán y te temerán todos los pueblos de la tierra”. Esta universalidad de la salvación es el Evangelio: no hay otro evangelio (segunda lectura).
Jesús resucitado dio a sus discípulos este mandato: “Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt 28, 19). Así lo cantamos hoy en el Aleluya antes del Evangelio: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único. Todos los que creen en Él tienen vida eterna”.-MARIANO ESTEBAN CARO

TIEMPO DE CUARESMA
CICLO C
DOMINGO I

CUARESMA
Con la imposición de la ceniza comenzaba la cuaresma. Tiempo para concienciarnos de nuestra pobre realidad, de la presencia del mal y del pecado en nuestra vida. Tiempo de de especial renovación espiritual que prepara para la celebración anual de la Pascua, como entrenamiento intensivo en nuestro camino hacia la Pascua que no acaba (prefacio).
Nadie está convertido del todo: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”, dice el Señor (Jn 8,7). Todos pecamos. La Cuaresma es tiempo de conversión y de cambio a mejor. Las raíces del mal siguen en nuestro ser y en nuestra vida. Hemos de mantenernos en tensión para luchar contra el mal y el pecado.

LA CONVERSIÓN
“Convertirse” significa seguir fielmente a Jesús. Que su Evangelio sea la guía concreta de nuestra vida; dejarnos transformar por Dios. Conversión para no cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, haciendo espacio a Dios en nuestra vida, abriéndonos a su amor y al amor a los hermanos.
Decía Benedicto XVI: “Convertirse significa no encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor se transformen en la cosa más importante”.

LAS TENTACIONES
El Espíritu fue llevando a Jesús “por el desierto, mientras era tentado por el diablo” (Evangelio). Es el desierto lugar de silencio y soledad, donde el hombre no tiene los apoyos básicos de la existencia. El desierto también es lugar de muerte: donde no hay agua no hay vida.
El Evangelio nos presenta hoy tres tentaciones básicas: el deseo de tener y acumular bienes materiales, el deseo de éxito y de dominio sobre los demás y el deseo de utilizar y comprar a Dios. En el fondo se busca apartar a Dios de nuestra vida. Pasar de Él como de algo inútil para nuestra existencia real. Vivir como si Dios no existiera. Y ser dios nosotros mismos. Éste fue el pecado originario-original de Adán y Eva, que es congénito a todo ser humano que viene a este mundo.
“¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo” (Benedicto XVI).

LA RESPUESTA DE JESÚS
La respuesta de Jesús a las tentaciones pone de manifiesto que a los criterios humanos Cristo antepone el único criterio auténtico: la obediencia a la voluntad de Dios.
No sólo de pan vive el hombre: no sólo hay que interesarse por lo material. El ser humano es mucho más que un puñado de cenizas. Dios, que dura para siempre, sí que es todo para nosotros.
Únicamente a Dios hemos de servir y adorar: amarle con todo nuestro ser, sobre todas las cosas. No podemos poner nada por encima de Dios. No adorar al poder, sino sólo a Dios, a la verdad, al amor. No es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder del amor.
No tentarás al Señor tu Dios: no podemos poner a prueba a Dios ni utilizarlo. Ni intentar comprar a Dios, que es amor gratuito. La verdadera actitud ante nuestro Dios es el amor y la fe. No debemos hacer de Dios objeto de nuestros experimentos y ocurrencias. Ni le podemos imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo.

TIEMPO DE GRACIA
La cuaresma es buena ocasión para hacer una sincera revisión de nuestra vida. Y poner en orden nuestra relación con Dios y con los demás.
Buena ocasión –tiempo de gracia y salvación- para el sacramento de la confesión, signo eficaz del perdón de Dios y de reconciliación con Él.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLICLO C
TIEMPO DE CUARESMA
II DOMINGO

LA TRANSFIGURACIÓN
En este segundo domingo de cuaresma, el Evangelio nos presenta la transfiguración del Señor. La gloria de la divinidad resplandece en el rostro de Cristo. La voz del Padre acredita a Cristo como Hijo suyo ante los apóstoles. Para que así se dispongan a vivir con Cristo el dolor de la pasión, a fin de llegar con Él a la gloria de la resurrección.
La transfiguración de Cristo está situada en los Evangelios en un momento decisivo: Jesús es reconocido por Pedro y los discípulos como Mesías de Dios; les revela que tiene que padecer mucho, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Y les decía a todos: “si alguno quiere venir en pos de mi, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Lc 18-23). Unos días después, mientras Jesús oraba, sucedió la transfiguración. Pedro, Santiago y Juan son los tres discípulos siempre presentes en momentos trascendentales. Testigos también de su agonía. Esta experiencia anticipada de la gloria de la resurrección está destinada a sostener a los discípulos en el camino de la cruz.

LA PASIÓN, CAMINO HACIA LA RESURRECCIÓN
En el prefacio de la misa de hoy se pone de manifiesto cómo Cristo, transfigurado en el monte santo, mostró a sus discípulos el esplendor de su gloria y testimonió que la pasión es el camino hacia la resurrección. El camino de Jesús y el de todos los que creen en Él. La cruz fue para Cristo la suprema expresión de su amor y su entrega y la consecuencia de poner el amor, la verdad y la justicia, por encima de su propio provecho y ventaja. La transfiguración anticipa el acontecimiento pascual que, por el camino de la cruz, llevará a Cristo a la plenitud de su gloria y de su dignidad filial.
El aspecto del rostro de Cristo cambió “y sus vestidos brillaban de blancos”. “Se volvieron blancos como la luz”. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. “La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo”, decía el Papa Juan Pablo II explicando el “misterio de luz por excelencia, que es la Transfiguración”.
“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Dice el Papa Francisco en su encíclica sobre la fe: “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”.

LA DIVINIZACIÓN DEL HOMBRE
Por la fe y el bautismo participamos ya de la vida de Dios, del ser filial de Cristo: Somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Nuestra humilde condición humana es ya transformada, según el modelo de la condición gloriosa de Cristo. Todos estamos llamados a transfigurarnos a imagen de Cristo, vencedor del pecado, del mal y de la muerte.
“El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre” (Benedicto XVI). Son innumerables los antiguos padres de la Iglesia, especialmente los orientales, que hablan de la “divinización del hombre”. El mismo San Agustín dice en uno de sus sermones: “Para divinizar a aquellos que son hombres, Él que era Dios se hizo hombre”. Y San Pedro en su segunda carta: “Partícipes de la naturaleza divina” (1, 4). La oración después de la comunión de hoy: “al darnos en este sacramento el cuerpo glorioso de tu Hijo nos haces partícipes, ya en esta vida, de los bienes eternos de tu reino”.

COGER LA CRUZ Y SEGUIR O A CRISTO
Pero la cruz es el camino hacia la resurrección, según la imagen de Cristo transfigurado-resucitado. “Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío”. El seguimiento de Cristo exige una conversión permanente: morir al mal y al pecado. También una fe consecuente: una vida nueva. Somos peregrinos de la fe como Abrahán (primera lectura). Éste es el verdadero viacrucis, el camino de la Cruz: viviendo en comunión existencial con Cristo y como Cristo. Escuchándolo (Evangelio). Con amor confiado en Él, que esto es la fe. Con paciencia, sin cansarnos de hacer el bien. Cristo es camino, verdad y vida, causa y guía de nuestra salvación.
Hemos de coger la cruz y seguir a Cristo que va por delante. Nos acompaña el Crucificado-Resucitado en persona. Cristo Jesús, el Hijo amado de Dios hecho hombre, que aceptó la condición humana hasta las últimas consecuencias. Hasta la muerte y una muerte de cruz. Un amor tan grande es más fuerte que el mal y que la muerte. “Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre sobre todo nombre” (Flp 2, 9-10).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE CUARESMA
DOMINGO III

HACIA LA PASCUA QUE NO ACABA
Seguimos avanzando en el camino cuaresmal. Camino pascual hacia la muerte y resurrección de Cristo. Entrenamiento intensivo para la carrera de toda nuestra vida hasta que lleguemos a la Pascua que no acaba.
En él se nos invita a contemplar el misterio de la cruz: para asemejarnos a Cristo, que nos amó hasta el extremo y para realizar una conversión sincera en nuestra vida: corrigiendo nuestra forma de ser y de actuar; nuestros juicios, criterios, sentimientos y actitudes y nuestro comportamiento exterior. “Convertíos –dice el Señor- porque está cerca el Reino de los Cielos”, cantamos hoy en la antífona anterior al Evangelio.

CONVERSIÓN EN POSITIVO
La conversión es ante todo un cambio positivo. Para pensar y vivir en todo según el Evangelio y orientar nuestra existencia según la voluntad de Dios; para liberarnos del egoísmo, y superar el instinto de dominio, abriéndonos al amor de Cristo que nos transforma. Para seguirle todos los días de modo cada vez auténtico. Cambiar es dejar lo que está mal y realizar lo bueno; no codiciar el mal (segunda lectura) y buscar lo que agrada a Dios.
El miedo a que nos pase algo malo no es motivo válido para la conversión y el cambio de vida. Ni tampoco el miedo al castigo divino. Dios, infinitamente bueno, no puede querer nuestro mal. Dios no ama el castigo.
Jesús recuerda dos sucesos, que la gente interpretaba como un castigo divino por los pecados de sus víctimas. Ellos se consideraban justos y, por tanto, a salvo de esos incidentes. En consecuencia, no tenían que convertirse. El mal no es un castigo divino. Jesús presenta así la verdadera imagen de Dios. Un Dios, que es bueno y no puede querer el mal.

DIOS QUIERE SER AMADO
El motivo verdadero para cambiar es el amor que Dios nos tiene. Un Dios infinitamente bueno, paciente y misericordioso. Al que debemos amar sobre todas las cosas. En la voluntad de Dios está nuestro bien. Lo que Dios quiere de nosotros es lo mejor para nosotros. Dios no quiere ser temido, quiere ser amado.
Todos debemos cambiar y convertirnos. Pero decimos: yo ni robo ni mato, soy buena persona. Que nadie se crea seguro (segunda lectura). “El que esté sin pecado que tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Todos tenemos algo que cambiar o algo que mejorar. Hay ámbitos de nuestra propia vida en los que no ha penetrado eficazmente la fuerza del Evangelio.

DIOS ES AMOR FIEL
En este camino no estamos solos. Nos acompaña Dios nuestro Padre, rico en perdón, infinitamente misericordioso, que sólo sabe ser amor y sólo sabe ser Padre. Es bondad infinita, amor fiel. Al que hemos de responder siempre con amor. “Soy el que soy”, “yo soy”, dice Dios de sí mismo (primera lectura). Pero esto no significa que Dios sea un ser estático. Todo lo contrario: significa más bien yo soy el que está ahí para vosotros y con vosotros, “soy el fiel”.
En la parábola de la higuera aparece de nuevo el mensaje de la misericordia de nuestro Dios, de infinita paciencia que nos deja tiempo para la conversión y para el cambio profundo desde la raíz. En la segunda carta de San Pedro podemos leer: “El Señor tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos lleguen a la conversión” (3, 9). Y añade: “considerad que la paciencia de Dios es nuestra salvación” (3, 15).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE CUARESMA
IV DOMINGO

CAMBIAR NUESTRA IDEA DE DIOS
Hoy se pone ante nosotros el amor misericordioso de Dios. Es la parábola del “padre misericordioso”. No sólo del hijo pródigo. Dios abre siempre la puerta de su corazón al hijo que vuelve.
Dios nuestro Padre de paciencia infinita siempre nos espera. Jesús no dirige la parábola a los pecadores para que se arrepientan, sino a los fariseos para que cambien su idea sobre Dios.
Tres son los personajes del evangelio de hoy: El Hijo pródigo, el Padre misericordioso y el Hijo mayor.
EL HIJO PRÓDIGO
Personifica el proceso del pecado como alejamiento del amor de Dios. Y también el camino de la conversión y el cambio de vida.
El hijo vuelve arrepentido de su decisión anterior. Arrepentirse, volver y comenzar de nuevo: tres etapas necesarias.
EL PADRE DE LA PARÁBOLA
Es el protagonista. Su corazón acoge al hijo que vuelve. El amor, la bondad, que restaura, es la única ley en la casa del Padre. Lo que más destaca es la gran la alegría del padre y el amor al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios. Sus brazos nos esperan siempre y nos sostienen. También y muy especialmente en medio de las dificultades.
Dios es fiel a su ser paterno, al amor por su hijo, que, aunque esté perdido, no deja de ser su hijo: le acoge inmediatamente y con gran alegría cuando vuelve: lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo (Evangelio). Es el relato del proceso de la misericordia.
“La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre —Dios— que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena” (Juan Pablo II). Decía San Hilario de Poitiers: «Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre”. Con el hijo pródigo y con el hijo mayor, que no entiende la bondad del padre y, de forma diversa, también se aleja de Él.
Nuestro Dios es compasivo y misericordioso. Siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. No se cansa de salir a nuestro encuentro. Es el primero en recorrer el camino que nos separa de Él. “Dios nunca se cansa de perdonar, ¡nunca! Él es un Padre amoroso que siempre perdona, que tiene un corazón de misericordia para todos nosotros” (Papa Francisco).
EL HIJO MAYOR
Cumple, no es malo, pero no ama. No quiso entrar al banquete: no entiende la bondad del padre. El egoísmo le hace celoso, endurece su corazón; lo ciega. Se cierra a los demás y se cierra al mismo Dios. La vuelta del hermano tiene para él un sabor amargo. También el hermano mayor tiene necesidad de convertirse. Comentando esta parábola decía Benedicto XVI: “Los dos hijos representan dos modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito, mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en una relación verdaderamente filial y libre con Dios”.
Todo hombre es hijo pródigo, que se aparta, se arrepiente y vuelve. También, hermano mayor: no aceptamos un Dios que es pura bondad.
Reconciliarse con Dios significa primeramente reconocer que algo no va bien en nuestras relaciones con Él y con los hermanos, pero que tenemos interés en restablecer buenas relaciones con ellos en el presente y para el futuro.
LA VERDADERA CONVERSIÓN
El Evangelio nos presenta la conversión como actitud fundamental y exigencia permanente de nuestra vida de fe. El proceso de reconciliación se realiza en Cristo que es paz y reconciliación nuestra. Es el mediador último y definitivo de la reconciliación con Dios. En una alianza nueva y eterna en el ara de la cruz. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a El, recibamos la salvación de Dios (segunda lectura). El Evangelio nos presenta la conversión como actitud fundamental y exigencia permanente de nuestra vida de fe. El proceso de reconciliación se realiza en Cristo que es paz y reconciliación nuestra. Es el mediador último y definitivo de la reconciliación con Dios. En una alianza nueva y eterna en el ara de la cruz. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a El, recibamos la salvación de Dios (segunda lectura).
La verdadera conversión no puede existir sin reconocer el propio pecado. Convertirse, arrepentirse es ponerse en el camino de retorno al Padre. Hemos de reconocer que todos somos pecadores. Todos pecamos. El mal está enraizado en nuestro corazón. Sólo Dios es infinitamente bueno. Nosotros ninguno. Cada cual sabe en qué, cuándo y dónde tiene que cambiar. «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados» (1 Jn 1,8 s)
SENTIDO DEL PECADO
Decía Pío XII ya en 1946 que «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». De eclipse, deformación y anestesia de la conciencia, hablaba Juan Pablo II. Se dan complicados mecanismos de exculpación, como una ilusión de inocencia, que siempre echa la culpa a los otros o al sistema. Está amortiguado el sentido del pecado como consecuencia de la negación de Dios. “Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria” (Juan Pablo II).
El pecado no puede herir en sí mismo al Dios trascendente. Pero nuestro Dios no es un ser apático o indiferente con el hombre. El pecado le hiere en la medida en que afecta a los que Dios ama, “porque obramos contra nuestro propio bien” (Santo Tomás de Aquino) o contra el bien de los hermanos. El Dios de infinita misericordia se compadece, se conmueve, ante las miserias humanas con todo su corazón. La misericordia divina hace visible la esencia misma de Dios, que es amor. Po eso Dios nuestro Padre sufre por nosotros cuando hacemos el mal –cuando pecamos- contra nosotros mismos o contra los demás. Pero también se alegra infinitamente cuando un pecador se convierte y como “el hijo pródigo vuelve a casa, a sí mismo y al padre” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). En el corazón de Dios hay una alegría infinita, porque es compasivo y misericordioso.
LA CONVERSIÓN, UN CAMINO
La conversión no se realiza de una vez para siempre. Es un proceso, un camino a lo largo de toda nuestra vida. Nadie está convertido del todo. Esta conversión del corazón es ante todo un don gratuito de Dios, Todos necesitamos la gracia y el perdón, que Dios nos da siempre que nos arrepentimos sinceramente. Y muy especialmente y con la eficacia de la gracia, en el sacramento de la penitencia y de la conversión, en el que el sacerdote, en la persona de Cristo, es “ministro de la misericordia de Dios” (Benedicto XVI).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO DE CUARESMA
V DOMINGO

ENTRENAMIENTO PARA LA VIDA
Seguimos recorriendo el camino cuaresmal hacia la pascua. Es tiempo de entrenamiento para la larga carrera de nuestra vida. Hasta que lleguemos a la Pascua eterna que no acaba, encuentro definitivo con Cristo resucitado y glorioso.
Ya Isaías anunciaba que el Mesías traería algo nuevo. Una vida nueva: agua en el desierto, ríos en la estepa para apagar la sed de mi pueblo, de mi escogido (primera lectura). Caminos nuevos en el desierto de la vida humana. Cristo mismo, el Mesías, es camino, verdad y vida.

LA VIDA NUEVA
En la segunda lectura se nos dice en qué consistirá esta nueva vida: vivir unidos a Cristo muerto y resucitado, muertos al pecado y vivos para Dios por la gracia y el bien. Corriendo siempre hacia Cristo, que es nuestra plenitud. Él es nuestra meta, nuestro modelo, nuestro premio. Este correr hacia Cristo no hay nada que nos lo impida, pues, cuando flojean las fuerzas, Él se acerca más a nosotros.
El evangelio nos dice que sólo el amor infinito de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre, porque sólo su amor lo libra del pecado, raíz de todo mal. Dios es justicia, pero sobre todo, es amor. Ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan fuerte que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. “Él jamás se cansa de perdonar” (Papa Francisco).

LA MUJER ADÚLTERA
El evangelio nos presenta el episodio de la mujer adúltera. Jesús la salva de la condena a muerte. No hay en Él palabras de desprecio, ni de condena. Solamente palabras de amor y misericordia, invitando a la conversión: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más (Evangelio). Jesús, perdonando a la mujer la introduce en una nueva vida.
San Agustín, comentando este pasaje del evangelio de san Juan, dice que «el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre». Cuando todos se marcharon, Jesús se quedó solo con la mujer. El mismo San Agustín hace un comentario muy conciso: «quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia».
Cristo no toma en consideración la ley antigua, que mandaba matar a pedradas a la mujer adúltera. Pero tampoco aprueba lo que había hecho: La invita a que cambie de vida, a que no peque más. Cristo no cierra nunca sus puertas. Nos ofrece la vida nueva: vivir unidos a Él, con Él como Él. Vivir la vida de hijos de Dios en nuestro ser y en nuestro obrar.
La cuaresma: cuarenta días, tiempo de aprendizaje intensivo. Camino de conversión hacia Cristo, nuestra Pascua: (El que esté sin pecado que tire la primera piedra). Para la carrera de toda nuestra vida siguiendo a Cristo. Hasta nuestro encuentro con Él en la Pascua que no acaba. Él nos dará el premio de la vida eterna.-MARIANO ESTEBAN CARO

TIEMPO DE CUARESMA
VIERNES V
VIRGEN DE LOS DOLORES
LA COM-PASIÓN DE MARÍA
La participación de la Virgen María en la pasión y muerte de su Hijo –su com-pasión- es quizás el acontecimiento evangélico que más eco ha tenido en la religiosidad popular cristiana de oriente y occidente. Es “la memoria de la Virgen Dolorosa (15 setiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo «exaltado en la Cruz (día 14 de septiembre) a la Madre que comparte su dolor» (Pablo VI). En la oración colecta de hoy rezamos: “Señor tú has querido que la Madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz”.
María, Madre verdadera, unida a su Hijo Jesús, culmina en el Calvario su peregrinación de la fe, que había iniciado en la Anunciación de su Hijo, cuyo “reino no tendrá fin”. María contestó: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 33-38).
Estas palabras de María ponen de manifiesto su abandono y sumisión a la voluntad de Dios así como su compromiso de servicio. El Mesías sería el “siervo sufriente”, “hombre de dolores”, había profetizado Isaías. La respuesta de María expresa su compromiso de servir al plan de Dios. Las palabras «hágase en mí según tu palabra» manifiestan aceptación, obediencia y acogida total del plan de Dios. No pasividad. El consentimiento de María es plenamente libre. “Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres” (Concilio Vaticano II, LG 56). María es la nueva Eva. “Obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano” (San Ireneo).
MARÍA, PEREGRINA DE LA FE
María, como Abrahán, es peregrina de la fe por los duros y oscuros derroteros de la vida. Esta realidad ilumina el ser más íntimo de la Virgen María. La Anunciación es el punto de partida de este camino de la fe de María, siendo los hitos más señalados las palabras de Simeón (“y a ti una espada te traspasará el alama”) que presagian ya el drama del Calvario; el exilio en Egipto y la respuesta de un Jesús de doce años, que María «no entiende».
Pero la cima de esta peregrinación en la fe es la cruz del Gólgota. Testigo de la pasión de su Hijo y participando de ella por su com-pasión, María vive, valiente junto a la cruz, el misterio pascual de su Hijo, “coronado de gloria y dignidad por su pasión y muerte” (Hb 2, 9). Ella también muere como madre, en la espera de la resurrección. “María avanzó a lo largo de su vida en la peregrinación de la fe, y se mantuvo unida con su Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (Concilio Vaticano II, LG 58). Fue desconcertante para los discípulos el drama del Calvario, mientras que la fe de María permaneció intacta.

MARÍA Y LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES
El hecho de que el Señor Jesús pusiera de manifiesto la relación entre la fe y la salvación (Mt 5, 34; 10, 52) “nos ayuda a comprender también el papel fundamental que la fe de María ha desempeñado y sigue desempeñando en la salvación del género humano” (San Juan Pablo II). Hoy, por tanto, hacemos memoria -recordamos para celebrar- el camino de fe, que actúa por el amor, de María de Nazaret, “experta ama de casa”, que dijera Juan Pablo II. “Su dolor forma un todo con el de su Hijo. Es un dolor lleno de fe y de amor.
La Virgen en el Calvario participa en la fuerza salvífica del dolor de Cristo” (Benedicto XVI). La com-pasión maternal de María hacia el Hijo, sufriendo, agonizante y sediento en la cruz, se convierte también ahora, en com-pasión maternal hacia cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos diarios. Recordar para celebrar.

COMPASIÓN ACTIVA DE MARÍA
Hoy recordamos la com-pasión de María, la Mujer de Dolores, con su Hijo Jesucristo, el Varón de Dolores. Recordar para celebrar que aquella comunión en el sufrimiento y el dolor traspasó los límites geográfico-temporales del Gólgota. Sigue viva en la actualidad aquella comunión en el amor. El dolor de María forma un todo con el de su Hijo. María en la gloria del cielo no puede padecer, pero sí puede com-padecer con su Hijo, resucitado, cuyas “llagas santas y gloriosas” (cirio pascual), signo de su amor infinito, nos han curado y nos siguen curando, pues nuestras heridas son sus heridas: el Señor Resucitado com-padece con nosotros, en nosotros y por nosotros.
“La Cruz es donde se manifiesta de manera perfecta la compasión de Dios con nuestro mundo” (Benedicto XVI). Decía San Bernardo que la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión. Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo. Igual que Jesús lloró (Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo golpeado y malherido de su Hijo.

COMUNIÓ EN EL AMOR
Hoy hacemos memoria de aquella participación de María junto a la cruz de su Hijo, que fue comunión en el amor, y com-pasión activa. No fue una presencia instrumental, pasiva o decorativa. Es la libre adhesión de la Madre a la pasión de su Hijo, que se realiza por la participación en su dolor. Al pie de la cruz María “sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima” (Concilio Vaticano II, LG 58).
En su corazón repercuten los sufrimientos de Cristo, que, como un hombre cualquiera (Flp 2, 7), a gritos y con lágrimas (primera lectura), agonizaba puesto en las manos de Dios: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46), San Juan, testigo presencial, nos dice que “junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). El verbo “estar” en su etimología significa “estar de pie”, “estar erguido”. Parece que el evangelista quería presentar la valentía, la dignidad y la fortaleza que María y las demás mujeres en medio de los padecimientos. Es la inquebrantable firmeza de María, que también se une a su Hijo en el perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

MARÍA, MÁRTIR EN EL ALMA
Es San Juan también el que pone en boca de Jesús, en la respuesta a Pilato, estas palabras: “Yo para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad” (Jn 18, 37). En el texto griego del Evangelio la palabra “testigo” es “mártir”. Dice San Bernardo: “No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma”. Y San Basilio afirma: “La Virgen María excedió en sufrimiento a todos los mártires cuanto excede el sol a los demás astros”. El Papa Pío XII en la encíclica Mystici Corporis: “Ella misma (María), sufriendo sus inmensos dolores con ánimo fuerte y confiado, más que todos los cristianos verdadera reina de los mártires, puso lo que falta a la pasión de Cristo”. La historia de la liturgia ha recogido la fiesta de los Dolores de la Santísima Virgen como la “Transfixión” de María.
Mártir valiente, en pie junto a la cruz, María da testimonio de su amor a Cristo su Hijo y de su fe inquebrantable en Él, al que la fe trajo a su corazón virginal antes que a sus purísimas entrañas. «El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe» (San Agustín).

MADRE AMOROSA
En esta conmemoración de la com-pasión de María, también recordamos y celebramos que Dios nos la entregó “como madre amorosa cuando estaba junto a la cruz de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor” (oración sobre las ofrendas). El Evangelio de hoy nos recuerda este hecho: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). Estas palabras son como un testamento de Jesús. Decía San Juan Pablo II: “La Madre de Cristo, encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre -a cada uno y a todos-, es entregada al hombre -a cada uno y a todos- como madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, el discípulo que él amaba. Pero no está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María Madre de Cristo, madre de los hombres” (Redemptoris Mater, 23).
La participación de María en la obra de la redención la ha convertido en madre y modelo. Desde ahora, como consecuencia de esta maternidad de María, ya nadie será “huérfano” en la tierra. Su maternidad tiene una dimensión universal. María es Madre de todos y Madre para siempre. Los cristianos, hermanos de su Hijo (hijos en el Hijo) tenemos la seguridad de que el amor de María, también ahora desde la gloria del cielo, no nos abandona jamás. Recibiéndola en nuestra casa, contamos con la eficaz presencia de su amor materno. Hemos de acogerla como el supremo don del corazón de Cristo crucificado.

LA MEDIACIÓN DE MARÍA
“La mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno” (Pablo VI). Participa de forma subordinada de la mediación de Cristo, que es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2, 5-6). “La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder” (Concilio Vaticano II, LG 60). La mediación de María es mediación en Cristo. Mediación intercesora, que, después de su Asunción, sigue viva en la gloria celestial.

CULMEN DE SU MATERNIDAD
La maternidad divina de María alcanza así su culmen, participando directamente en la obra de la redención.
María, por medio de la fe y el amor, se mantuvo fielmente unida a su Hijo hasta la cruz, participando en aquel desconcertante misterio de Cristo, que “se despojó de su rango y se rebajó hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,6-8). Ella no huyó como los discípulos. María pudo estar de pie junto a la cruz, porque su fe se conservó firme. En aquella prueba siguió creyendo que Jesús era el Hijo de Dios y que, con su sacrificio, salvaba al mundo. María que “estaba unida al Hijo de Dios por vínculos de sangre y de amor materno, allí, al pie de la cruz, vivía esa unión en el sufrimiento. Ella sola, a pesar del dolor del corazón de madre, sabía que ese sufrimiento tenía un sentido. Tenía confianza -confianza a pesar de todo- en que se estaba cumpliendo la antigua promesa” (San Juan Pablo II).

LA MADRE DOLORSA
Bien expresa estas realidades y vivencias de la Virgen María la composición poética en latín “Stabat Mater” (Estaba la Madre). Es una secuencia del siglo XIII atribuida al papa Inocencio III y al franciscano Jacopone da Todi. Esta plegaria, que comienza con las palabras Stabat Mater dolorosa (estaba la Madre dolorosa), medita sobre el sufrimiento de María, la Madre de Jesús, durante la crucifixión de su Hijo. Composición que ha estado muy presente en el arte cristiano, especialmente en la música de grandes compositores. Fue traducida por Lope de Vega en sus Rimas Sacras en 1614. El beato Federico Ozanam escribió de este poema: «La liturgia católica nada tiene tan patético como estos lamentos tristes, cuyas estrofas caen como lágrimas, tan dulces, que en ellos se descubre un dolor divino consolado por los ángeles; tan sencillos en su latín popular, que las mujeres y los niños comprenden la mitad por las palabras y la otra mitad por el canto y el corazón».-MARIANO ESTEBAN CARO

SEMANA SANTA
DOMINGO DE RAMOS

REY DE LOS POBRES, REY DE PAZ
¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! Grita la gente al pasar Jesús, montado en un asno prestado. El burro es el animal de la gente sencilla y común del campo. No llega en una carroza, ni a caballo, como los grandes. Esto ya nos dice que Cristo será el rey de los pobres. Pobres en el sentido bíblico: gentes creyentes y humildes. La pobreza, que propone Jesús es tener un corazón libre del ansia de poseer y de dominar. Libertad que sólo se consigue si Dios es nuestra riqueza.
Cristo será un rey de paz. En Él la paz se hace realidad mediante la cruz, que es el arma que Jesús pone en nuestras manos. La cruz es signo de reconciliación, de perdón y de amor. Cada vez que hacemos la señal de la cruz debemos recordar que no hemos de responder a la injusticia con otra injusticia, ni a la violencia con violencia, ni devolviendo mal por mal. Hay que vencer al mal con el bien.

SEGUIR A JESÚS
Jesús es el rey que nos indica el camino hacia la meta. Ser cristianos es caminar fielmente tras de Cristo nuestro rey. Aceptar el camino y la dirección que Él nos propone así como su palabra como criterio válido para nuestra vida. De Cristo nos fiamos, le seguimos, le creemos. La fe en Él no es una leyenda ni una venerable tradición. Se funda en una historia real: Jesús de Nazaret. No creemos algo, creemos a alguien. Nos sometemos a él, porque es camino, verdad y vida. Su autoridad es la autoridad de la verdad, que hace libres.
Aceptamos su único mandamiento en dos direcciones: Amor a Dios con todo nuestro ser, por encima de todo. Y amor al prójimo como a nosotros mismos. En este mandamiento se resumen todos los mandamientos, que son las reglas fundamentales de la vida cristiana.

LA PASIÓN DEL SEÑOR
Hoy, domingo de Ramos, comienza la Semana Santa. Durante estos días celebraremos y recordaremos los misterios de nuestra salvación: Pasión, muerte y resurrección de Cristo. La entrada triunfal de Cristo en Jerusalén es anticipo del triunfo definitivo de su resurrección. Los ramos bendecidos, conservados en nuestras casas, serán recuerdo de que Cristo, muerto en la cruz, ha vencido al mal, al pecado y a la muerte. Y llamada para que nosotros sepamos vencerlos también.
El relato de la pasión es el relato del amor de Cristo, que “como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre” (segunda lectura). San Juan al comenzar el relato de la pasión, dice que Cristo, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).Y San Pablo proclama: “Me amó y se entregó a la muerte por mi” (Ga 2, 20). La pasión es el relato del amor infinito, hasta la muerte, que nos tiene Cristo Jesús, nuestro hermano.-MARIANO ESTEBAN CARO

TRIDUO SACRO
JUEVES SANTO

LA CENA PASCUAL
La noche en que iba a ser entregado, Jesús compartió con sus discípulos la cena pascual. Reclinados en el suelo, comieron cordero asado, pan sin levadura, una mezcla de manzanas, nueces, canela y pasas. Y también las hierbas amargas: rábanos, perejil, berros y apio con sal y vinagre. Bebieron vino tinto y agua.
En este contexto Cristo nos dio la Eucaristía como sacramento y memorial de su muerte y su resurrección, el sacerdocio como presencia ministerial suya en el mundo y el mandamiento nuevo del amor: amarnos como Él nos ha amado. Nos unimos a toda la Iglesia en la santa misa, que es celebración y actualización de aquella memorable cena

SACRAMENTO PASCUAL
La Eucaristía es el sacramento Pascual de la presencia de Cristo: cada vez que celebramos la Eucaristía, actualizamos la muerte y resurrección de Cristo: manifestación de su amor. Un amor hasta el extremo, hasta su entrega en la cruz, Un amor más fuerte que la muerte: Cristo, como el grano de trigo, resucitó lleno de vida y de gloria. La misa no es repetición sino actualización de ese amor. Es el único y mismo misterio de su amor salvador: su eficacia es eterna, porque Cristo es Dios. Bajo las especies de pan y de vino, Cristo está presente. No es un recuerdo. Verdadera, real y sustancialmente Dios está aquí: Cristo Jesús vivo, con sus llagas gloriosas.

LA REALIDAD DE LA EUCARISTÍA
Una oración del día del Corpus explica esta realidad: “Sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la vida futura”.
La eucaristía es un banquete fraterno. Comida familiar y festiva de los hijos de Dios. Al que todos, sin excepción, estamos invitados por el Señor. No podemos pasarnos tiempo y tiempo sin comulgar.
En este banquete Cristo es nuestra comida. No sólo comemos nosotros al Señor Resucitado. Es Él quien nos hace partícipes de su vida divina, inmortal. Nos asimila. Es el misterio de la comunión existencial con Cristo.
Se celebra el memorial de su pasión: Recordamos, celebramos y hacemos actual su amor hasta el extremo más fuerte que la muerte. Con el compromiso de amarnos como Él nos ha amado.
El alma se llena de gracia. Injertados en Cristo, somos hijos de Dios. De Él recibimos la savia, la gracia, la vida misma de Dios. Santo Tomás de Aquino escribía para la fiesta del Corpus Christi: “El Hijo de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres”. Y prosigue Santo Tomás: “Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida”.
En la Eucaristía se nos da la prenda de la vida futura. La gracia de la Eucaristía es la gloria en camino y la gloria es la misma gracia en su eterna plenitud. La Eucaristía es para nosotros ahora el pan de la vida de Dios, vida eterna, real, en plenitud, que vence al mal y a la muerte.-MARIANO ESTEBAN CARO

TRIDUO SACRO

VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

LA CRUZ
Es la Cruz el símbolo cristiano por excelencia. Pero, sobre todo, es el símbolo más elocuente del infinito amor de Dios: Cristo, el Hijo único, entregó su vida para salvar al pobre ser humano, para que tenga vida eterna. Cristo, hombre verdadero y Dios verdadero, se sometió a la muerte “y una muerte de cruz”. Como un hombre cualquiera experimentó la injusticia, la traición, la impotencia, el abandono, la soledad. Si decimos con verdad que Dios nació, podemos decir que Dios –el Hijo- verdaderamente murió en la cruz. No fue una apariencia: la angustia ante la muerte le hizo sudar sangre.

EN LA CRUZ ESTÁ LA VIDA
Pero en la Cruz está la vida, la salvación del género humano. Misterio éste anunciado ya en el Antiguo Testamento: es el madero salvador. La Cruz –el amor hasta la muerte- es causa de resurrección. Dios levantó a Cristo sobre todo. El hombre Cristo Jesús resucitó lleno de vida y de gloria. Y todo el que por la fe y el bautismo está injertado en Él, participa ya ahora, mediante la gracia, de su vida y de su gloria. Cristo es causa y guía de nuestra salvación. Su victoria sobre la muerte, conseguida ya en la Cruz por su entrega total, es nuestra victoria.

CRISTO, EL PRIMER MÁRTIR
En la Cruz Cristo, por amor, se puso en las manos del Padre, que lo resucitó. Pero la Cruz fue para Cristo también la consecuencia de poner la verdad, la justicia, el derecho, el amor por encima de su propio provecho y ventaja (Benedicto XVI). Él es el gran Testigo –Mártir- al que tantos han seguido a lo largo de los siglos. No puede ser discípulo de Cristo quien no tome su cruz y le siga (Lc 14, 27): quien no viva y no muera con Cristo y como Cristo no puede recibir la gracia, la vida, la gloria de Dios.
“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6, 14). La cruz es recuerdo y prueba de un amor, como el de Cristo, que no se busca a sí mismo, sino que impulsa a entregarse y servir a los demás. La cruz, por tanto, no es pasividad o gusto por el tormento. Cristo muere en la cruz porque puso la entrega y el amor a sus hermanos los hombres por encima de su propio interés.

LA CRUZ, PRUEBA DELAMOR DE CRISTO
La cruz es signo e instrumento de nuestra salvación, porque en ella murió Cristo, Dios y hombre verdadero. Es la prueba de su inmenso amor: nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos, a los que Él amó hasta el extremo. Un amor, el de Cristo, más fuerte que la muerte. El Crucificado-Resucitado vence al pecado, al mal y a la muerte. La cruz es el paso hacia una vida infinita en el tiempo y en la intensidad.
No puede ser discípulo de Cristo, recibir su Reino quien no tome su cruz y le siga (Lc 14, 27). Quien no viva con Cristo y como Cristo. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él (I Jn 2, 6). Y Cristo da su Reino a quienes produzcan los frutos (Mt 21, 43) de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Cristo, “Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado” (I Pe 2, 24). Paradójicamente, la cruz es el signo de la realeza de Cristo. Su Reinado es el triunfo de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la verdad sobre las tinieblas de la ignorancia y de la mentira: “No reina Dios por lo que uno come o bebe, sino por la justicia, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo” (Rm 14, 17).

LA SEÑAL DE LA CRUZ
“La cruz es manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado. La cruz nos hace hermanos” (Benedicto XVI).
Hacer la señal de la cruz es pronunciar un sí visible y público a Cristo, nuestro hermano y Salvador, que muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO I
PASCUA DE RESURRECCIÓN

LA MUERTE HA SIDO VENCIDA
Hoy, domingo de Resurrección, celebramos la fiesta más importante del año cristiano. “Fiesta de fiestas” (San León Magno). Cristo ha resucitado. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. “Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida” (Prefacio I de Pascua).
Jesús no sólo volvió a la vida como la hija de Jairo, el joven de Naín o Lázaro. Estas personas milagrosamente, por el poder de Jesús, volvieron a la vida. Pero llegado el momento, experimentaron el dolor, la agonía y la angustia de la muerte por segunda vez.
El hombre Cristo Jesús, igual en todo a nosotros menos en el pecado, ya no está sujeto a las limitaciones de la condición humana. El Crucificado-Resucitado ha sido plenamente glorificado. Jesús es transformado totalmente. Del estado de muerte resucita a una vida nueva. “Con su muerte dio muerte a la muerte. ¡Muerta la muerte, nos libró de la muerte!…La vida murió, la vida permaneció, la vida resucitó, y dando muerte a la muerte, con su muerte nos aportó la vida. Por tanto, la muerte fue absorbida por la victoria de Cristo que es la vida eterna” (San Agustín).

VERDAD CENTRAL DE NUESTRA FE
La Resurrección de Cristo es la verdad culminante y central de nuestra fe. “Al tercer día resucitó de entre los muertos”, proclamamos en el Credo de los Apóstoles; y el Credo niceno-constantinopolitano dice: “resucitó al tercer día, según las Escrituras”. El testimonio escrito más antiguo sobre la resurrección del Señor está en la Primera carta de San Pablo a los corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día según las Escrituras” (1 Co 15, 3-8).
Este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, que podría resultar indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo hacia una nueva vida, hacia un mundo nuevo. Su fuerza entra ya en este mundo y es capaz de transformarlo. “Es el mayor evento de la historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en la historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo” (Juan Pablo II).

CRISTO, NUESTRO CONTEMPORÁNEO
Cristo Jesús, el Viviente para siempre, da la vida eterna ya a cuantos creen en él. El resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy. Es nuestro contemporáneo y nos hace partícipes de su inmortalidad. La nueva vida que se concede a los creyentes como consecuencia de la Resurrección de Cristo consiste en la victoria sobre el pecado, el mal y la muerte, así como una nueva participación en la vida de Dios mediante la gracia.
Cristo Jesús Resucitado es la primicia. Como el almendro que se adelanta a la explosión de vida en la primavera. Cristo es el primero de un proceso salvador, que ha de seguir. Con Jesús resucitado ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Se ha abierto una nueva dimensión para el hombre. Es autor y guía de nuestra salvación, que nos va abriendo el camino hacia la vida eterna y gloriosa de Dios.
La vinculación del Resucitado con nosotros se realiza ya ahora. El amor total y la entrega filial de aquel hombre verdadero, Hijo de Dios verdadero, por ser eternos, infinitos, hacen que su muerte y su resurrección sean decisivas y actuales para nosotros. Cristo fue “entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rm 4, 25). Mientras vamos de camino por este mundo recibimos la gracia de Dios, que es la vida de Dios, la gloria de Dios. La victoria de Cristo es ya nuestra victoria.

HEMOS RESUCITADO CON CRISTO
Hemos resucitado con Cristo. No es una forma piadosa de hablar. Es una realidad: participamos ya, mediante la gracia, de la vida, de la gloria de Dios. Somos uno en Cristo. Participamos de su ser filial: Somos hijos de Dios. Recibimos la vida de Dios, que llega a nosotros a través de la fe y el bautismo. “En efecto, este sacramento es muerte y resurrección, transformación en una nueva vida, de tal manera que la persona bautizada puede decir con Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Vivo, pero no soy yo… ¿Qué es lo que ha sucedido en nosotros? Responde Pablo: que todos habéis sido hechos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3,28)” (Benedicto XVI).
Estamos llamados a vivir en comunión existencial con Cristo. En una relación de persona a persona, de corazón a corazón. Cristo no es una tradición, ni una costumbre: es una persona viva.
Nuestra fe en Cristo resucitado nos da la seguridad de que la vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira.
Cristo ha resucitado: ni la muerte ni el mal tienen ya dominio sobre Él. Ha derrotado para siempre al mal, al pecado y a la muerte y nos hace, ya desde ahora, partícipes de su vida inmortal.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO II
DE LA DIVINA MISERICORDIA

JESÚS NO TERMINÓ EN LA MUERTE
Cristo, muerto y sepultado, ha resucitado. Para Él y para nosotros ha vencido al mal, al pecado y a la muerte de modo pleno y definitivo, de una vez para siempre. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. Vive eternamente en la dimensión de Dios, sin las limitaciones terrenales.
La experiencia de la cruz había sido muy dura para los discípulos. Llenos de miedo, se habían encerrado en una casa. El día de la resurrección, estando cerradas las puertas, entró Jesús Resucitado y les dijo: Paz a vosotros. Les enseñó las heridas de los clavos y la de la lanzada en el costado. Eran la prueba de que el Crucificado era el mismo que había resucitado. Exhaló el Espíritu Santo para el perdón de los pecados sobre los discípulos, que se llenaron de alegría. La historia de Jesús no había terminado con su muerte. Todo lo contrario. Su fuerza salvadora, para Él y para nosotros, va más allá de la muerte, a la que vence y supera definitivamente.

LAS HERIDAS VIVAS DE CRISTO
“El amor misericordioso de Dios llega a nosotros a través del corazón abierto del Resucitado”, decía Juan Pablo II, que designó como Domingo de la Misericordia Divina al II Domingo de Pascua. Jesús muestra las heridas de su muerte en cruz. A los discípulos, a Tomás el incrédulo y también a nosotros. Porque siguen siendo ahora heridas vivas, prueba de su amor. Cristo es infinitamente compasivo y misericordioso. Que pone corazón y entrega: es el hombre para los demás. El Resucitado ya no padece, pero sí compadece. Sufre con nosotros, por nosotros y en nosotros. Creemos en un Dios herido. Nuestras heridas son sus heridas.
“Cristo ayer y hoy”. Con estas palabras, mientras se señalaba la cruz y el número del año en curso, fue consagrado el cirio pascual, que luciendo enhiesto en nuestras iglesias, nos recuerda un hecho trascendental: que el Crucificado Resucitado, con “sus llagas santas y gloriosas”, está vivo y sigue difundiendo su luz y su vida a los hombres y mujeres de todos los tiempos: desde el bautismo hasta las exequias, en cuyas ceremonias también estará presente el cirio.

DICHOSOS LOS QUE CREAN SIN HABER VISTO
A los ocho días Jesús volvió a aparecerse a sus discípulos. Ya estaba Tomás con ellos. “Si no veo no creo”, había dicho. Y exigía meter la mano y los dedos en los agujeros de os clavos y de la lanza. Tomás creyó y confesó a Jesús: “Señor mío y Dios mío”. Le responde Cristo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Esto significa que lo que nos pone en contacto con Jesús es la fe, que es la que nos salva.
Nosotros estamos unidos a Él, injertados en Él. Mediante el bautismo y mediante la fe, que obra por el amor participamos ya de la vida divina de Cristo, de su ser de Hijo de Dios. De su ser filial y de su ser fraternal. En Él podemos salvar la distancia que hay entre nuestra miseria y la naturaleza divina: la bondad infinita, la vida inmortal. En esto consiste la salvación del pobre ser humano. Somos ya hijos de Dios, partícipes por la gracia de la naturaleza divina. Esto es realidad y verdad. No una forma piadosa de hablar.
Todo el que cree en el Resucitado, aunque no lo haya visto, ni palpado, ni comido con Él, tiene la fuerza de Dios para alcanzar esta su salvación. Una fe viva y verdadera, que obra por el amor auténtico a Dios, sobre todo, y al prójimo como a nosotros mismos.

CREER EN EL AMOR DE CRISTO
No creemos en algo: en cosas, tradiciones y costumbres. Creemos en Alguien: en una persona viva, la de Cristo, que ha vencido definitivamente al pecado y a la muerte. Y da una orientación nueva y decisiva a nuestra vida. Creer en el Crucificado Resucitado es creer que el amor es más fuerte que el mal, el pecado y la muerte.
El mejor comentario a la respuesta que Jesús dio a Tomás está en las palabras de San Pedro en su primera carta (1, 8-9): “No habéis visto a Jesucristo y lo amáis; no lo veis y creéis en Él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación”.

RELACIÓN CON CRISTO DE PERSONA A PERSONA
Cristo vivo y glorioso es en persona nuestro camino, nuestra verdad, nuestra vida. Por eso, nuestra relación con Él debe ser viva y existencial, de corazón a corazón, de persona a persona. No para ser vistos: sino con autenticidad y verdad.
En la eucaristía, sacramento pascual, está presente Cristo resucitado real, verdadera y sustancialmente. Se nos ofrece como comida y como bebida. El Señor nos asimila a sí mismo resucitado y glorioso, para que vivamos con Cristo y como Cristo, venciendo al pecado, al mal y a la muerte.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO III

ENVÍO Y MISIÓN
Seguimos celebrando al Señor Resucitado: “inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre” (Prefacio III de Pascua). Es el que vive por los siglos de los siglos, el Cordero degollado, que recibe la gloria, la fuerza, la alabanza y el poder (segunda lectura). Jesús Resucitado, antes de ascender al cielo, dijo a los discípulos: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 18-20).
Antes de subir al cielo, en este contexto de envío y misión de los apóstoles, con Pedro a la cabeza, hay que situar esta tercera aparición de Cristo Resucitado, cuando estaba ya amaneciendo. A distancia (unos cien metros) no le reconocen. Cuando se acercan a la orilla y Jesús se acerca a ellos, los discípulos sabían bien que era el Señor. La palabra “Señor”, aplica a Cristo, es un título de gloria y salvación como consecuencia de su resurrección. “Si tus labios confiesan que Jesús es Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10, 9).

EL AMOR DE PEDRO
Después de comer, en un ambiente de amistad y comunión, Jesús se dirige a Simón Pedro, al que había dicho: “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18-19). Y entabla con él un diálogo, que con hermosas palabras resumía el Papa Benedicto XVI: “La primera vez, Jesús pregunta a Pedro: «Simón…, ¿me amas» con este amor total e incondicional? Antes de la experiencia de la traición, el Apóstol ciertamente habría dicho: «Te amo incondicionalmente». Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: «Señor, te quiero”, es decir, «te amo con mi pobre amor humano». Cristo insiste: «Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?». Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: «Señor, te quiero como sé querer». La tercera vez, Jesús sólo dice a Simón: «¿me quieres?». Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo se entristece porque el Señor se lo ha tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”.

TESTIGOS DEL SEÑOR RESUCITADO
Y Cristo Jesús, que es el buen Pastor, le encomienda a Pedro el cuidado de sus ovejas y corderos. Y aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios, añadió: «Sígueme».
La segunda lectura nos presenta a los apóstoles, con Pedro a la cabeza, siendo testigos del Señor Resucitado y enseñando en nombre de Jesús. Obedecían así su mandato, proclamando el Evangelio: el Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó haciéndolo jefe y salvador.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO IV

TODO EL MENSAJE DE JESÚS
”Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey ¡Aleluya!”, cantamos hoy en la antífona de comunión. “Yo soy el buen Pastor, que da la vida por las ovejas…yo entrego mi vida para poder recuperarla” (Jn 10, 11-18). En cuatro versículos (Jn 10, 27-30) “está todo el mensaje de Jesús, está el núcleo central de su Evangelio: Él nos llama a participar en su relación con el Padre, y ésta es la vida eterna. Jesús quiere entablar con sus amigos una relación que sea el reflejo de la relación que Él mismo tiene con el Padre: una relación de pertenencia recíproca en la confianza plena, en la íntima comunión” (Papa Francisco).

Seguimos celebrando la alegría pascual, cuya fuente es Cristo Resucitado. Después de recodar las apariciones de Jesús a sus discípulos, hoy se nos presenta al Crucificado-Resucitado como Pastor y Cordero, como causa y guía de nuestra salvación. La segunda lectura nos presenta a Cristo como el Cordero. Lo proclama el Prefacio I de Pascua: “Él es el verdadero cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.

EL BUEN PASTOR
La entrañable imagen del pastor estaba muy arraigada en el Antiguo Testamento: «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este Salmo 23 se invita a reavivar la confianza en Dios, puestos en sus manos. San Pedro, a quien el Señor resucitado había encargado el cuidado de sus ovejas, llama a Jesús “el Mayoral, el Pastor supremo” (1 P 5, 4). El tema del Buen Pastor es el más representado en la primitiva iconografía cristiana. Hay testimonios del siglo II. En pintura se encontraba ya en las catacumbas de San Calixto o de Domitila.
Cristo pone de manifiesta su doble relación entre Él y Dios («yo y el Padre somos uno») y entre Cristo y nosotros (conozco a mis ovejas y les doy la vida eterna… y ellas escuchan mi voz y me siguen). Para entender mejor este mensaje sobre el Buen Pastor, hemos de recordar una costumbre entre los pastores paisanos de Jesús en aquella época: todos los pastores de la localidad por la noche encerraban sus ovejas en una única majada, quedando uno de ellos, por turno, a su cuidado. A la mañana siguiente, cada pastor iba llamando a sus propias ovejas, que, al reconocer la voz de su pastor, salían tras de él y le seguían hacia los pastos y las fuentes de agua viva.

CONOCER A CRISTO
En este capítulo 10 del evangelio de San Juan, el Señor nos dice que el verdadero pastor da su vida por las ovejas; está al servicio de la unidad; las conoce y ellas lo conocen a él. Su entrega en la cruz es el gran servicio de Cristo a nosotros, sus ovejas. Se entregó y se entrega en a Eucaristía. El Señor nos habla también del servicio del Pastor a la unidad: y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16).
Cristo conoce a sus ovejas y éstas le conocen a Él. Conocer en el sentido bíblico: con amor, en una profunda relación interior. No se trata de un conocimiento exterior o solamente intelectual, “sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna” (Benedicto XVI). Decía San Gregorio Magno: “Mirad si sois en verdad sus ovejas, si le conocéis…si le conocéis, digo, no sólo por la fe, sino también por el amor; no sólo por la credulidad, sino también por las obras”.

CRISTO, CORDERO Y PASTOR
En la oración colecta de hoy le pedimos a Dios que nos conceda “la alegría eterna del reino de tus elegidos, para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor”. El Cordero, exaltado en el cielo, que “está delante del trono será su Pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas” (Ap 7, 17). Los elegidos cantaban “el cántico de Moisés y el cántico del Cordero” (Ap 15, 3).
Y en la Eucaristía recordemos algunas estrofas de una hermosa canción, que ya en el siglo XVI se hizo popular, y que todavía se sigue oyendo en nuestras iglesias: Altísimo Señor/ que supiste juntar/ a un tiempo en el altar/ ser Cordero y Pastor. Quisiera con fervor/ amar y recibir/ a quien por mi quiso morir. Pan de vida inmortal/ ven a entrañarte en mí/ y quede yo trocado a ti.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO V

CRISTO NO SÓLO VOLVIÓ A LA VIDA
Seguimos profundizando en el significado y en las consecuencias de la resurrección de Cristo. No fue solamente que Jesús, “crucificado, muerto y sepultado”, volviera a la vida. Es mucho más. Para Él y para todos los que, a lo largo de los siglos, creyeran en Él. Cristo resucitó como cabeza. Fue el primero de todos. Los que a lo largo de la historia crean en Él y le sigan participan de su triunfo sobre el mal, el pecado y la muerte. Más aún, participan del bien, de la gracia y de la vida del Señor Resucitado.
Este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, que podría resultar indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo hacia una nueva vida, hacia un mundo nuevo. Su fuerza entra ya en este mundo y es capaz de transformarlo. “Es el mayor evento de la historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en la historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo” (Juan Pablo II). Así la segunda lectura nos anuncia “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Y añade: “Ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: ahora hago el universo nuevo”.

LA FUERZA DEL RESUCITADO LLEGA A NOSOTROS
Cristo, Dios verdadero y hombre verdadero, experimentó las limitaciones y las penalidades humanas. Como un hombre cualquiera. Si decimos que Dios ha nacido, podemos decir con toda verdad que Dios ha muerto. Dios toca la muerte y la miseria humana. Así Cristo-Dios vence realmente al mal y a la muerte. Nos hace partícipes de su inmortalidad y de su divinidad, como consecuencia del admirable trueque (oración sobre las ofrendas): Dios toma la naturaleza humana para que el hombre participe de la naturaleza divina.
La fuerza vital del Resucitado llega a nosotros. Por la fe y el bautismo, estamos injertados en Él: Del Resucitado nos llega la savia, la gracia, la vida de Dios. De Él recibimos su ser de Hijo: somos hijos de Dios. Y Dios es amor en su ser mismo y en su actuar. Dios sólo sabe ser amor y sólo sabe ser padre. Nos mira siempre “con amor de padre” (oración colecta).

UN MANDAMIENTO NUEVO, PASCUAL
Hoy el Evangelio nos recuerda cómo el Señor nos dio el mandamiento nuevo del amor: “que os améis unos a otros como yo os he amado”. San Juan en su primera carta nos dice: “amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (4, 7-8). Partícipes por la gracia de este su ser divino, nuestra vida ha de ser “manifestación y testimonio de esta verdad” (oración sobre las ofrendas). Hemos de vivir, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna (oración después de la comunión).
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado, nos dice el Señor en el evangelio. El que dice que ama a Dios a quien no ve y no ama a su prójimo a quien ve es un mentiroso (1Jn 4, 20-21). Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables. Amor no de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. Es la señal de los seguidores de Cristo Este es el distintivo cristiano: la fe que actúa por el amor. Porque sólo el amor es digno de fe.
También este mandamiento de Cristo es un mandamiento pascual: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3, 14). Así llegaremos a ser en verdad “hombres pascuales: creyentes y testigos de la resurrección de Cristo” (Juan Pablo II).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO VI

DESPEDIDA DE JESÚS
Hoy la Colecta resalta que “continuamos celebrando estos días en honor de Cristo resucitado”. Y en ella le pedimos a Dios “que los misterios que estamos recordando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras”.
El próximo domingo celebramos la ascensión del Señor. Hoy escuchamos en el Evangelio unas palabras de despedida de Jesús, que San Juan ha puesto en el contexto de la Última Cena. La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, se refiere al llamado «Concilio de Jerusalén». «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…». Es la Iglesia. El Tiempo de la Iglesia es tiempo del Espíritu Santo. La segunda lectura nos presenta a la Jerusalén celeste. Es la armonía de la ciudad santa, en la “templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero”.

CRISTO NO NOS ABANDONA
Cristo desaparece de nuestra esfera sensible, pero el Salvador no nos abandona ni se aparta de nosotros. Que no veamos a una persona, no significa que no exista. “Ser invisible no significa estar ausente” (San Agustín). Para que en esta situación mantengamos la fe, Jesús nos pone de manifiesto una profunda realidad: “Me voy pero vuelvo a vuestro lado”. A Jesús ahora no le vemos ni le oímos ni le tocamos. Pero está presente en lo más íntimo de nuestro ser. Por medio del Espíritu Santo, que es la Persona-Amor.
Esta separación es el inicio de la presencia permanente, vital y transformadora del Resucitado en nosotros. Estamos unidos a Cristo Resucitado por medio del bautismo y de la fe que obra por el amor: Es una relación de persona a persona, de corazón a corazón. Cristo es una persona. No una cosa ni una costumbre.

DIOS HABITA EN NOSOTROS
Al que me ama, mi Padre Dios lo amará “y vendremos a él y haremos morada en él”. Así la fe y el amor al Resucitado hacen que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo habiten en nosotros. Somos templo del Dios. También nuestro cuerpo (1 Co 6, 19). No se trata de un don. Son las tres personas divinas. Una presencia real que consagra todo nuestro ser. Somos introducidos en la misma vida de Dios, que penetra y transforma la vida humana. Recibimos una dimensión divina, que nos introduce en la comunión interpersonal de la santa Trinidad. Somos introducidos en la vida de Dios, que es amor. Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.
Demostramos el amor a Jesús obedeciendo sus palabras. Guardando sus mandatos, en especial el mandamiento de amarnos unos a otros como Él nos ha amado. Si nos amamos así, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Es amor personal, la persona-amor. Cristo está presente hoy en nosotros por medio de su Espíritu. Jesús está vivo y activo en lo más íntimo de nuestro ser. “El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
SOLEMNIDAD
LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

NO TERMINA LA MISIÓN DE CRISTO
Creemos que Cristo “Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre”. A los cuarenta días de su resurrección, Jesús ascendió al cielo. Los apóstoles se quedan mirándolo hasta que una nube se lo quitó de la vista. La ascensión es un momento del único misterio pascual.
¿Qué significa este acontecimiento para Cristo? ¿Cuáles son las consecuencias para nosotros? No es la Ascensión el punto final de la misión de Cristo, que por nuestra salvación bajó del cielo. Además de un hecho histórico, la ascensión es un misterio de salvación y, por tanto, objeto de fe.

EL CIELO NO ES UN LUGAR
El cielo no es un lugar, sino la plenitud de la gloria y del poder de Dios. Cristo ya no está sujeto a las leyes del tiempo y del espacio. Ni pertenece al mundo de la corrupción y de la muerte. La Ascensión es el desarrollo en la humanidad de Cristo de la energía de vida y de gloria de su resurrección. Significa también que el hombre Cristo Jesús participa ya plenamente del poder de Dios en el cielo y en la tierra: a esto nos referimos cuando decimos en el credo que esta sentado a la derecha del Padre. Cristo Jesús entra plenamente en el estado de la divina glorificación. La nube en la biblia es signo de la gloria de Dios.

CRISTO NO NOS ABANDONA
Al ascender al cielo, Cristo no nos abandona. Está cerca de nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Cristo ascendió al cielo para hacernos compartir su divinidad (prefacio II de la Ascensión) pues nuestra naturaleza humana participa ya de su misma gloria (oración después de la comunión). Su victoria, por tanto, es ya nuestra victoria (Oración colecta). Cristo Jesús, a la derecha del Padre en el santuario del cielo, hace que llegue hasta nosotros todo su poder salvador. Cristo no se ha ido para desentenderse del mundo, sino para estar presente y cercano a nosotros de una forma nueva y más eficaz. “Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él, por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él” (San Agustín).

CRISTO ES NUESTRA CABEZA
Cristo es nuestro Sumo Sacerdote, continuamente intercediendo por nosotros. Hace presente ante Dios su humanidad con sus heridas por amor a nosotros. “Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros” (San Agustín). Y como efecto de su ascensión, Cristo nos asegura la perenne efusión de su Espíritu. Él es nuestra cabeza, nos ha precedido en la gloria infinita del cielo. Tenemos la esperanza de llegar hasta donde Él ha llegado, porque somos miembros de su cuerpo (Oración colecta). Cristo, nuestra cabeza, es con la fuerza poderosa de Dios, causa y guía de nuestra salvación.
En Cristo, Dios y hombre verdadero, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios. Él quiere atraer a todos hacia sí. Nos abre el camino. Es como un jefe de cordada cuando se escala una montaña. Él ya ha llegado a la cima: nos atrae y nos conduce a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él, estamos seguros de hallarnos en manos de nuestro Salvador.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
SOLEMNIDAD
DOMINGO DE PENTECOSTÉS

PENTECOSTÉS
El pueblo judío, a las siete semanas de la Pascua, celebraba la fiesta de Pentecostés. En la Pascua conmemoraban que Dios los había librado de la esclavitud de Egipto; y en Pentecostés recordaban la alianza que Dios había hecho con ellos en el Sinaí, dándoles las tablas de la ley escrita en piedra. La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, también celebra la Pascua: Cristo, muerto y resucitado, nos libera del mal, del pecado y de la muerte. A los cincuenta días, celebramos Pentecostés: Cristo envía su Espíritu Santo sobre el nuevo pueblo de Dios. Nace la Iglesia y se nos da una ley nueva. No escrita en piedra, sino en el corazón, en el que habita el Espíritu de Dios. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).
PERENNE EFUSIÓN DEL ESPÍRITU
Al Crucificado-Resucitado, ascendido a la gloria del cielo y sentado a la derecha del Padre, se le ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. El día de Pentecostés, para dar plenitud al misterio pascual, envió sobre los discípulos su Espíritu, señor y dador de vida y por Él hizo a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación (Concilio Vaticano II). Desde entonces el Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo.
La efusión del Espíritu Santo no es algo del pasado: Cristo, intercediendo ante el Padre por nosotros, asegura una perenne efusión Espíritu (prefacio después de la Ascensión). El Espíritu Santo desde dentro de nosotros nos guía hacia la verdad completa, nos recuerda las palabras de Jesús, refuerza nuestra voluntad, hace de nosotros creyentes y testigos de Cristo, nos capacita para vivir como hijos de Dios, nos enseña a orar, viene en auxilio de nuestra debilidad. La constante presencia y acción de Cristo en nosotros se realiza por obra del Espíritu Santo. Muy especialmente en los sacramentos, en los que hace llegar hasta nosotros la vida nueva de la gracia.

CULMEN DEL PLAN SALVADOR
Así la Pascua de muerte y resurrección de Cristo y el envío del Espíritu son el culmen y la coronación del plan salvador de la Trinidad santa en favor de los hombres. Esta presencia del Espíritu, iniciada el día de Pentecostés, se prolonga a lo largo de los siglos, porque Cristo, nuestro Mediador, en el templo del cielo, intercede permanentemente por nosotros y nos envía su Espíritu Santo.
La Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, inicia su andadura el día de Pentecostés. Se hace misionera. El Espíritu Santo, su principio vital, la guía hacia la verdad. Él hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. “Donde está la Iglesia allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu allí está la Iglesia y toda verdad” (San Ireneo).
El Espíritu Santo es el que hace que el misterio salvador realizado por Cristo en el pasado de una vez para siempre, se actualice permanentemente ahora para nuestra salvación. Presente en nuestros corazones, el Espíritu Santo opera en el cristiano un cambio profundo. Toca la esencia de la persona y la transforma. Participamos de la naturaleza divina por medio del Espíritu. Es la divinización del ser humano: “Por la fuerza del Espíritu, que mora en el hombre, la deificación comienza ya en la tierra” (Juan Pablo II). El Espíritu Santo nos hace partícipes de la divinidad, hijos de Dios en Cristo, el Hijo único de Dios.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
SOLEMNIDAD
DE LA SANTISÍMA TRINIDAD

AMOR ESENCIAL
Con alegría y agradecimiento celebramos que nuestro Dios -tres personas distintas y un solo Dios verdadero- es amor esencial, común a las tres personas divinas. Asimismo celebramos que toda la historia de nuestra salvación es fruto del amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO
Dios PADRE todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, tanto amó al mundo que envió a su HIJO, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. Se hizo hombre para que el hombre compartiera su divinidad. Pasó haciendo el bien. Y, habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo. Por eso, Dios lo resucitó. Y, elevado al cielo, participa de la gloria y del poder de Dios. Desde el Padre envía su ESPÍRITU SANTO a la Iglesia y al corazón de los fieles. Es persona-amor, Señor y dador de vida. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
“Es la lógica divina que del misterio de la Trinidad lleva al misterio de la redención del mundo” (Juan Pablo II). “Ves la Trinidad si ves el amor” (San Agustín).

DIOS HABITA EN NOSOTROS
Celebramos que Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo- no nos abandona. Habita en nosotros como en un templo. También nuestro cuerpo. Dios está “más dentro de mi que lo más íntimo de mi” (San Agustín). Se trata de una presencia real, personal, que consagra todo nuestro ser.
Somos introducidos en la misma vida de Dios, que penetra y transforma la vida humana. Recibimos una dimensión divina, que nos introduce en la eterna comunión interpersonal de la santa Trinidad. Leemos en el Catecismo (260): “El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama —dice el Señor— guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él».
El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de nuestra fe y de nuestra vida cristiana.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
SOLEMNIDAD
DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

LA CENA DEL SEÑOR
La segunda lectura de hoy es la misma de la misa en la Cena del Señor. San Juan en el Evangelio del Jueves Santo ofrecía el contexto más profundo de aquel momento memorable: para Jesús había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y, habiendo amado a los suyos, “los amó hasta el extremo”. En esta segunda lectura, San Pablo nos transmite cómo Cristo, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y dijo: “esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hizo con el cáliz de la nueva alianza sellada con su sangre. Y termina: “Por eso, cada vez que coméis el pan y bebéis el cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”.

MEMORIAL PERPETUO
Es pues la eucaristía “memorial” que actualiza la pasión del Señor (oración colecta). La muerte de Jesús, en la plenitud de su significado, permanece eternamente en la gloria de la resurrección: su amor hasta el extremo, la entrega de su propia vida, la aceptación de su condición mortal, puesto en las manos del Padre, tienen una actualidad eterna. Su muerte no es sólo un acto del pasado, pues en ella Cristo fue glorificado para siempre. Su muerte y su glorificación constituyen un único misterio. Dando a entender la muerte de que iba a morir, decía Jesús: “ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” (Jn 12,20-23). Cristo resucitado mantiene vivas las heridas de su pasión.

SACRAMENTO PASCUAL
La eucaristía, sacramento pascual, “es misterio de muerte y de gloria como la cruz, que no es un accidente, sino el paso a través del cual Cristo entró en su gloria y reconcilió a la humanidad entera, derrotando toda enemistad” (Benedicto XVI). Nos hace experimentar el fruto de la redención y nos llena del gozo eterno de la divinidad, (oración después de la comunión).
En este sacramento admirable recibimos la abundancia de gracia y de vida celestial del Crucificado-Resucitado (Prefacio II). La eucaristía es pan de resurrección, pan de vida nueva y eterna. El Señor resucitado, verdadera, real y sustancialmente presente bajo las especies de pan y de vino, se nos da como comida y como bebida, para que también nosotros, ya ahora, seamos realmente transformados. Su amor pasa a nosotros y nos capacita para dar también la vida por nuestros hermanos.-MARIANO ESTEBAN CARO

SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
SOLEMNIDAD

DIOS ES AMOR ESENCIAL
“¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad” (Benedicto XVI). La liturgia de este día nos ayuda a mirar dentro del corazón de Cristo, que nos abre así también el corazón mismo de Dios.
La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, es la tercera y última de las fiestas que siguen al tiempo pascual, después de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi. Es importante esta sucesión de celebraciones: nuestro Dios -tres personas distintas y un solo Dios verdadero- es amor esencial, común a las tres personas divinas. Asimismo nuestra salvación es fruto de este amor. Dios se hace hombre, para salvar al hombre. Tomó un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar el amor infinito de Dios en el Corazón humano de Jesús.

LAS HERIDAS DE CRISTO
Cristo subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Con sus heridas vivas, pascualmente transfiguradas, en su corazón y en sus manos y pies. “La contemporaneidad de Jesús se revela de modo especial en la Eucaristía, en la que él está presente con su pasión, muerte y resurrección” (Benedicto XVI). El envío del Espíritu Santo sobre los apóstoles es la primera señal del amor del Salvador después de su ascensión. Y en una perenne efusión del Espíritu el amor de Dios es “derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado” (Rm 5, 5). Este amor es, por tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu.
El Corazón traspasado es señal y símbolo vivo del amor del Divino Redentor. “A través de la herida visible vemos la herida del amor invisible” (San Buenaventura). Es la fuente donde experimentamos su infinito amor. San Agustín interpreta así la apertura del Corazón de Jesús: “Con ello se abrió allí la puerta de la vida de la cual fluyen los sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no se puede alcanzar la vida, la vida verdadera”. De este simbolismo, conocido ya por los Padres de la Iglesia, dice Santo Tomás de Aquino: “Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso la sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo”.

LATE EL AMOR DIVINO
El Corazón de Jesús es el corazón de la persona divina del Verbo Encarnado. “Su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios…El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano” (Pío XII). Así en el amor de Cristo hasta la muerte podemos reconocer el amor infinito que Dios nos tiene. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
“Dios no puede padecer, pero puede compadecer” (San Bernardo de Claraval). Jesús de Nazaret es la revelación de la misericordia divina. Refiriéndose al sufrimiento de Dios por amor, dice Orígenes: “Primero sufrió y luego descendió a nosotros. ¿Qué clase de sufrimiento es el que él padeció por nosotros? El sufrimiento de la caridad”. En su Encíclica Spe Salvi (39), Benedicto XVI afirma que “el hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús”. El sufrimiento del Corazón de Cristo por nosotros y por nuestra salvación es sufrimiento del propio Hijo eterno de Dios.

EL CORAZÓN DE DIOS
Como consecuencia de la unión hipostática de la divinidad con la humanidad, el amor y los sufrimientos de la naturaleza humana de Jesús también los son de la persona divina. El sufrimiento de Jesús como hombre es al mismo tiempo sufrimiento de Dios. El culto al Corazón de Jesús se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado. “El corazón habla al corazón”. Así comprendía el Beato Cardenal Newman la vida cristiana “como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de Dios” (Benedicto XVI).
El culto a este amor del Corazón de Cristo nos compromete: «Aprended de Mí, que Soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Benedicto XVI pedía en su Mensaje para la JMJ 2013. “Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida”,- MARIANO ESTEBAN CARO

INMACULADO CORAZÓNDE LA VIRGEN MARÍA
MEMORIA

Día siguiente a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
* * *

CORAZÓN DE JESÚS, CORAZÓN DE MARÍA
Ayer celebrábamos la solemnidad del Corazón de Jesús y hoy, la memoria del Corazón Inmaculado de María. Este hecho es un signo de su profunda e inmediata relación: el misterio del Corazón de Cristo se proyecta y se refleja en el Corazón de la Virgen, su Madre, Madre nuestra también. Hoy, pues, celebramos la asociación total de la Madre a la obra salvadora de su Hijo: con todo su ser, desde lo profundo de su corazón de Madre, en la fe y en el amor.
Antes de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción (1854) se venían utilizando las expresiones “purísimo” o “sagrado” Corazón de María. Desde entonces fue más frecuente referirse al “inmaculado” Corazón de María, sobre todo, después de las apariciones de Fátima (1917). A partir de estos acontecimientos la devoción al Corazón Inmaculado de María se difundió extraordinariamente. También como consecuencia de que el 31 de octubre de 1942 Pío XII consagrara la Iglesia y el género humano al Corazón de María. Esta consagración fue renovada por Pablo VI (21-11-1964), con la presencia de todos los padres conciliares, en la clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II.

LA FIESTA LITÚRGICA
El día 4 de marzo de 1944 se reconoció litúrgicamente la fiesta del corazón de María para toda la Iglesia de rito latino, señalando el día 22 de agosto como fecha de su celebración. En el calendario actual se celebra al día siguiente de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
En los años anteriores al concilio Vaticano II había decaído la devoción y el culto al Inmaculado Corazón de María. El Papa Pío XII, en su encíclica sobre el Sagrado Corazón de Jesús (1956), exponía las causas de esta decadencia: se la consideraba como “una forma de devoción impregnada más bien de sentimientos” y más propia del sexo femenino que de “personas cultas”. Señala también el Papa el hecho de que muchos consideraban el culto al Corazón de María más relacionado con las “virtudes pasivas” que con “la espiritualidad moderna, a la que incumbe el deber de la acción abierta”. En realidad la devoción al Corazón de María ha pasado por las mismas vicisitudes que la devoción al Corazón de Jesús.

EL CORAZÓN EN LA BIBLIA
En la Sagrada Escritura la palabra “corazón” constituye la base y el centro de toda la relación del hombre con Dios. Del corazón nacen todas las acciones, deseos, pensamientos y sentimientos. Buenos o malos. Es principio de la responsabilidad moral. Es la interioridad e intimidad del hombre. El centro de la vida espiritual. Son muchos los textos del Antiguo Testamento que hacen del corazón la sede del encuentro con Dios.
En el NT se conserva este rico significado de la palabra “corazón”. Hay dos textos fundamentales con relación al Corazón de la Virgen María: «María, por su parte, conservaba todas estás cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Y también otro recogido en el Evangelio de hoy: «Su madre conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2,51). Sin olvidar un tercer texto: «Y a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35).

MARÍA, MÁRTIR EN EL ALMA
Los Padres de la Iglesia y los escritores cristianos antiguos han reflexionado sobre estos textos evangélicos relacionados con el Corazón de la Virgen María. «¿Cuál es la espada —se pregunta Orígenes— que traspasó el corazón de María?». El escritor Simeón Metafrastes recoge una tradición en la Iglesia oriental que relaciona el Corazón de María con la pasión de Jesús: «Tu costado fue ciertamente traspasado, pero en el mismo instante lo fue también mi corazón». Efectivamente en el corazón de María repercutían los sufrimientos de Cristo. Dice San Bernardo: “No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma”. Esta tradición llega hasta nuestros días: Al pie de la cruz María “sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima” (Concilio Vaticano II, LG 58).

ENSEÑANZAS DE LA IGLESIA
En la historia de la devoción al Corazón de María hay que destacar la figura de San Juan Eudes (1601-1680), al que el Papa Pío XII se refirió como «evangelista, apóstol y doctor» de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Para este santo la expresión Corazón de María quiere decir que su Corazón es la fuente y el principio de todas las grandezas, excelencias y prerrogativas de María así como la fuente de todas las gracias que acompañan y de todas las virtudes que practicó. Su Corazón es la fuente y el origen de la santidad de María “y de su misma persona, es decir, su amor y su caridad”.
En el Magisterio de la Iglesia hay dos textos importantes con relación al Corazón de María. El Papa Pío XII en la encíclica Haurietis Aquas (15 de mayo de 1956) dice que para que el culto al Corazón de Jesús produzca abundantes frutos de bien en la familia cristiana y en toda la sociedad humana, “los fieles han de obligarse a asociar íntimamente con él la devoción al inmaculado Corazón de la madre de Dios”, asociada indisolublemente con Cristo en la obra de la redención humana. “De manera que nuestra salvación puede decirse muy bien fruto de la caridad y de los sufrimientos de Jesucristo, con los que estaban estrechamente asociados el amor y los dolores de su madre”.
Y San Juan Pablo II, al final de su primera encíclica Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), hablando de la redención, llega a decir: «Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen de Nazaret cuando pronunció su fiat. Desde aquel momento, este corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible”. Este amor materno “encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio de la madre».

MADRE DE MISERICORDIA
La palabra “misericordia” en su etimología significa “miseria” (miseri) y “corazón” (cor-dis). En el Corazón de Cristo, encarnación y personificación de la misericordia divina, vemos que Dios mismo tiene el corazón (cor) predispuesto hacia nosotros pobres seres humanos (miseri). San Buenaventura refiriéndose al corazón de Cristo con su herida viva y real pascualmente transfigurada, escribió: “A través de la herida visible vemos la herida del amor invisible”.
“Reina y Madre de misericordia, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”, rezamos en la Salve. María es Madre de misericordia, Madre de Jesús, que es la encarnación y personificación de la Misericordia divina.

LA COM-PASIÓN DE MARÍA
La participación de la Virgen María en la pasión y muerte de su Hijo –su com-pasión- es quizás el acontecimiento evangélico que más eco ha tenido en la religiosidad popular cristiana de oriente y occidente. El corazón compasivo de la Madre comparte los dolores de su Hijo al pie de la cruz. “Su dolor forma un todo con el de su Hijo. Es un dolor lleno de fe y de amor. La Virgen en el Calvario participa en la fuerza salvífica del dolor de Cristo” (Benedicto XVI). En el episodio que nos relata hoy el Evangelio, Jesús prepara a su Madre para el misterio de la Cruz, anticipando los tres días de su pasión, muerte y resurrección. “De este modo, María, conservando en su corazón un evento tan rico de significado, llega a una nueva dimensión de su cooperación en la salvación” (San Juan Pablo II).
La com-pasión maternal de María hacia el Hijo, sufriendo y agonizante en la cruz, se convierte también ahora, en com-pasión maternal hacia cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos diarios mientras caminamos por este valle de lágrimas. Es su corazón compasivo hacia nosotros.

PARTICIPACIÓN DEL AMOR DE CRISTO
El Corazón de María es compasivo porque es misericordioso: su Corazón (cor) quiere en todo momento estar cerca de nosotros, pobres seres humanos (miseri). En el amor misericordioso de Cristo “participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado” (San Juan Pablo II). Es su corazón materno compasivo y misericordioso. Este amor de María “perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos” (Concilio Vaticano II, LG 62).
Dios preparó “en el Corazón de la Virgen María una digna morada al Espíritu Santo” (oración colecta). El amor de Dios, infinitamente bueno, compasivo y misericordioso (Sal 102), fue derramado en el Corazón de María por el don del Espíritu Santo. “María, con perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y la capacita para abrazar a todo el género humano” (Benedicto XVI). Hoy hacemos memoria de este Corazón maternal de María. Recordar para celebrar.-MARIANO ESTEBAN CARO

SOLEMNIDAD
LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
15 de agosto

LA FIESTA DE HOY
Celebramos hoy la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Es la glorificación de la Virgen María con todo su ser (alma y cuerpo). La gracia de la que María estuvo llena en este mundo, es su plena glorificación. Este privilegio constituye la coronación de todos los privilegios, con que María fue adornada. La ausencia de pecado original y susantidad perfecta exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de todo su ser. No es una advocación o devoción más de la Virgen María. Es un hecho que sigue vivo ahora en su persona.
El día uno de noviembre de 1951, Pío XII definía como dogma de fe que “La Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Ya en mayo de 1946, el Papa promovió una amplia consulta a todos los obispos y, a través de ellos, a los sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad de definir la asunción de María como dogma de fe. Sólo seis respuestas, entre 1.181, manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esta verdad.

LA MUERTE DE LA VIRGEN
Para no hablar de la muerte de la Virgen, la Iglesia antigua, sobre todo la oriental, se refería a la “dormición” de María. Juan Pablo II en la audiencia del 2 de julio de 1997 enseñaba que “el dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado después de la muerte”. Daba el Papa varias razones: Cristo murió y la Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte. Asimismo, “para participar en la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte”. San Francisco de Sales habla de una muerte «en el amor, a causa del amor y por amor», llegando a afirmar que la Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús.

EL CIELO
El cielo al que María fue asunta no es un lugar, sino “una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (Catecismo 966). En esta participación María se ha adelantado a todos los cristianos. Es la garantía de que también nosotros, pobres seres humanos, venceremos con Cristo al mal, al pecado y a la muerte. El cielo es nuestra morada definitiva. María nos indica la meta de nuestra peregrinación terrena: quien vive y muere amando a Dios y al prójimo, con Cristo y como Cristo, será glorificado a imagen del Resucitado.

GARANTÍA DE NUESTRA GLORIFICACIÓN
María, una de nuestra raza, asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo, garantiza nuestra plena glorificación, nuestra unión definitiva con Dios, que es amor eterno. Este amor es el «cielo». La autocomunicación de Dios comienza ya en esta vida, si vivimos en gracia de Dios, unidos a Él de forma efectiva. La gracia es la gloria en este tiempo de peregrinación. Y la gloria es la gracia en la plenitud del cielo. Esta glorificación es el destino de los que Cristo ha hecho hermanos suyos, teniendo en común con nosotros la carne y la sangre. Y la primera de todos es María.
La glorificación de María no pone distancia entre ella y nosotros. María sigue siendo nuestra Madre. Ella conoce todo lo que nos acaece en este valle de lágrimas y nos ayuda y sostiene en las pruebas de la vida. “Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra”, cantamos hoy en el prefacio.
Todos estamos destinados a morir. María ahora es la prueba de que la muerte no es el final, sino un paso de vida a vida. Unidos a Cristo, participamos de la inmortalidad del Hijo eterno de Dios. María ha sido ya glorificada. Se nos ha anticipado. María es esperanza nuestra: Su destino glorioso es nuestro último y definitivo destino.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
X DOMINGO

CRISTO RESUCITADO COMPADECE CON NOSOTROS
A Cristo Jesús, resucitado y glorioso, le sigue dando lástima el pobre ser humano en su debilidad, cuyo instante extremo es la muerte. Es capaz de compadecerse de nuestras debilidades, pues ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado. Resucitado, no puede padecer. Pero su amor infinito –hasta la muerte- hace que compadezca con nosotros, por nosotros y en nosotros.
Llegaba Jesús a Naín en Galilea cuando llevaban a enterrar a un joven, hijo único de una mujer viuda. “La mirada de Jesús se fija inmediatamente en la madre que llora. Dice el evangelista Lucas: «Al verla el Señor, se compadeció de ella» (v. 13). Esta «compasión» es el amor de Dios por el hombre, es la misericordia, es decir, la actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra indigencia, nuestro sufrimiento, nuestra angustia. El término bíblico «compasión» remite a las entrañas maternas: la madre, en efecto, experimenta una reacción que le es propia ante el dolor de los hijos. Así nos ama Dios, dice la Escritura” (Papa Francisco).

DIOS NO QUIERE SER TEMIDO
La muerte no es un castigo por nuestras culpas. Dios no quiere ser temido, quiere ser amado. Dios no hizo la muerte para destruir al hombre. Sería cruel. No sería Dios. Él es amor. Es padre, siempre padre, sólo sabe ser padre. Y un padre no engendra para matar, sino para que sus hijos vivan y gocen la alegría de vivir. Pero no somos dioses. El hombre está hecho de barro. Inevitablemente nuestra morada terrenal se desmorona por los años, por la debilidad de nuestro material, por una agresión, por un accidente. Estamos hechos para la muerte. Pero el hombre es un ser para la inmortalidad.

VIVIR Y MORIR CON CRISTO
Si vivimos y morimos en comunión con Dios, con Cristo y como Cristo, traspasado el amargo trance de la muerte, esta comunión será eterna, infinita en su duración en su intensidad. El Resucitado ofrece una existencia nueva a quien está unido a él por la fe y el amor. Cristo, como Señor de la vida está al lado del que muere: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá. Si morimos con Cristo creemos que también viviremos con Él. El hombre sobrevive a la muerte gracias a Dios, que por amor, desde el seno de su madre, lo llama a la vida: amar a un ser, es decir: ¡tú no morirás!
Cristo ha vencido a la muerte y nos hace partícipes de su vida inmortal. Esta buena noticia, el Evangelio anunciado por Pablo, que no es de origen humano sino revelación de Jesucristo, la proclama la Iglesia en un prefacio de difuntos: Él aceptó la muerte, uno por todos, para librarnos del morir eterno; es más, quiso entregar su vida para que todos tuviéramos vida eterna.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XI DOMINGO

TODOS PECAMOS
“Ni robo ni mato”, ponemos como excusa. “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”, nos dijo el Señor. Si afirmamos que no hemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, no somos sinceros; más aún, hacemos mentiroso al mismo Dios (I Jn 1, 8-10) La verdad es que el único bueno es Dios; nosotros, todos, pecamos. El pecado forma parte de la verdad del hombre, decía Juan Pablo II.
En nuestro mundo abundan los efectos del pecado: falta de honradez, corrupción, el ansia de poder y de dinero, familias rotas, grupos enfrentados, las muertes con ruido y también las muertes silenciosas de niños no nacidos o enfermos terminales; explotación de las personas, violencia en sus múltiples formas, decisiones inmorales sociales o económicas, atentados contra los derechos de la persona o contra el medio natural. Todo esto está a la orden del día.

DIOS DE PERDÓN Y DE MISERICORDIA
Pero mientras tanto, ha desaparecido entre nosotros el reconocimiento personal de nuestra malicia individual.
Pecado que se reconoce y perdón de Dios; fe que actúa por el amor, que salva y justifica. Bien podrían ser el resumen de las lecturas de hoy. David reconoce su tremendo pecado y Dios le perdona. A la mujer del Evangelio se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho. La fe nos salva, nos justifica ante Dios; pero es la fe verdadera, que nos impulsa a cumplir la ley en su plenitud: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
LA GRACIA DE DIOS
Dios, nuestro Padre, infinitamente bueno, quiere que seamos buenos como bueno es Él. “Lo más divino en el hombre es hacer el bien” (San Gregorio Nacianceno). El ser humano es débil y sin la gracia de Dios nada puede (oración colecta). Además de reconocerse pecador y arrepentirse ante Dios y ante su conciencia, el cristiano tiene un signo eficaz de esta gracia de Dios. Es el sacramento de la Penitencia, que, junto con el perdón y la paz, nos “otorga la vida divina” (Catecismo de la IC, Compendio, 224), nos hace partícipes de la bondad infinita de Dios.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XII DOMINGO

HIJOS DE DIOS
“Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”, (segunda lectura). No se trata de un título honorífico, ni de una simple adopción legal, porque Dios, con su omnipotencia creadora, no nos hace hijos suyos jurídicamente, sino divinamente. Se trata de una verdadera regeneración, porque participamos realmente de la naturaleza divina. Somos hijos en Cristo, el Hijo único de Dios, al que nos incorporamos, por la fe y el bautismo. Estamos injertados en Jesús y de Él recibimos la savia, la gracia, la vida de Dios. Sin perder nuestro ser personal, llegamos a ser un sujeto nuevo en comunión existencial con Cristo.

FE VALIENTE
La fe, que nos hace hijos de Dios, es creer en Cristo: debemos poner en Él toda nuestra confianza. La fe es creer a Cristo, aceptando plenamente el mensaje de vida que Él nos propone, porque estamos seguros de que siempre quiere lo mejor para nosotros. Debe ser una fe confesante, dando testimonio no sólo con la palabra, sino especialmente, con la vida, con las buenas obras. Como Pedro en el evangelio de hoy (“tú eres el Mesías de Dios”), que hace una confesión de fe valiente, aunque imperfecta. El verdadero Mesías –dice Jesús- tiene que padecer, ser desechado, ejecutado y resucitar al tercer día.

SIN MIEDO NI COMPLEJOS
El cristiano cree en Cristo Jesús, autor y guía de nuestra salvación, que no es una tradición ni una costumbre, sino una persona viva y cercana, a la que hemos de seguir de forma clara y valiente en todos los terrenos de nuestra vida. Sin mesianismos ni fanatismos (la verdad se propone, no se impone), pero también sin complejos, ni miedos, porque la verdad es la que hace libres. El cristiano, hijo de Dios por su unión con Cristo, tendrá que vivir esta trascendental realidad sencillamente, pero también fraternalmente, porque todos somos “uno en Cristo Jesús” (segunda lectura).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XIII DOMINGO

LIBRES PARA EL BIEN
“Toda la ley se concentra en esta frase: amarás al prójimo como a ti mismo”. Para esto Cristo nos ha liberado: para que “seamos esclavos unos de otros por amor”. Libres, para que no seamos esclavos ni de nosotros mismos. El Señor nos ha liberado para vivir la libertad de los hijos de Dios. Nuestra vocación es la libertad, que no es arbitrariedad. No sólo somos “libres de”, para desentendernos. Somos principalmente “libres para” comprometernos, libres para el bien.

LA VERDAD HACE LIBRES
Libres para seguir a Cristo, dejando todo lo que nos impida vivir las realidades de nuestra vida de acuerdo con el Evangelio del Señor: la familia, el trabajo, la salud o la enfermedad, la juventud o la ancianidad. Toda su vida ha de vivirla el cristiano tal como Cristo quiere: así encontrará la verdadera libertad, pues Él es el camino, la verdad y la vida. Hijos de Dios, hijos de la luz, podemos “vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer en el esplendor de la verdad” (oración colecta). Si nos dejamos guiar por el Espíritu de Dios (segunda lectura), que es el Espíritu de la verdad, podemos llegar a la verdad completa y a vivir en plenitud la libertad de los hijos de Dios.

LIBRES COMO CRISTO
Esta libertad llega a ser esclavitud en el verdadero amor, al renunciar incluso a nosotros mismos, entregándonos a los demás. Como Cristo, que dio hasta su vida por los demás. Somos libres para seguir a Cristo “en la entrega de sí hasta el sacrificio de la cruz. Puede parecer una paradoja, pero el Señor vivió el culmen de su libertad en la cruz, como cumbre del amor” (Benedicto XVI).
Amarás a tu prójimo como a ti mismo; o mejor, como Cristo nos ha amado. Recibir en la comunión al Señor muerto y resucitado nos une a Cristo, que por amor se entregó a la muerte. Esta unión en el amor hará que demos frutos de buenas obras, que siempre permanezcan (oración de la comunión). -MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XIV DOMINGO

LA CRUZ NO ES PASIVIDAD
“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (segunda lectura). La cruz es recuerdo y prueba de un amor, como el de Cristo, que no se busca a sí mismo, sino que impulsa a entregarse y servir a los demás. La cruz, por tanto, no es pasividad o gusto por el tormento. Cristo muere en la cruz porque puso la entrega y el amor a sus hermanos los hombres por encima de su propio interés y provecho.
La cruz es signo e instrumento de nuestra salvación, porque en ella murió Cristo, Dios y hombre verdadero. Es la prueba de su inmenso amor: nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos, a los que Él amó hasta el extremo. Un amor, el de Cristo, más fuerte que la muerte. El Crucificado-Resucitado vence al pecado, al mal y a la muerte. La cruz es el paso hacia una vida infinita en tiempo y en intensidad.

PARA SER DISCÍPULO DE CRISTO
No puede ser discípulo de Cristo -recibir su Reino, dice hoy el evangelio- quien no tome su cruz y le siga (Lc 14, 27). Quien no viva con Cristo y como Cristo. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él (I Jn 2, 6). Y Cristo da su Reino a quienes produzcan los frutos (Mt 21, 43) de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Cristo, “Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado” (I Pe 2, 24).
Paradójicamente, la cruz es el signo de la realeza de Cristo. Su Reinado es el triunfo de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la verdad sobre las tinieblas de la ignorancia y de la mentira: “No reina Dios por lo que uno come o bebe, sino por la justicia, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo” (Rm 14, 17).

LA CRUZ, PATRIMONIO UNIVERSAL
“La cruz es manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado. La cruz nos hace hermanos” (Benedicto XVI).
Hacer la señal de la cruz es pronunciar un sí visible y público a Cristo, nuestro hermano y Salvador, que muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XV DOMINGO

LA VIDA ETERNA
La vida eterna es la vida de Dios, la divinidad. Dios se hizo hombre, asume la naturaleza humana, para hacernos partícipes de su divinidad. El prefacio III de Navidad canta el maravillosos intercambio que nos salva: “al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”. Es el misterio de nuestra salvación.
“¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”, pregunta el letrado a Jesús (Evangelio). La segunda lectura da la respuesta: vivir con Cristo y como Cristo, por la fe y el amor, cumpliendo los mandamientos.

CRISTO, CABEZA
Jesucristo es el primogénito de entre los muertos (segunda lectura), porque es hombre verdadero. Pero también es el creador de todo, porque es Dios verdadero. En Él “habita la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia (segunda lectura), sobre la que ejerce un influjo vital, santificador. Le da unidad. Jefe y cabeza de la Iglesia, Cristo la gobierna y la dirige, la hace crecer y es la fuente de su vida sobrenatural.
Para heredar la vida eterna, la vida de Dios, la divinidad, hemos de vivir unidos a nuestra cabeza por la fe y el amor. Y “en esto consiste el amor de Dios: en que guardamos sus mandamientos” (I Jn 5, 3).

LOS MANDATOS DEL SEÑOR
En el Evangelio de San Juan se pone de manifiesto la misma idea: “si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”. Y el mandamiento del Señor es que nos amemos unos a otros “como Él nos ha amado” (Jn 15, 10-12). Ésta será la señal por la que se reconocerá al discípulo de Cristo.
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser”, en una comunión de corazón a corazón. Amarle con todo lo que somos y tenemos. El amor a Dios ha de estar por encima de todas las cosas. Hemos de amar al prójimo como a nosotros mismos. Comportarnos como prójimo es tratar al hermano con entrañas de misericordia (Evangelio).
Los mandatos del Señor son la voz de Dios, que nos habla en lo más íntimo de nosotros mismos, en el fondo de la conciencia, en el corazón (primera lectura). No son una imposición inalcanzable, sino un don de Dios, en orden a nuestro crecimiento en el amor a Cristo Jesús, autor y guía de nuestra salvación, y en el amor a nuestros hermanos.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XVI DOMINGO

CRISTO, SALVACIÓN DE TODOS
El conocimiento del misterio de Cristo hace que lleguemos a la madurez en nuestra vida cristiana. La riqueza de este misterio está en que Él es para nosotros la esperanza de la gloria (segunda lectura). Él es nuestra salvación, nos hace hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3, 16-17).
Conocer el misterio de Cristo es conocer el amor que Dios nos tiene, crecer en este amor y responder con amor. Es “abandonar el pecado y pasar a una vida nueva” (oración de la comunión).

LA FE QUE SALVA
El cristiano se abre a la salvación por la fe en el Señor Jesús, que no es un instante de vivencia religiosa, sino disposición fundamental a lo largo de nuestra vida: es la peregrinación de la fe, como Abrahán (primera lectura). La fe que salva no es sólo creer en la existencia de Cristo, no es una mera creencia: nace del corazón y hace que vivamos unidos existencialmente a Cristo.
Marta y María (Evangelio) saben escuchar y acoger al Señor. Dos actitudes necesarias para abrirnos a la salvación. Una fe viva, que obra por el amor: a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado.

MADUREZ EN LA VIDA CRISTIANA
Cristo es para nosotros la esperanza de la gloria (segunda lectura). La gracia es la gloria ya ahora en el tiempo de peregrinación; y la gloria es la plenitud de la gracia en la casa del Padre. La gracia es participación en la vida de Dios, que se comunica al hombre. Es el fruto de la acogida del designio y del don de Dios, como Abrahán (primera lectura).
El conocimiento del misterio de Cristo (la fe, que tiende hacia Él amándolo) nos lleva a la madurez en la vida cristiana, al hombre perfecto. La madurez en nuestra vida cristiana consiste en vivir con Cristo y como Cristo, injertados en Él: ser hijos de Dios en el Hijo único de Dios. Ser imagen viva de Cristo, que no es apariencia, sino participación real en la vida del hombre Hijo de Dios.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XVII DOMINGO

PARTÍCIPES DE LA ORACIÓN DE CRISTO
Cuando terminó Jesús de orar, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar (Evangelio). Les enseñó el Padrenuestro, sacándolo de su propia oración al Padre Dios. El Padrenuestro brota de la oración personal de Cristo.
San Lucas pone el Padrenuestro en relación con esta oración personal de Jesús. Así nos hace partícipes de su propia oración, introduciéndonos en el diálogo del Amor trinitario. “Dado que el Padrenuestro es una oración de Jesús, se trata de una oración trinitaria: con Cristo, mediante el Espíritu Santo oramos al Padre” (Benedicto XVI).

HIJOS DE DIOS
Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él: Dios os dio vida en Cristo (segunda lectura). Somos incorporados a Cristo, hechos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Por el bautismo Dios nos dio el ser filial de Cristo.
Solamente en comunión con Cristo, unidos a Él, podemos dialogar como hijos con Dios nuestro Padre. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:¡Abbá, Padre! (Gál 4,3-7): un diminutivo cariñoso y familiar era “abbá” (papa, papá) en arameo, la lengua del Nazareno. Jesús habla con su Padre con intimidad y confianza. Y enseña a sus discípulos a orar así.

LA ORACIÓN QUE NACE DEL CORAZÓN
La oración será eficaz si se hace con fe inquebrantable en la bondad de Dios, nuestro Padre, que quiere lo mejor (cosas buenas) para nosotros. Debemos pedir con insistencia, como el amigo importuno de la parábola; y sin desanimarnos, como Abrahán en su regateo. “El hombre es un mendigo de Dios” (San Agustín).
La oración será auténtica si nace del corazón: Un corazón filial: viviendo como verdaderos hijos de Dios. Un corazón fraterno: viviendo como verdaderos hermanos.

LA FRATERNIDAD CRISTIANA
Orar a nuestro Padre Dios nos exige asemejarnos a Él. Comportarnos como hijos de Dios. La oración cristiana, participación en la oración de
Jesús, es experiencia filial.
Por otra parte, la palabra “nuestro” entraña otra verdad fundamental: la fraternidad. Es el «nosotros» de los hijos de Dios. Al orar entramos en comunión con Dios y con todos sus hijos.

EL ESPÍRITU SANTO
Termina el Señor diciendo: ¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Evangelio).El Espíritu Santo viene sobre todo en la oración. “Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración” (Juan Pablo II).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XVIII DOMINGO

SER RICOS ANTE DIOS
A lo largo de estos domingos de verde del Tiempo Ordinario se nos va presentando cómo debe vivir el cristiano en todos los ámbitos de su existencia. Hoy la Palabra de Dios nos habla de los bienes de este mundo: la riqueza, el trabajo y todos los afanes del hombre bajo el sol. Y su mensaje podemos condensarlo en estas palabras: lo que importa es ser rico ante Dios. Si uno no es rico ante Dios, aunque tenga muchos bienes de este mundo, todo es vaciedad sin sentido (primera lectura).

DONDE ESTÁ TU TESORO ALLÍ ESTARÁ TU CORAZÓN
Lo que importa es ser rico ante Dios. Los muchos afanes del hombre, sus trabajos bajo el sol (primera lectura), lo que haya amasado con tanta fatiga tiene que dejarlo a quien no lo ha trabajado. Apartaos de toda clase de codicia, dice el Señor en el Evangelio. Porque donde está tu tesoro allí estará también tu corazón. Escuchamos en la primera lectura que tantos afanes por amasar bienes de este mundo, durante el día producen dolores, penas y fatigas y por la noche no descansa el corazón.

LAS BUENAS OBRAS
La segunda lectura nos señala cómo podemos ser ricos ante Dios. Hemos de buscar ser hombres y mujeres nuevos y mejores, a imagen de Cristo (los bienes de allá arriba, donde está Cristo). Y dar muerte a lo terreno –al pecado- que hay en nosotros. Dar muerte a la avaricia, que es una idolatría, cuando hacemos de las riquezas y del dinero un dios. Seremos ricos para Dios despojándonos del hombre viejo y revistiéndonos, configurándonos con Cristo Jesús resucitado vencedor del pecado, del mal y de la muerte.
Lo que importan son las buenas obras, que nos acompañarán más allá de la muerte, al presentarnos ante Dios. Así seremos de verdad ricos ante Dios. Sin miedo a que se pierda, porque permanecerán en la eternidad. Las riquezas de este mundo aquí se quedarán y otros, que no lo han trabajado, serán quienes las disfruten.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XIX DOMINGO

FE Y ESPERANZA
La segunda lectura de hoy nos presenta al patriarca Abrahán, nuestro padre en la fe. Hombre de fe. Toda su vida fue un camino de fe. Es prototipo del verdadero creyente: para él la fe no fue una teoría. Ni seguir sólo unas tradiciones y costumbres. Fue una actitud de profunda confianza en Dios. Y porque se fió de Él, le obedeció y se puso en camino.
La fe es seguridad de lo que se espera (segunda lectura). La esperanza es deseo confiado del Dios-Amor. Dios de la esperanza, que cumple siempre sus promesas. “La esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado ya en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).

COMINZA YA AHORA LA VIDA ETERNA
La esperanza no es sólo expectativa de futuro. Por la fe comienza en nosotros, ya ahora, la vida eterna. En germen, el mundo futuro ya está presente en nosotros. Manteniendo el ánimo, al conocer con certeza la promesa de la vida eterna (primera lectura). Por tanto, la fe repercute realmente en nuestra existencia. La fe es una esperanza que transforma nuestra vida. “Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 2).
Nosotros esperamos al Señor Jesús resucitado, que es para nosotros esperanza de gloria. Unidos a Él por la fe y el bautismo, somos uno en Él, del cual recibimos ya ahora la savia, la vida, la gloria de Dios. Somos hijos de Dios, hemos de vivir como hijos de Dios.

UNA RECTA CONCIENCIA
Debemos estar siempre vigilantes, preparados. La vida cristiana es lucha constante por vivir unidos a Cristo. El creyente ha de permanecer despierto para acoger a Jesús. “Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el hijo del hombre” (Evangelio). San Agustín nos dice: “Vela con el corazón, vela con la fe, la caridad. Vela con las buenas obras, con una recta conciencia”. Poniendo nuestro corazón en Cristo, nuestra esperanza.
En la tierra todos estamos de paso, como nos recuerda la carta a los Hebreos (segunda lectura), que presenta a Abraham, peregrino, viviendo en una tienda y habitando en una región extranjera. Lo guiaba la fe.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XX DOMINGO

CRISTO ES NUESTRA PAZ
“Cristo es nuestra paz: de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos separaba… para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo, y estableciendo la paz, para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la cruz, por la que dio muerte a la enemistad” (Ef 2, 14-16). Inauguraba así el Reino de Dios, que es amor, alegría y paz. En el prefacio de la fiesta de Cristo Rey cantamos al Señor Jesucristo, “víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz”, que entrega al Padre “el reino de la justicia, el amor y la paz”.

SEMBRADORES DE PAZ
Él quiere que seamos sembradores del bien y de la paz. Tolerantes, pero sin traicionar nuestra fe. Buscando la paz del corazón, que es la que construye la paz exterior.
Cristo en el Evangelio de hoy dice que no ha venido a traer paz sino división. La paz de Cristo no es sólo ausencia de guerras. Al contrario, es fruto de una lucha constante contra el mal. Compromiso por el amor, la verdad, la justicia, el respeto. Cristo trae el fuego del amor de Dios, que nos transforma.
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Paz con Dios haciendo su voluntad, paz con nosotros mismos, con nuestra conciencia, y paz con el prójimo y con toda la creación. Estamos hechos para la paz, que es don de Dios y conquista del hombre. “La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible” (Benedicto XVI).

NO CANSARNOS DE HACER EL BIEN
Ser cristiano es una realidad viva y exigente: corramos la carrera que nos toca sin retirarnos (segunda lectura). La vida cristiana no es repetición ni la costumbre de siempre. Hemos de tener los criterios y los sentimientos de Cristo.
Por eso, se produce división. No todos lo aceptan. División que atraviesa incluso nuestro propio corazón. En lucha constante, porque el bien que queremos no lo hacemos y el mal que no queremos eso es lo que hacemos. Hemos de estar siempre dispuestos a vencer al mal a fuerza de bien En lucha contra el mal. Sin cansarnos de hacer el bien.

CRISTO ES NUESTRO PUNTO DE REFERENCIA
Fijos los ojos, por la fe y el amor, en Cristo Jesús, autor y el guía de nuestra salvación. Él es nuestro punto de referencia. “Siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en “instrumentos de su paz”, según la célebre expresión de san Francisco de Asís.
“No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien y pagando personalmente el precio que esto implica” (Benedicto XVI).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXI

CÓMO SALVARNOS
Señor ¿serán pocos los que se salven?, preguntan a Jesús en el Evangelio de hoy. Una pregunta que también debemos hacernos personalmente: Señor, ¿me salvaré yo?
Para salvarse hay que entrar por la puerta estrecha, responde Jesús. Y es que la vida cristiana requiere esfuerzo constante. Una vida honrada y en paz (segunda lectura). Es mucho más que lo material y sensible (hemos comido y bebido contigo). El Señor no nos reconocerá ni nos sentará a la mesa en el Reino de Dios por haber rezado mucho (“no todo el que me dice Señor, Señor entrará en el Reino de los cielos”) o por haber profetizado, echado demonios o haber hecho milagros en su nombre, sino por “cumplir la voluntad de mi Padre” (Mt 7, 21). Termina el Evangelio con estas palabras: “Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”.
A la eterna comunión del banquete en el Reino Dios están llamados hombres y mujeres de los cuatro puntos cardinales (Evangelio), del mundo entero (salmo responsorial), de todas las naciones, de toda lengua (primera lectura). “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).
QUÉ ES LA SALVACIÓN
El Papa Benedicto XVI, en el Encuentro Ecuménico, celebrado en Praga el día 27 de septiembre de 2009, decía que “el término «salvación» encierra muchos significados, pero expresa algo fundamental y universal del anhelo humano de felicidad y plenitud. Alude al deseo ardiente de reconciliación y comunión que brota espontáneamente en lo más profundo del espíritu humano. Es –añadía – la verdad central del Evangelio y el objetivo hacia el que se dirige todo esfuerzo de evangelización y de solicitud pastoral”. El ser humano encuentra sólo en Dios su plenitud y su realización. Lo reconoce el mismo San Agustín en sus Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» (I, 1, 1). Dios verdadero, se hace hombre verdadero para que el hombre pueda “compartir la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre la condición humana” (Colecta de la Natividad del Señor). Para que superemos todas las limitaciones del ser humano, hecho de barro, y participemos de la bondad, la felicidad, la gloria, la vida de Dios, que son eternas, infinitas en su duración y en su intensidad.

NOS SALVAMOS UNIDOS A CRISTO
Esta salvación no es cosa del último momento. En esperanza estamos salvados (Rom 8, 24). Unidos a Cristo por el bautismo y la fe, que obra por el amor, de Él recibimos ya ahora la savia, la gracia, la vida de Dios; se nos transfunde el ser filial de Cristo. Somos ya hijos de Dios en el Hijo único de Dios. De “un pueblo de hijos” reza la Colecta de hoy. Y la segunda lectura proclama que el Señor nos trata como a sus hijos preferidos.
Hemos de esforzarnos constantemente por vivir en comunión existencial con Cristo, autor y guía de nuestra salvación. Él es la Puerta. “Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie va al Padre sino por mi” (Aleluya). Tenemos que asemejarnos a Jesús en su ser y en su obrar. Esta comunión con Jesús se manifiesta en la vida: Al final seremos juzgados por el amor.
Esta comunión será eterna, si en el último momento estamos en comunión de fe y de amor con Cristo. Pero si libremente rechazamos esta comunión, es el infierno (el llanto y el rechinar de dientes). A ningún hombre, a ninguna mujer, le echan fuera del banquete de eterna comunión en el Reino de los cielos. Se autoexcluye voluntariamente del amor de Dios. MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIMPO ORDINARIO
DOMINGO XXII

LA HUMILDAD
El humilde reconoce que ha recibido todo de Dios, que no es nada por sí mismo, que es un pobre pecador, pero que, si se abre a la gracia, Dios le glorificará. Más profunda es la humildad de Cristo, que por rebajarse hasta la muerte es elevado a la gloria del cielo. En Cristo la humildad es una realidad pascual. Su muerte es glorificadora.
Jesús manso y humilde de corazón, nunca busca su gloria. Vino a servir no a ser servido. Lava los pies a sus discípulos (un oficio de esclavos). “Actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo” (Filipenses 2, 6-11). La máxima humillación en la cruz fue la máxima expresión de un amor más fuerte que la muerte. Como el grano de trigo. La humildad es, por tanto, “signo de Cristo” y señal también de los cristianos, porque “donde está la humildad, allí está la caridad” (San Agustín).

EN COMUNIÓN CON CRISTO
Estamos llamados vivir en comunión con Cristo: el que se humilla con Él y como Él, será enaltecido con Él y como Él. “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo” (Credo). Resucitado y glorioso fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad. Cristo “aceptó la muerte para librarnos del morir eterno, entregó su vida para que todos tuviéramos vida eterna” (Prefacio). Cristo nos enseña así el camino, el fundamento y la meta de la humildad: el amor y la entrega a Dios y a los hermanos.
Unidos existencialmente a él, nos hace partícipes en su pro-existencia, de su amor hasta la muerte. “En la medida en que nos conformamos con el Cristo que se entrega, somos transformados” (San Bernardo de Claraval). Darse, entregarse es el grado más alto de la humildad. La caridad es inseparable de la humildad, uno de cuyos frutos es la fortaleza.

VIVIR EN LA VERDAD
La humildad es la verdad. Decía Santa Teresa de Ávila: «la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende anda en mentira». La humildad es sobre todo vivir en la verdad. Hemos de buscar no aparentar, sino agradar a Dios. ”Toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo” (San Ambrosio). Espíritu de valentía y de verdad que nos hace libres. “Quien pertenece a la verdad, jamás será esclavo de algún poder, sino que siempre sabrá servir libremente a los hermanos” (Benedicto XVI, 1 de julio 2007).La motivación del creyente no es el éxito, sino el bien. La humildad y el realismo nos dan la libertad de la verdad. En tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso (primera lectura).
Es humilde el que se reconoce tal como es: su propia verdad, su realidad, sus límites. Sabiendo que todo es don de Dios. Humilde es quien reconoce que no lo puede todo ni lo sabe todo; que no es perfecto: Dios es el único bueno.

LA HUMILDAD ES VALENTÍA
Ser humilde no significa ser un abandonista, un timorato o un derrotado. El camino de la humildad es un camino de valentía. Los autores espirituales hablan de los cuatro grados de la humildad: conocerse, aceptarse, olvidarse de sí mismo y darse. “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. El que pierda su vida por mi y por el Evangelio la salvará” (Mt 16, 24).
Dios, infinitamente bueno y juez misericordioso, únicamente se revela y se manifiesta a los humildes (primera lectura). Más aún, hay que ser humildes para acercarnos a Dios, juez de todos, caminando con Jesús, Mediador de la nueva alianza (segunda lectura).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXIII

SER DISCÍPULO DE CRISTO
En los Evangelios Jesús propone a sus discípulos exigencias únicas. Ser discípulo suyo es consecuencia de una llamada, de una vocación: sígueme. Siempre implica una adhesión personal. El discípulo del Evangelio se une no a una doctrina, sino a la persona de Cristo. Los discípulos del Maestro están llamados a compartir su destino, su vida y su misión. En el Evangelio de este domingo Jesús nos dice qué hay que hacer para ser discípulo suyo: venirse conmigo, caminar tras Él, renunciar a sí mismo.
Será discípulo de Cristo quien le siga y mantenga con Él una relación de fidelidad en todos los momentos y en todos los ámbitos de su vida. Vivir con Él y como Él. En comunión con Él. No somos cristianos sólo por seguir unas tradiciones o unas costumbres. Ser cristiano no es una “etiqueta”. Ni estar como “afiliados” a la Iglesia. “Podemos caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor” (Papa Francisco).

FIDELIDAD A CRISTO
Esta fidelidad exige renunciar incluso a nosotros mismos. Ninguna situación, ninguna persona, ninguna realidad puede impedirnos seguir los pasos de Jesús. Nada ni nadie puede estar por encima de nuestro compromiso personal de fidelidad a Cristo. Esto no significa que despreciemos todo lo bueno que hay en la vida (como familia). Pero en todo hemos de vivir según la voluntad de Dios, que quiere siempre lo mejor para nosotros. Ser fiel a Cristo también en la forma de llevar nuestra cruz. Como Él la llevó: sin desconfiar nunca de la bondad de Dios, que especialmente nos quiere cuando lo pasamos mal.
Esta relación con Jesús, de persona a persona, de corazón a corazón, de fidelidad total, tiene como base la fe en Cristo y en su mensaje, que es no sólo informativo, sino también performativo: “el que cree, aceptando el don de la fe, es transformado en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un ser filial, se hace hijo en el Hijo” (Papa Francisco, Encíclica). Transforma incluso nuestra relación con los demás: Filemón ya no será un esclavo, sino un “hermano querido” (segunda lectura).

SOMOS HIJOS DE DIOS
Las oraciones de la misa de hoy nos ayudan a penetrar en esta realidad profunda del verdadero discípulo de Jesús: somos hijos de Dios, que nos mira siempre con amor de padre (colecta). Amor de madre, que diría Juan Pablo I: “Somos objeto de un amor sin fin de parte de Dios. Sabemos que tiene los ojos fijos en nosotros siempre, también cuando nos parece que es de noche. Dios es Padre, más aún, es madre”. Un amor que nos hace participar de su vida divina. Vivir en comunión.
Por el Espíritu Santo, el maestro interior, que habita en nuestros corazones, la relación del discípulo con Jesús ya no será solamente exterior, sino una realidad trascendental, vital, existencial, actual. Desde la profundidad de nuestro ser hasta nuestro comportamiento exterior: Es la sabiduría que salva por medio del Santo Espíritu enviado desde el cielo (primera lectura) por Cristo Jesús resucitado. “Esto significa que para llegar a Cristo en el conocimiento y en el amor -como ocurre en la verdadera sabiduría cristiana- tenemos necesidad de la inspiración y de la guía del Espíritu Santo, maestro interior de verdad y de vida” (San Juan Pablo II).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXIV

PARÁBOLAS
Hoy Cristo en tres parábolas nos habla de la misericordia de Dios. Más ampliamente en la conocida como parábola del Hijo Pródigo o mejor, del Padre Misericordioso.
El padre de la parábola – Dios- es fiel a su ser paterno, al amor por su hijo, que, aunque esté perdido, no deja de ser su hijo: le acoge inmediatamente y con gran alegría cuando vuelve: lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Es el relato del proceso de la misericordia.

EL HIJO PRÓDIGO
“La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre —Dios— que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena” (Juan Pablo II). Decía San Hilario de Poitiers: «Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre”. Con el hijo pródigo y con el hijo mayor, que no entiende la bondad del padre y, de forma diversa, también se aleja de Él.
Nuestro Dios es compasivo y misericordioso. Siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. No se cansa de salir a nuestro encuentro. Es el primero en recorrer el camino que nos separa de Él. “Dios nunca se cansa de perdonar, ¡nunca! Él es un Padre amoroso que siempre perdona, que tiene un corazón de misericordia para todos nosotros” (Papa Francisco). En la parábola del Hijo Pródigo se expresa también la realidad de la conversión, que no puede existir sin reconocer el propio pecado. Convertirse, arrepentirse es ponerse en el camino de retorno al Padre.

TODOS PECAMOS
Hemos de reconocer que todos somos pecadores. Todos pecamos. El mal está enraizado en nuestro corazón. Sólo Dios es infinitamente bueno. Nosotros ninguno. Cada cual sabe en qué, cuándo y dónde tiene que cambiar. Todo hombre es hijo pródigo y hermano mayor. «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados» (1 Jn 1,8 s).
Decía Pío XII ya en 1946 que «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». De eclipse, deformación y anestesia de la conciencia, hablaba Juan Pablo II. Se dan complicados mecanismos de exculpación –dicen los teólogos- incluso una ilusión patológica de inocencia, que siempre echa la culpa a los otros o al sistema. Está amortiguado el sentido del pecado como consecuencia de la negación de Dios. “Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria” (Juan Pablo II).

PECAR ES OBAR CONTRA NUESTRO PROPIO BIEN
El pecado no puede herir en sí mismo al Dios trascendente. Pero nuestro Dios no es un ser apático o indiferente con el hombre. El pecado le hiere en la medida en que afecta a los que Dios ama, “porque obramos contra nuestro propio bien” (Santo Tomás de Aquino) o contra el bien de los hermanos. El Dios de infinita miseri=cordia se compadece, se conmueve, ante las miserias humanas con todo su corazón. La misericordia divina hace visible la esencia misma de Dios, que es amor. Po eso Dios nuestro Padre sufre por nosotros, cuando hacemos el mal –cuando pecamos- contra nosotros mismos o contra los demás. Pero también se alegra infinitamente -hay una gran alegría en el cielo-, cuando un pecador se convierte y como “el hijo pródigo vuelve “a casa”, a sí mismo y al padre” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
El gran mensaje de esta parábola del Padre Misericordioso es que cuando un pecador –alguien que está haciendo el mal- se arrepiente y cambia de vida, en el cielo –en el corazón de Dios- hay una alegría infinita, porque es compasivo y misericordioso.

PROCESO DE CONVERSIÓN
La conversión no se realiza de una vez para siempre. Es un proceso, un camino a lo largo de toda nuestra vida. Nadie está convertido del todo. Esta conversión del corazón es ante todo un don gratuito de Dios, Todos necesitamos la gracia y el perdón, que Dios nos da siempre que nos arrepentimos sinceramente. Y muy especialmente y con la eficacia de la gracia, en el sacramento de la penitencia y de la conversión, en el que el sacerdote, en la persona de Cristo, es “ministro de la misericordia de Dios” (Benedicto XVI).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXV

UN SOLO DIOS
Dios es uno, proclama la segunda lectura. Esta verdad central de la fe cristiana resume el mensaje de la Palabra de Dios en este domingo. No tenemos varios dioses. Creemos en un único Dios, que es eterna comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas distintas. Pero un solo Dios verdadero. No son tres divinidades diferentes. Dios es uno.

Dios es único. No hay más que un Dios al que servir con todo nuestro ser. Con todo lo que somos y tenemos. No podéis servir a Dios y al dinero, dice el Evangelio de hoy. Para nosotros nada ni nadie puede estar por encima de Dios. No hay que intentar tener dos señores, silenciando a nuestra conciencia, que ni se compra ni se vende. Sólo a Dios hay que amar con todo el corazón.
Creo en un solo Dios Padre Todopoderosos, comienza el credo niceno. El amor de Dios no tiene límites: «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). “La omnipotencia del amor de Dios es la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien” (Benedicto XVI).

QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN
Este Dios uno y único, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (segunda lectura). Quiere nuestra salvación, nuestra liberación del mal, del pecado y de la muerte. Siempre busca lo mejor para nosotros en toda nuestra vida: nuestra única vida, vivida en el tiempo y, traspasada la muerte, en la eternidad. Entre los muchos significados que encierra el término “salvación” Benedicto XVI destaca que expresa “algo fundamental y universal del anhelo humano de felicidad y plenitud”.
Para conseguir nuestra salvación Dios envía a su Hijo, el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos (segunda lectura). Y prosigue el credo: Creo en un solo Señor Jesucristo. Él es el autor y guía de nuestra salvación. Es el único Salvador. Cristo, «siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8, 9), cantamos hoy en el Aleluya. Al entregarse totalmente por amor, está invitando a sus discípulos a seguir su mismo camino. El cristiano ha de elegir entre la lógica del lucro y la lógica del compartir, de la solidaridad y del amor.

CONSECUENCIAS REALES
El Evangelio nos dice también cómo debe ser nuestra relación con el dinero y con los bienes de este mundo. Se nos invita a una decisión radical. Ningún siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. En definitiva, dice Jesús: No podéis servir a Dios y al dinero. Se trata de una decisión a tomar permanentemente entre el amor y el egoísmo, entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia, entre Dios y Satanás.
Nuestra fe en un único Dios, que es Padre, tiene otra consecuencia para nuestra vida real: Todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre. Que hemos de amarnos como Cristo nos amó y se entregó por nosotros. No podemos abusar de los demás ni explotarlos. Ni exprimir al pobre ni comprarle por dinero ni despojar a los miserables ni aprovecharse de sus necesidades (primera lectura). En el amor a Dios y al prójimo ha puesto la plenitud de la ley el Padre Todopoderoso, nuestro único Dios (oración colecta).-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXVI

LLAMADOS A LA VIDA ETERNA
Conquista la vida eterna a la que has sido llamado. Es el mensaje fundamental de hoy. Lo que sembremos ahora será lo que recojamos después de la muerte. En la parábola del rico epulón no se condena a uno por ser rico y se salva al otro por ser pobre. El epulón es condenado por haber vivido en el materialismo y en un total egoísmo; por no haber tenido caridad, ni misericordia. Se le niega la misericordia, “porque en su vida no quiso ser misericordioso -comenta san Agustín-, no se le escucha cuando suplica entre tormentos, porque en la tierra no escuchó él al pobre que le suplicaba”.
El rico -no tiene nombre- personifica el uso injusto y egoísta de las riquezas: piensa sólo en su propia satisfacción, sin tener en cuenta al mendigo que pide a su puerta. El pobre representa a la persona de la que solamente Dios se cuida: tiene un nombre, “Lázaro”, abreviatura de Eleázaro (Eleazar), que significa «Dios le ayuda». A Lázaro, el olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada para los hombres, es valioso y querido por el Señor.
DESPUÉS DE LA MUERTE
Jesús enseña claramente que la suerte del hombre queda fijada definitivamente en el momento de su muerte: La situación de los perdidos es inalterable, inapelable y definitiva, “por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo después de la muerte no sirve para nada” (Benedicto XVI). La parábola nos recuerda también que, mientras caminamos por este mundo, debemos escuchar al Señor, que nos habla, viviendo según su voluntad; de lo contrario, después de la muerte, será demasiado tarde para enmendarse.
Nuestro destino eterno depende de nuestra actitud. Hemos de seguir el camino que Dios nos ofrece para llegar a la vida eterna: Amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Como Jesús, hemos de pasar por esta vida haciendo el bien. La vida eterna no se consigue con dinero. Es una gracia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y nos pide que correspondamos a este amor suyo. En esta vida, ahora, nos jugamos la vida eterna, que es don de Dios pero también conquista nuestra.
EL COMBATE DE LA FE
Combate el buen combate de la fe (segunda lectura). Un fe viva, consecuente, que da frutos de buenas obras en todos los ámbitos y momentos de nuestra vida. La segunda lectura enumera algunos de estos frutos. Practica la justicia, dando a cada cual lo suyo, lo que le pertenece. La religión: con Dios hemos de mantener una relación vital, personal, coherente, de corazón a corazón. La paciencia: no cansarse de hacer el bien. La delicadeza, que es atención y ternura para con todos. “No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura (Papa Francisco). Y sobre todo, practica el amor: mucho más que un sentimiento, el amor es comprensivo, no se irrita, es misericordioso, no lleva cuentas del mal, todo lo perdona. Como escribía el poeta místico español San Juan de la Cruz, “en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”.
LA VIDA ETERNA
La muerte es el paso de vida a vida: de esta vida a la vida sin fin. Bien para entrar en la vida de Dios, eterna y gloriosa, si morimos en comunión con Él, en sus manos, con Cristo y como Cristo. Será el seno de Abrahán. O para pasar a los tormentos: para el que muere rechazando voluntariamente a Dios. Su decisión ya no tiene vuelta de hoja. Es para siempre. El infierno (en medio de los tormentos) no es ni un lugar ni un castigo eterno de Dios. Es el sufrimiento por la separación de Dios libremente decidida. Esta decisión es para siempre.
Si quieres conquistar la vida eterna, guarda el Mandamiento del amor a Dios y al hermano hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo, Juez justo y salvador, que quiere hacernos a todos partícipes de su vida inmortal.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORINARIO
XXVII DOMINGO
LA FE, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA
Benedicto XVI ha explicado en profundidad (DCE 1) cómo la fe, de la que hablan todas las lecturas de hoy, es el fundamento de la vida cristiana: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él » (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de San Juan –dice el Papa- expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”. Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida”.
Añadía Benedicto XVI que se comienza a ser cristiano por el “encuentro con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. La fe cristiana, pone el amor en el centro. Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero, “el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro”.
ENCUENTRO CON LA PERSONA DE CRISTO
La fe es sobre todo una relación personal de confianza absoluta del pobre ser humano en Dios. Es sentirse seguros en sus manos. Es fiarnos de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. La fe que debe ser viva y operante y dar frutos de buenas obras. Sobre todo, el fruto del amor, sin el cual la fe está muerta. Actúa por el amor, que es el vínculo de la perfección. Vive con fe y amor cristiano (segunda lectura).
La fe no es solamente un conjunto de dogmas y verdades abstractas. Ni es ideología ni un movimiento social, sino encuentro con la persona de Cristo. Es una relación basada en el amor. No es una mera herencia cultural. No es un mito, sino historia real. La fe no es algo del pasado, porque Cristo resucitado es una persona viva, es nuestro contemporáneo. No afecta sólo al pensamiento sino a todo nuestro ser. “La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro (Papa Francisco, LF 5).
La fe del corazón (o con el corazón se cree). Estas palabras de San Pablo (Rm 10,10) explican la interacción de la fe con el amor. En la Biblia el corazón es el centro del hombre, de todas sus dimensiones. La fe implica a todo nuestro ser. “La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor” (Benedicto XVI, DCE 26). Se abre a Dios, que es amor, que ha creado al hombre por amor y le llama al amor. Es el Dios fiel, que ha establecido una relación de amor con el hombre. Sólo el amor es digno de fe.
DON DE DIOS Y COMPROMISO NUESTRO
La fe es un don de Dios. Es obra de Dios. Una acción continua de su gracia que nos llama. A la vez, es respuesta de la libertad del hombre que puede o no responder a Dios. Pero no podemos presentarnos ante Dios con el alma hinchada: el justo vivirá por la fe (primera lectura). Reconociendo con humildad que nuestra capacidad viene de Dios. Es Él quien da el crecimiento (Señor, auméntanos la fe). “Sin mi –dice el Señor- no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Incluso con San Pablo hemos de afirmar que “nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3).
La fe supone por nuestra parte esfuerzo y compromiso. Pero fundamentalmente es don de Dios, que no está en deuda con nosotros. Todo lo contrario. Ante Dios nosotros somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer (Evangelio). Con relación a Dios somos siempre deudores, todo es don suyo, todo es gracia de Dios. En el Catecismo de la Iglesia Católica (308) podemos leer: «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar » (Flp 2, 13). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque «sin el Creador la criatura se diluye» (GS 36, 3); menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia (cf Mt 19, 26; Jn 15, 5; Flp 4, 13)”.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXVIII
LA LEPRA, MUERTE VIVIENTE
De la lepra se habla ya en algún papiro del siglo III antes de Cristo; también en las enseñanzas de Hipócrates. Hasta el siglo XIX no se descubrió el bacilo causante de esta enfermedad. La lepra en los tiempos del Antiguo Testamento estaba considerada como hereditaria e incurable. Muy contagiosa, destruía el cuerpo lentamente. Era conocida como “muerte viviente”, provocándola realmente en muchos casos.
Para evitar el contagio, al leproso se le expulsaba de las poblaciones. Vivían en descampado, incluso en los cementerios, sin ningún contacto con la familia ni con la comunidad. Sólo después de una meticulosa revisión y de un detallado ritual, el leproso, ya curado, era declarado «limpio» por los sacerdotes. “Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo” (Lc 4, 27) como Naamán el sirio (primera lectura).
JESÚS CURA A LOS LEPROSOS
En el Evangelio de hoy aparecen diez de leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le pedían a Jesús que tuviera compasión de ellos. La lepra era en principio signo del pecado. El Siervo doliente del canto de Isaías (53,3-12) es herido de tal modo que las gentes se apartan de él como de un leproso. Aunque inocente, carga con los pecados de los hombres, que serán sanados por sus llagas. Junto con otras, la curación de los leprosos es signo de que Él es “el Mesías que ha de venir” (Mt 11,5) y de que el reino de Dios está presente (Mt 10,8).
Jesús cura a los diez leprosos. Entre ellos, un extranjero de Samaria. Cristo, como el Padre (yo y el Padre somos uno, Jn 10:30), hace salir el sol sobre buenos y malos (Mt 5, 45).

LA FE QUE SALVA
“Levántate, vete. Tu fe te ha salvado”, dice Jesús al que vuelve ya curado, para dar gloria a Dios (Evangelio). Este hecho “nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el «corazón», y desde allí se irradia a toda la existencia” (Benedicto XVI).
Es la fe la que nos lleva a la salvación lograda por Cristo: Si morimos con él, viviremos con él (segunda lectura). Una fe que se pone de manifiesto en el agradecimiento. Quien agradece, como el leproso extranjero curado, está testimoniando que no considera todo como algo debido, sino como un don de Dios. Naamán, después de ser curado, expresó su fe y su agradecimiento a Dios (primera lectura). Quizás habría que hablar de la “parábola del samaritano agradecido”.
Lo que el Señor reprueba en el Evangelio, es el hecho de no tener fe, imaginando que ante Dios es suficiente el frío cumplimiento de normas y costumbres. Aquellos nueve leprosos curados no creyeron en Jesús, el Mesías Enviado; pero fueron a cumplir lo mandado en la ley de Moisés (Lv 14). La curación era para ellos algo debido por cumplir la ley. Aunque habían apelado al corazón compasivo de Cristo y quedaron limpios sin haberse presentado a los sacerdotes, no establecieron con Jesús la relación de la fe, que nace del corazón (Rm 10, 10). El samaritano sí volvió a Jesús, alabando a Dios a grandes gritos y dándole gracias. Fue su fe la le que salvó. “El hombre – dice San Pablo- no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la Ley nadie será justificado» (Ga 2, 15-16).- MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXIX
LA PALABRA DE DIOS
“En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres. Ahora, en la etapa final, nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1, 1-2), que es su Palabra, Dios desde toda la eternidad. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Y a cuantos la recibieron “les da poder para ser hijos de Dios si creen en su nombre” (Jn 1, 1-12).
Así la Palabra hecha carne nos introduce en la eterna comunión de Personas que es Dios: somos por gracia hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Injertados en la Palabra hecha carne, participamos del ser filial de Cristo. Estamos llamados a vivir en comunión con Cristo. Decía San Bernardo que el cristianismo es la “religión de la Palabra de Dios, no de una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo”.
LA PALABRA SE HIZO CARNE
Cristo, la Palabra hecha carne, es el mediador y la plenitud de la Revelación. Es la Palabra definitiva de Dios. “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (San Juan de la Cruz).
Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4): es decir, que lleguen al conocimiento de Jesucristo, que envía a sus discípulos a anunciar el Evangelio por todo el mundo. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de éstos, a todos los generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo. Esta Tradición Apostólica “se realiza de dos modos: con la transmisión viva de la Palabra de Dios (también llamada simplemente Tradición) y con la Sagrada Escritura, que es el mismo anuncio de la salvación puesto por escrito” (Compendio del Catecismo 13).
La Sagrada Escritura, inspirada por Dios, “puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación” (segunda lectura). Dice san Buenaventura: “La Sagrada Escritura es precisamente el libro en el que están escritas palabras de vida eterna para que no sólo creamos, sino que poseamos también la vida eterna, en la que veremos, amaremos y serán colmados todos nuestros deseos”.
LA PALABRA ES EFICAZ
“La palabra de Dios es viva y eficaz”, canta el Aleluya de hoy. El Espíritu Santo, Señor y dador de vida, no sólo habló por los profetas en la antigüedad, sino que hace actual el Evangelio de Cristo. “El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14, 26). El Paráclito hace contemporáneo nuestro a Cristo, Palabra eterna de Dios. Es el Espíritu de la verdad, que guiará a los discípulos de todos los tiempos hacia la verdad completa. “no podemos llegar a comprender la Escritura sin la ayuda del Espíritu Santo que la ha inspirado” (San Jerónimo).
A Dios, que nos habla hemos de responderle con la fe: es el encuentro personal con Cristo, que “habita en nosotros por la fe” (Ef 3, 17). «Cuando Dios revela, el hombre tiene que “someterse con la fe”, por la que el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que él ha revelado» (DV 5).
La fe, que es don de Dios, nace del corazón: “Tocar con el corazón, esto es creer” (San Agustín). La fe opera por el amor. Creer es una escucha personal, de corazón a corazón. Requiere seguir a Jesús, como los primeros discípulos, que “oyeron sus palabras y siguieron a Jesús” (Jn 1,37). María de Nazaret personifica la escucha creyente de la Palabra divina.
LA ORACIÓN
La fe es la base esencial de la oración. Es su condición y su efecto. La oración debe ser expresión de fe; de otro modo no es verdadera oración. Si uno no cree en la bondad de Dios, no puede orar con verdad. Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (Evangelio).
La oración es “una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que realizar actos de culto o pronunciar palabras” (Benedicto XVI). El que ora es todo el hombre. Pero la Sagrada Escritura designa el corazón (más de mil veces) como el lugar de donde brota la oración. “Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor” (Santa Teresa del Niño Jesús).
ORAR SIEMPRE
La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre, en su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo. En la oración no podemos hablarle a Dios, una Persona viva, si antes no le dejamos hablar, si no escuchamos sus palabras. Él siempre es el primero, toma la iniciativa. La oración cristiana es relación recíproca: nunca se realiza en sentido único de nosotros a Dios. No es sólo una acción nuestra.
En el Evangelio de hoy la parábola de “la viuda importuna” pone de manifiesto que es necesario orar siempre, sin desanimarse, con la paciencia de la fe. Esta constancia nace del amor. “Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos cumplir el mandato: Orad constantemente” (Orígenes). La oración constante es no perder nunca el contacto con Dios, sentirlo en el corazón: el que cree, el que reza nunca está sólo.
La oración es cristiana en cuanto es comunión con Cristo. Por la fe y el bautismo participamos de su ser de Hijo. Sólo en Cristo podemos dialogar como hijos con nuestro Padre Dios. Esta oración es participación en la oración de Jesús, en su experiencia filial, como lo confirman las palabras del Padrenuestro.
San Agustín dice que “Cristo ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XXX DOMINGO
LOS POBRES DE YAHVEH
Las palabras de María en el Magnificat, que expresan su vivencia de la fe, bien pueden resumir la enseñanza del Evangelio de este domingo: Dios “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (Lc 1, 51-53). Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás (Evangelio). Nuestro Dios es compasivo y misericordioso. «El Señor está cerca de los atribulados» (salmo responsorial), escucha las súplicas del oprimido, los gritos del pobre (primera lectura), que encuentran eco inmediato en el corazón de Dios.
Los “pobres de Yahveh” tienen en la Biblia un puesto importante. Se trata de una pobreza no sólo económica y social, sino sobre todo una disposición interior, una actitud del alma. Jesús dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,3). Son los que tienen alma y corazón de pobre.
JUSTIFICACIÓN Y SALVACIÓN
La justificación por el reconocimiento del propio pecado y por la fe en el amor de Dios, es el mensaje de fondo de la parábola del Evangelio de hoy. Quiere dejar claro que el cumplimiento de la Ley no basta. Escuchamos en la segunda lectura el testamento de Pablo, que tuvo este mensaje como realidad central de su predicación, para cuyo anuncio íntegro el Señor le ayudó y le dio fuerzas. “Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9).
Para el fariseo la salvación depende de él mismo: piensa que cumplir la ley le da ese derecho ante Dios. Tiene más valor lo mandado que el amor. No entiende la gratuidad de la salvación. Cree poder comprarla con el cumplimiento de la ley.
EL FARISEO
El fariseo en tiempos de Jesús era un hombre piadoso, muy religioso, fiel a la ley. Pero es rechazado por su actitud más profunda: Se cree bueno, desprecia a los demás porque no lo son, intenta pasar factura a Dios. Se consideraba autosuficiente en orden a la salvación, porque sus obras merecían la justificación. Cristo recrimina a los fariseos su formulismo religioso, su hipocresía y el buscar ser vistos. Son como “sepulcros blanqueados”. Recomendaba Jesús: “Haced lo que ellos dicen, no lo que ellos hacen” (Mt 23, 3).
El fariseo no salió justificado a causa de su autosuficiencia ante Dios. Creía que le bastaban sus obras para obtener la salvación, que Dios era deudor de ellas, que la justificación le era debida en estricta justicia. Era la justificación por las obras de la ley, que impugnará San Pablo. Cristo desenmascara una doctrina que no reconoce la gratuidad plena y absoluta de la salvación.
EL PUBLICANO
El Publicano era un judío que se dedicaba a cobrar los impuestos (del censo y de la propiedad) que exigía Roma, la potencia ocupante. Se le consideraba un pecador público por colaborar con el imperio romano y porque cobraban más de lo establecido, extorsionando a la gente. Eran tenidos por ladrones.
Pero el publicano salió justificado. No había puesto su confianza en las obras, sino que se abandona en las manos de Dios e implora su misericordia, reconociéndose pecador y que sólo Dios puede salvarle. El publicano es aceptado no por obrar mal, sino por su actitud ante Dios: Reconoce su pecado, acude al Dios compasivo y misericordioso y le pide perdón.
Cristo nos pide que seamos conscientes de nuestra incapacidad radical. Nada podemos presentar ante Dios que le obligue a darnos el perdón, la justificación y la salvación. Es don gratuito de Dios, que nos ama sin mérito de nuestra parte. “No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo, como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios” (2 Co 3, 5). Lo más importante no es el cumplimiento, sino el amor y la humildad para con Dios y los hermanos. Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XXXI DOMINGO
LA CONVERSIÓN
Zaqueo era en Jericó jefe de los publicanos (recaudadores de impuestos para Roma). Por tanto, un pecador público. Con fama de ladrón, por aprovecharse de la gente. Y bajo de estatura: necesitó subirse a una higuera para ver a Cristo.
Tenía gran interés en ver a Jesús (este nombre significa “Dios salva”), que se fija en él y le pide hospedarse en su casa. Zaqueo lo recibió muy contento. Impresionado por esta cercanía, decide cambiar de vida. Hoy ha sido la salvación de esta casa. La conversión, que lleva a la salvación, es un don de la gracia de Dios; lo mismo que “la preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia (Catecismo 2001). Fue Dios mismo quien puso en Zaqueo el interés por ver a Jesús.
CRISTO, EL SALVADOR
A Cristo le criticaban que comiera con publicanos y pecadores en casa de Mateo apóstol, que había sido recaudador de impuestos en Cafarnaúm. “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”, respondió Jesús (Mt 9,9-13). Ante la murmuración generalizada por alojarse en casa de Zaqueo, Jesús contestó: “El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Cristo aparece así como el Salvador. Su mismo nombre significa “Dios salva”. Pedro afirma que «bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos» (Hch 4, 12). Por su resurrección, Jesús fue constituido por Dios “cabeza y salvador” (Hch 5,31). Cristo “se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna” (Hb 5, 9).
“El amor del Padre se reveló en el Hijo como amor que salva” (Juan Pablo II). Hoy cantamos en el aleluya: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La primera lectura nos recuerda esta verdad: Dios, que es amigo de la vida, ama a todos los seres.
PARTICIPAR DE LA NATURALEZA DIVINA
La salvación, que ofrece Cristo al pobre ser humano hecho de barro y lleno de debilidades, es hacerle partícipe de la naturaleza divina. Los padres griegos llaman a esta realidad “divinización” del hombre. En la oración colecta del día de Navidad pedimos a Dios “compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir la condición humana”. Por la fe y el bautismo somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Participamos de su ser filial.
La salvación es un don de Dios totalmente inalcanzable por el esfuerzo humano. Pero Dios lo concede a quien pone todo de su parte. “Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece” (Flp 2, 12-23). Dice San Agustín: “El que te creó a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti”.
CONVERSIÓN Y SALVACIÓN
La salvación exige la conversión, que suscita el encuentro con Cristo. Como en el caso de Zaqueo, el cual—comenta san Jerónimo— “entregó su riqueza e inmediatamente la sustituyó con la riqueza del reino de los cielos”. La salvación exige la fe, que es la entrega de la persona a Cristo. Ante Jesús, que es el Salvador único y definitivo, lo esencial es creer en Él. Una fe viva, que actúa por el amor a Dios y al prójimo. “Quien ama a Dios no puede guardar para sí el dinero, sino que lo reparte ‘‘según Dios», a imitación de Dios” (San Máximo el Confesor).
Jesús es ya nuestra gloria según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo (segunda lectura). Hoy ha sido la salvación de esta casa. En el Evangelio de este domingo aparece la palabra “hoy” en dos ocasiones. “Por la fe, de manera incipiente, podríamos decir « en germen » ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera” (Benedicto XVI). La gracia que nos salva es anticipo de la vida eterna. No hay dos vidas, sino una única vida, vivida de dos modos: en el tiempo y en la eternidad, en la gracia y en la gloria. El Beato Cardenal Newman decía: “la gracia es la gloria en el exilio; la gloria es la gracia en el hogar”.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XXXII DOMINGO
CULMINAMOS EL AÑO LITÚRGICO
A lo largo del año litúrgico hemos celebrado los misterios de nuestra salvación, conmemorando, domingo a domingo, el “día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal” (Plegaria Eucarística II). Estamos llegando a la culminación de este año litúrgico y la Palabra de Dios hoy nos habla de la resurrección de los muertos.
Refiriéndose a Jesús, dice San Agustín que “todo trabajaba para su resurrección”. También para nosotros la resurrección de los muertos es la cumbre de nuestro camino hacia la salvación. Por el bautismo, el creyente está injertado, unido a Cristo, el hombre perfecto: por él “habéis obtenido vuestra plenitud” (Col 2, 9-12). Estamos en camino hacia la resurrección final, andando “en un vida nueva” (Rm 6, 3-10). Todo en nosotros -también la muerte- trabaja para nuestra resurrección. Así llegaremos a la plenitud de nuestro ser de hijos de Dios: “Aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo” (Rm 8, 23). La resurrección y la glorificación son la perfección del hombre Cristo Jesús y también la causa de nuestra plenitud: Al participar de la gloria del Resucitado, el hombre alcanza su perfección y su salvación.
LA TRAMPA SADUCEA
Jesús en el Evangelio de hoy responde a la “trampa saducea” con estas palabras: Los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos… ya no pueden morir: son como los ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. El Señor nos invita a profundizar en nuestra fe: Creo en la resurrección de la carne (resurrección de los muertos) y la vida del mundo futuro. “El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» volverán a tener vida (Catecismo 990). Creer en la resurrección de los muertos es un elemento esencial de la fe cristiana.
UN DIOS DE VIDA
Nuestro Dios es un Dios de vida, no de muerte. Él no hizo la muerte. Es amigo de la vida. Su gloria es el hombre viviente (San Ireneo). El Señor es fiel (segunda lectura): en la resurrección de Jesús Dios abre definitivamente al hombre el camino de la vida eterna. La fidelidad de su amor hacia nosotros hace que seamos sus hijos en su Hijo amado, partícipes de su vida inmortal. Dios nuestro Padre que nos ha amado tanto (segunda lectura) nos ha hecho uno en Cristo Jesús, que es el primogénito de entre los muertos (Ap 1,5). Es la resurrección y la vida (Jn 11, 25). Si “el amor es más fuerte que la muerte” (Cantar de los cantares, 8, 6) mucho más nuestro Dios, que es amor (1 Jn 4, 16) nos será fiel más allá de la muerte. Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará, llega a decir uno de los hermanos (primera lectura).
La resurrección de Jesús no sólo fue volver a la vida. Es la participación plena de la vida de Dios, también en su naturaleza humana. A nosotros «Su muerte nos traerá la incorrupción y seremos transformados. Cristo nuestro Salvador nos traerá la vida incorruptible por la gloria de la resurrección» (San Cirilo de Alejandría).
LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
En múltiples ocasiones San Pablo habla de la resurrección de los muertos: Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros con Jesús. “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 11).
“Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no resucitó, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos (1Co 15, 16-20).
En la eucaristía hay que recordar el mensaje de San Juan: Yo soy el pan de la vida, el que coma de este pan vivirá para siempre y yo lo resucitaré el último día (Jn 6). Y afirmar con alegre esperanza: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO XXXIII
ÚLTIMO DOMINGO DEL AÑO
Celebramos el último domingo del año litúrgico, que será coronado el próximo con la celebración de Cristo Rey del Universo. Hoy la Palabra de Dios nos habla del final. En el Credo profesamos nuestra fe en Cristo Salvador, que “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”. Es el mismo Cristo, “que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo”.
“El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras de los hombres y las conciencias humanas pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo… El poder que tiene el Hijo para juzgar coincide con la misericordia del Padre” (Juan Pablo II). San Juan en su evangelio nos dice que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 16-17). Cristo, nuestro Salvador y Señor de la vida, al final de los tiempos, de nuevo vendrá con gloria como signo de amor infinito. El juicio será un acto de salvación. La segunda venida del Señor constituye un único misterio salvador con su resurrección.
NO TENGÁIS MIEDO
Ante el futuro, ante el final de los tiempos no tengáis miedo (Evangelio). En la historia “se desarrolla un designio de salvación, que Cristo ya cumplió en su encarnación, muerte y resurrección” (Benedicto XVI). No hay que temer al futuro, porque la providencia de Dios cuida de nosotros con amor de Padre. “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer (…) para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. Dios se hace hombre: la eternidad entra en el tiempo, y la historia humana se abre a la plenitud de Dios. En Cristo se unen el tiempo y de la eternidad. Injertados en Cristo, el Hijo eterno de Dios, recibimos la vida divina. Nuestro tiempo es ya el tiempo de Dios: la eternidad.
Cristo es Juez Salvador. Juzga salvando. Pero vendrá a juzgar verdaderamente. Es un juez de bondad infinita, pero verdadero juez. No le da igual el bien o el mal que hagamos. El juicio final revelará el mal o el bien que hayamos hecho a lo largo de nuestra existencia. La suerte última, definitiva y eterna, dependerá del uso que hayamos hecho de la libertad en nuestro paso por este mundo. Al final los malvados y perversos recibirán el castigo de sus malas acciones. Mientras que a los que honran el nombre del Señor los iluminará un sol de justicia, que lleva la salvación en las alas (primera lectura).
CRISTO, FIN DE LA HISTORIA
Hemos de entender los textos de las lecturas de hoy en el sentido de que al final todo será transformado. Todo será purificado. Incluso la belleza de este mundo. Según la belleza y la bondad eternas de Dios, manifestadas en Cristo Jesús. Un final que será universal. Para todos. Para todo el mundo. Incluso el mundo material será transformado. Un final también personal, individual: cada uno de nosotros seremos sometidos a juicio por el Dios infinitamente bueno y misericordioso. Un juez justo y salvador.
“El Señor es el fin de la historia humana” (GS 45). “Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1 Co 15, 28).
Los primeros cristianos recitaban una oración: Maranà thà!, (Ven, Señor Jesús). Nosotros la repetimos después de la consagración en la santa misa. Nos resulta difícil rezar esta oración: no queremos que el mundo acabe, pero sí que este mundo cambie profundamente; y sin Cristo nunca llegará un mundo mejor.-MARIANO ESTEBAN CARO

JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES (DOMUND)
Penúltimo domingo de octubre

DOMUND
Celebramos hoy la «Jornada Mundial de las Misiones», que recibió también el nombre oficial de «Domingo Mundial de las Misiones» y, desde 1943, se popularizó con el nombre de «DOMUND».
En 1926 el Papa Pío XI publicaba la Encíclica Rerum Ecclesiae: “No necesitamos ponderar cuán indigno sería de la caridad, con que debemos abrazar a Dios y a todos los hombres, el que, contentos con pertenecer nosotros al rebaño de Jesucristo, para nada nos cuidásemos de los que andan errantes fuera de su redil” (RE 18). Pío XI ponía de manifiesto la urgencia de los objetivos misioneros, instituyendo el 14 de abril de ese año la JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES, que debía ser celebrada en toda la Iglesia católica el penúltimo domingo de octubre.
Pablo VI, refiriéndose a esta JORNADA, dijo que «fue una genial intuición en la vida de la Iglesia, una oportunidad de hacer sentir la vocación misionera de la Iglesia a nuestros hermanos los obispos, al clero, a los religiosos y religiosas y a todos los católicos; una ayuda insustituible a las misiones; un acicate a la fe tanto de las Iglesias de muchos siglos de fundación como de las Iglesias jóvenes, un gran días de la catolicidad».

NUESTRA OBLIGACIÓN DE ANUNCIAR EL EVANGELIO
Es el día del DOMUND una buena ocasión para renovar nuestra obligación de anunciar con palabras y obras el Evangelio de Cristo.
«El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos». Así nos revela Cristo el gran amor de Dios al hombre: Envía su Hijo al mundo. Que se hace igual a nosotros. Y Nos amó hasta el extremo. Hasta la muerte en cruz. Cristo es el hombre para los demás.
El servicio a los hermanos es el mandato y el método para anunciar el Evangelio a todos los hombres.
Cristo propone una nueva manera de relacionarnos. Para un cristiano la verdadera grandeza consiste en el servicio al prójimo y en el amor fraterno. El ser humano vale por lo que es, no por lo que tiene. Ser el primero significa ser «servidor de todos».

MISIONEROS DE LA FE
Somos Misioneros de la Fe, que colma nuestra sed de amor y de vida. Hay que compartir este gozo con los demás. La fe es luz para iluminar, no para esconderla.
Anunciar el Evangelio es misión de todo bautizado. No sólo de los misioneros en tierras de misión. En nuestro ambiente hemos de anunciar a Cristo. Familiares y amigos nuestros o han perdido la fe o viven como si Dios no existiera.
Hemos de anunciar a Jesús, siguiendo el camino que Él mismo recorrió: el servicio humilde a los hermanos. Sin miedos ni complejos. Con valentía y entusiasmo. Hay que irradiar nuestra fe con nuestras buenas obras.
Y colaborar solidariamente con los misioneros. Con nuestra oración y con nuestra ayuda material. En 2012 eran 90.000 sacerdotes, 500.000 religiosas, 30. 000 religiosos, medio millón de catequistas seglares. Atendían 42. 000 escuelas, 1.600 hospitales, 6.000 dispensarios, 800 leproserías, cientos de horfanatos. Además de servir infinidad de Iglesias y oratorios.-MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO C
SOLEMNIDAD
JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

CORONAR EL AÑO LITÚRGICO
La solemnidad de Cristo Rey del universo, que celebramos hoy, viene a culminar y a coronar el año litúrgico de la Iglesia, a lo largo del cual hemos ido conmemorando la historia de nuestra salvación realizada por Cristo. El Hijo de Dios, hecho hombre verdadero, entró en la historia humana. Amó a sus hermanos los hombres hasta el extremo, hasta la muerte. Pero Dios lo resucitó y le llenó de vida y de gloria. Cristo venció al mal, al pecado y a la muerte. Y su victoria es ya nuestra victoria, si vivimos unidos a él por la fe, el amor y el bautismo. Así Cristo inauguraba el Reino de Dios, para cumplir la voluntad del Padre que quería “elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (LG 2).
El Reino de Dios es el Reinado de Dios en nosotros: que el amor infinito de Dios lo sea todo en todos y que nosotros amemos a Dios con todo nuestro ser, con todo lo que somos y tenemos, y al prójimo como a nosotros mismos. Por medio de la gracia el Reino de Dios es ya una realidad viva y operante en nosotros. Pero el triunfo de Cristo será definitivo cuando al final venga con gloria para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin.

LOS FRUTOS DEL REINO
Mientras llega el triunfo total de Cristo, nosotros debemos vivir los frutos del Reino de Dios. De ellos nos habla el prefacio de la misa de hoy. Es el Reino de la vida: hemos de luchar contra la cultura de la muerte y trabajar por el respeto de toda vida humana desde su concepción hasta su fin natural. El Reino de la justicia: dar a cada cual lo suyo, sus derechos, su dignidad personal. El Reino del amor, que es la señal distintiva del cristiano, su mandamiento primero y principal, venciendo al mal con el bien: “lo más divino en el hombre es hacer el bien” (San Gregorio Nacianceno). El Reino de la paz con Dios, con nuestra conciencia, en el seno de nuestras familias, en el ámbito social en que nos movemos.

SERVIR A LOS HERMANOS
A Cristo Jesús, nuestro Salvador y Rey, le servimos ya ahora amando y sirviendo a nuestros hermanos. Lo que hagamos a los hambrientos, a los sedientos, a los forasteros, a los sin techo, a los desnudos, a los encarcelados, se lo estamos haciendo a él mismo (Evangelio).-Mariano Esteban Caro

HOMILÍAS CICLO B

HOMILÍAS CICLO “B”
Reflexiones sobre los textos litúrgicos de todos los domingos del ciclo “B” y otras fiestas.

TIEMPO DE ADVIENTO

CICLO B
TIEMPO DE ADVIENTO
I DOMINGO
Adviento: advenimiento, venida, llegada, presencia, cercanía del Señor. No es sólo un paréntesis cerrado de cuatro semanas, coronado por las fiestas de la Navidad. Dios que vino en la humildad de nuestra carne en Belén y que al final vendrá con gloria, es el mismo Señor que viene ahora en el hoy eterno de Dios. La eternidad es el tiempo de Dios. Su ser es estar eternamente en camino hacia nosotros: Dios es «aquel que viene» (Juan Pablo II). Es el Dios-amor-fiel, que busca estar junto a nosotros, poniéndose a nuestro nivel. El Dios cercano, el Emmanuel. Dios-con-nosotros.

“Tú, Señor, eres nuestro Padre”, escuchamos en la primera lectura. Más aún, “Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 16). Y tanto amó al mundo que envió a su propio Hijo para salvarnos (Ga 4,4-6). La oración colecta del día de Navidad pone de manifiesto en qué consiste este misterio de nuestra salvación: que el hombre pueda compartir la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con nosotros la condición humana. Y este amor salvador vino: pasó haciendo el bien, desde Belén a la cruz y resurrección; vendrá para dar plenitud a su obra: Dios juzgará salvando; viene ahora para hacernos partícipes de su divinidad: de su bondad, de su vida, de su gloria. Cristo resucitado ha vencido al mal, al pecado y a la muerte. Él es nuestro contemporáneo y ahora nos ofrece a cada uno de nosotros participar ya de su victoria.

El Señor viene continuamente a nuestra vida. No nos ha dejado solos. Sigue siendo, ahora también, el Dios Emmanuel. Más aún, por la fe y el amor, está en nosotros y nos comunica su vida.
“Maranathà”, que aparece en 1 Co 16, 22; también en Didajé (X, 6) escrito hacia los años 65-80. “Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús”, que leemos en Apocalipsis (22, 20). “El Señor está cerca” (Filipenses 4,5). Y Santiago (5, 8) dice: “la venida del Señor se acerca”. Esta expresión “Maranathà” formada por dos palabras arameas, era muy frecuente en la primitiva comunidad cristiana. Según como se pronuncie, se puede entender como una invocación de súplica: “¡Ven, Señor!”; o como una certeza de fe: “el Señor viene, el Señor está cerca”. Con ella los primeros cristianos recordaban al Señor Jesús que vino en el pasado, imploraba su salvación en el presente; y, teniendo a Cristo como guía y como meta, encaminaba su esperanza hacia la plenitud final. “¡Ven, Señor Jesús!” repetimos nosotros en este tiempo de Adviento. Dice San Bernardo: “Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta no. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última”.
La realidad salvadora del Adviento está presente de forma permanente en todo el recorrido de nuestra existencia. Estas cuatro semanas anteriores a la Navidad son un tiempo de entrenamiento intensivo, para dinamizar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra vivencia de este advenimiento, venida, presencia y cercanía del Salvador. Cantamos en el salmo responsorial: “¡que brille tu rostro y nos salve!» Es el rostro de “nuestro redentor” (primera lectura).
“Aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa” (Flp 3, 20b-21). La segunda lectura nos recuerda que estamos llamados “a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro”. Para ello Dios nos ha dado la gracia en Cristo Jesús y nos ha enriquecido en todo nuestro ser. “De hecho no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo”, que nos mantendrá “firmes hasta el final”. Nosotros ahora, mediante la fe y los sacramentos, podemos asemejarnos a Cristo, ser hijos en el Hijo eterno de Dios, compartir la vida de Dios, su ser filial. Somos ya hijos de Dios. Pero aún no se ha manifestado todo lo que seremos cuando al final Cristo venga con gloria. En el Reino futuro seremos en plenitud hijos de Dios y partícipes de su gloria eterna, porque Él lo será todo en todos. El creyente camina continuamente, en tensión entre el «ya» realizado por Cristo y el «todavía no» de la plenitud final. ¡Ven hoy, Señor Jesús! “El Adviento –enseñó Benedicto XVI- nos impulsa a entender el sentido del tiempo y de la historia como «kairós», como ocasión propicia para nuestra salvación”.
“El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza; una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona!” (Papa Francisco). Para este tiempo de esperanza, Jesús, en el evangelio de hoy, nos da un mandato: “¡Velad!”. Este primer domingo de Adviento está marcado por el llamamiento a la vigilancia. San Marcos recuerda hasta tres veces, en palabras de Cristo, el mandato de de velar. “Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que él amó, conformar la propia vida a la suya. Velar implica pasar cada instante de nuestro tiempo en el horizonte de su amor, sin dejarse abatir por las dificultades inevitables y los problemas diarios” (Benedicto XVI).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE ADVIENTO
II DOMINGO
Dios es amor (1 Jn 4, 8. 16), es fidelidad absoluta, pura bondad, de paciencia infinita, que no se cansa de hacer el bien. Este Dios es “aquel que viene” (Juan Pablo II) en un perenne adviento-advenimiento. Su ser es estar eternamente en camino hacia nosotros. Viene continuamente a nuestra vida, para ser el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. El hoy eterno de Dios entra en el hoy efímero del hombre: “No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (segunda lectura). Mientras que nuestros años “se acaban como un suspiro, pasan aprisa y vuelan” (Sal 89).
Tanto nos amó –nos ama- Dios que entregó –entrega- “a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Porque Dios envió a su Hijo al mundo “para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 16-17). Dios se hace hombre para que el pobre ser humano participe de la naturaleza divina. Es el amor salvador de Dios, que en la Navidad recordamos y celebramos; amor fiel que todos los días se actualiza y viene a nosotros, porque Cristo, vivo por los siglos de los siglos, es nuestro contemporáneo, que nos abre al amor eterno de Dios.
Ésta es nuestra salvación. Porque Dios es amor y porque estamos hechos a su imagen, conocemos el ser profundo del hombre y su vocación al amor. “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Juan Pablo II). Para el creyente “el amor es una opción de vida, es un modo de ser, de vivir” (Papa Francisco). Es el amor de Dios el que nos capacita para responder con amor a Dios y a los hermanos. En esta respuesta de amor verdadero está toda la vida cristiana.
Las cuatro semanas del tiempo de Adviento son un una preparación intensiva, para estar permanentemente dispuestos a recibir a este Dios-amor que viene atrayendo. Él, que es el Artífice de este plan de acercamiento, toma siempre la iniciativa. Pero se necesita nuestra colaboración activa. Él nos atrae. Nosotros debemos quitar obstáculos. «Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos» (Evangelio).
“Mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables”, nos dice la segunda lectura. En la oración colecta del jueves de la primera semana de Adviento le pedimos a Dios: “Que tu amor y tu perdón apresuren la salvación que nuestros pecados retardan”. Para encontrarnos con nuestro Redentor, que viene, hemos de «convertirnos», caminando hacia Él con fe y abandonando el modo de pensar y de vivir, que nos impide seguirlo. Es el mensaje de este segundo domingo de Adviento, tiempo de poner a punto nuestra apertura a Dios, que “no se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Benedicto XVI).
Tres figuras, que esperaron y apresuraron la venida del Señor (segunda lectura), encarnan en plenitud el espíritu con que debemos vivir el tiempo de Adviento y toda nuestra vida: el profeta Isaías, la Virgen María y Juan Bautista. Isaías mantiene viva la esperanza del pueblo elegido, anunciando que el Mesías nacería de una mujer virgen: «En el desierto preparadle un camino al Señor” (primera lectura). María de Nazaret, icono del adviento, por su fe total en Dios, aceptó ser madre del Mesías, sin intervención de varón. Por ello, Dios la hizo inmaculada y limpia de todo pecado, llena de gracia, desde el primer instante de su concepción. Juan Bautista, el Precursor, que señala al Salvador ya presente entre los hombres. Llamaba a la conversión, mediante un bautismo con agua. Juan es el testigo valiente, que dio testimonio de la verdad hasta derramar su sangre, muriendo decapitado.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE ADVIENTO
III DOMINGO

Cristo, Dios verdadero y hombre verdadero, es nuestro Salvador: asume nuestra naturaleza humana para que nosotros seamos partícipes de su naturaleza divina, de su ser filial. En este hecho real y actual está “el gozo y la salvación” de todos nosotros, pobres seres humanos. Es lo que lo conmemoramos en la fiesta de Navidad “con alegría desbordante” (oración colecta).

Gozo y salvación que ya Isaías vivió proféticamente: “desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios” (primera lectura). Gozo y salvación también para Juan que saltó de alegría en el vientre de su madre: “ Juan fue el primero en experimentar la gracia, se alegró a causa del misterio, sintió la presencia del Hijo” (San Ambrosio). Después como Precursor anunció la buena noticia de la cercanía del Salvador, dando así testimonio de la luz, para que “todos vinieran a la fe” (Evangelio).

Pero muy especialmente fue gozo y salvación para María, la Virgen Madre, humilde esclava del Señor. Proclamó, con gran alegría, la obra que el Poderoso había hecho en favor de sus fieles: sin intervención de varón, ella había concebido en su seno, a Jesús, el Salvador (salmo responsorial). El Magnificat es un cántico de esperanza, nacido de una fe agradecida.

“Estad siempre alegres” (segunda lectura). Insiste San Pablo en la carta a los Filipenses (4, 4-5): “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca”. Por el contexto de sus cartas, Pablo no se refiere a la venida final de Cristo, sino a la “venida intermedia” (San Bernardo): en un presente continuo todos los días “adviene” a cada uno de nosotros Cristo Jesús, nuestro Salvador. No sólo recordamos el pasado en Belén ni sólo anunciamos su venida con gloria al final de los tiempos. Vivimos el gozo y la salvación en el hoy del amor infinito de Dios. Decía Benedicto XVI: “La alegría cristiana brota de esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad”. La «cercanía» de Dios no es una cuestión de espacio o de tiempo, sino de amor, porque el amor acerca y une.
“En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un don” (Pablo VI). El Dios-amor es alegría infinita y eterna. Dios no se encierra en sí mismo. Comparte el gozo de su amor eterno. Él es el motivo, la fuente y la causa de nuestra alegría. Siempre responde a nuestras aspiraciones. Goza con nosotros, en nosotros y por nosotros. Nos hace partícipes de su alegría eterna. Nos ha creado para una felicidad plena y total. “La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas” (Papa Francisco).
Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay alegría. El cristiano es feliz porque nunca está solo. Sabe que Dios está siempre a su lado. Como amigo fiel, en la alegría y en el dolor. “El Señor está más cerca de nosotros que nosotros mismos” (San Agustín). La alegría es elemento central del ser cristiano.
Dios quiere que el ser humano sea dichoso. La aspiración a la alegría está grabada en lo más íntimo de nuestro ser. Estamos hechos para la alegría verdadera, que es mucho más que las satisfacciones pasajeras. Y no consiste en el tener o en el poder. No es mera diversión ni un estado de euforia. No está en lo superficial, sino en lo más profundo. Nuestro corazón busca la alegría plena, sin fin.
La alegría del cristiano nace del encuentro con la persona viva de Jesús. “Nuestra alegría nace del saber que, con Jesús, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles” (Papa Francisco). Cristo no anula nuestro deseo de felicidad. La alegría es fruto de la fe en Cristo, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
El amor y la alegría son frutos del Espíritu Santo (Ga 5, 22-23), que ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Así Dios puede hacernos vivir su alegría desde lo más profundo de nosotros mismos. El Espíritu nos hace ser y sentirnos hijos de Dios y nos impulsa a dirigirnos a Él con la expresión «Abba», Padre. La alegría es signo de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en nosotros. Esta alegría, fruto del Espíritu Santo, la Persona-Don, la Persona-Amor, consiste en que todo nuestro ser encuentra gozo y júbilo profundos en la comunión con Dios uno y trino. “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín).
La alegría está unida al amor: Amar da alegría, y la alegría produce amor. La alegría del amor nos impulsa a compartirla. No podemos ser felices, si los demás no lo son. “Todo creyente tiene la misión de testimoniar la alegría” (Juan Pablo II) Hemos de ser misioneros de la alegría.
Una alegría se debe comunicar. La alegría, por su propia naturaleza, debe irradiarse.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE ADVIENTO
IV DOMINGO

Estamos en el último domingo del Adviento, que nos sitúa en las puertas de la Navidad. Nuestra Credo reafirma el contenido del Evangelio que hoy se proclama: “Creo en Jesucristo su único Hijo Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen”. El Catecismo de la Iglesia Católica (483) explica que la encarnación es “el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo”.
Ya el profeta Isaías había hecho este anuncio: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel” (7, 14). Esta promesa tendría cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas virginales de María. Ante el anuncio de que iba a ser madre, María preguntó: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Ella, sin dudar de la omnipotencia de Dios, quiere solamente conocer la forma de su realización.
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Evangelio). María la Virgen concibió en su seno por obra del Espíritu Santo, es decir, por obra del mismo Dios. El ser humano, que comienza a vivir junto a su corazón, toma la carne de María, pero su existencia es obra de Dios. Es plenamente hombre pero también es plenamente Dios. El hecho de que María concibiera permaneciendo virgen atestigua que fue Dios quien tomó la iniciativa y revela la divinidad de Jesús: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Evangelio).
También podemos aplicar a María las hermosas palabras de San Juan Pablo II sobre el vínculo vital y la influencia recíproca entre el niño y su madre ya en el seno materno: “La madre, ya durante el embarazo, forma no sólo el organismo del hijo, sino indirectamente toda su humanidad”. No se debe olvidar –seguía diciendo- “la influencia específica que el que está para nacer ejerce sobre la madre”.
También “este Evangelio nos muestra toda la grandeza del alma de san José” (Papa Francisco). Ante sus dudas (“Antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo”), el ángel del Señor le dio la misma respuesta: “la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-20). Y José creyó. En las ceremonias de boda en tiempos de María y José había dos momentos: el primero en casa de la novia, donde se hacía el contrato de esponsales, los esposos bebían de la misma copa de vino y se pronunciaba una bendición; María era ya la “mujer” de José (Mt 1, 20.25), aunque la novia seguía viviendo en casa de sus padres. En un segundo momento, después de un tiempo (hasta varios meses), la novia con su acompañamiento se dirigía la casa de la nueva familia, donde la recibía el esposo. Entonces comenzaban las fiestas de boda con todos los invitados, como en Caná. El de José y María fue un verdadero matrimonio, no una apariencia. Pero fue un matrimonio virginal: por especial gracia de Dios, José y María recibieron el don de la virginidad y la gracia del matrimonio. María «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre» (San Agustín).
“Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Fue la respuesta sencilla y audaz de María. Este sí “implica a la vez la maternidad y la virginidad” (Benedicto XVI). Y el Papa Juan Pablo II decía: “El «sí» de María y de José es pleno y compromete toda su persona: espíritu, alma y cuerpo”.
San Agustín, comentando el evangelio de la Anunciación, afirma: «Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal». Y añade: «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo». El Concilio Vaticano II dice: «Con razón, pues, creen los santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres”.
La respuesta de María manifiesta una actitud muy propia de la piedad del Antiguo Testamento: libre sumisión a Dios, abandono a su voluntad y plena disponibilidad en favor de su pueblo. María «se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» (Concilio Vaticano II).
La Virgen María, también San José, encarnan el modelo perfecto de cómo hay que recibir al Señor: con fe, generosidad y con plena disponibilidad, abriendo nuestra existencia al amor de Dios.
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 8 DE DICIEMBRE
SOLEMNIDAD
INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

En el contexto del Adviento celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, limpia de todo pecado y llena de gracia. Dios preparó a su Hijo una digna morada (Colecta), “para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de su Hijo” (Prefacio). Efectivamente “cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer…para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4, 4-7). Esta mujer es María de Nazaret, que fue concebida sin pecado original.

Todos nacemos con el pecado original, heredado de Adán y Eva, excepto la Santísima Virgen María, que fue liberada de él y de toda mancha de pecado desde el primer instante de su concepción, por especial privilegio de Dios y en previsión de los méritos de Cristo.

Nuestros primeros padres fueron creados en amistad con Dios, en gracia de Dios. Pero quisieron ser como dioses y ponerse en el lugar de Dios, eliminándolo de su vida. Todos sus descendientes nacemos con este pecado. Es como un pecado de naturaleza, que se nos perdona en el bautismo.

El pueblo cristiano, desde el principio, creyó y celebró esta verdad. San Efrén de Siria (306-373) canta con estas palabras a la Virgen: «Ciertamente tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu Madre mancha
alguna». San Ildefonso (607-667), Arzobispo de Toledo dice: «Erradamente se quiere sujetar a la Madre de Dios a las leyes de la naturaleza, pues consta que ha sido libre y exenta de todo pecado original y que ha levantado la maldición de Eva.» Este santo Obispo mandó celebrar
solemnemente la fiesta de la Concepción de la Madre de Dios.

Hay constancia de que en el siglo IX ya se celebraba en el occidente cristiano el día ocho de diciembre la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Fue el beato Duns Escoto (1266-1308) quien clarificó la enseñanza teológica sobre la Inmaculada: María fue redimida no por liberación sino por
preservación del pecado. En 1477 el Papa Sixto IV aprobó la misa de la Concepción Inmaculada de María. A partir del siglo XVII se produjo una verdadera eclosión en defensa de esta verdad.

El Papa Pío IX, en 1854 proclamó solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción: “La santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos
de Cristo Jesús, Salvador del género humano”. Esta doctrina –prosigue la bula Ineffabilis- “está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles”. Pío IX había pedido a los obispos de la Iglesia universal su opinión sobre la oportunidad y posibilidad de esta definición, “convocando así un concilio por escrito” (Juan Pablo II). Casi la totalidad de los 604 obispos respondió positivamente a la pregunta del Pontífice.

Esta definición dogmática afirma que en ningún momento ni el pecado original ni el pecado personal reinó en María, que fue Inmaculada, pura y limpia desde su concepción. Más aún, María fue siempre llena de gracia y libre de la inclinación al pecado. Siempre toda santa, toda del Señor. Ninguna imperfección perturbó su perfecta armonía con Dios. “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente, que quita el pecado del mundo” (Prefacio).

Este privilegio le fue concedido a María en previsión de los méritos de Cristo. Lo cual pone de manifiesto que la acción de la gracia no sólo libera del pecado, sino que también preserva de él.

Con hermosas palabras el Catecismo de la Iglesia Católica (492) resume el mensaje de María Inmaculada: “Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG 53). El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» ( Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (cf. Ef 1, 4)”.
MARIANO ESTEBAN CARO

FERIAS PRIVILEGIADAS DE ADVIENTO

DÍA 17 DE DICIEMBRE

Hoy, diecisiete de diciembre, comenzamos la preparación más inmediata para la Navidad. En estos días concluiremos el Adviento, tiempo dedicado a vivenciar con mayor intensidad nuestra fe en el Dios que vino en Belén, el Dios que al final vendrá con gloria, el Dios que nos viene ahora en la eficacia de su gracia. Exulta y alégrate, “porque viene el Señor”, cantamos en la antífona de entrada.

Nuestro Dios es un Dios siempre-en-camino hacia nosotros, para “hacernos partícipes de su condición divina” (Colecta). O en palabras de San Pedro: para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Dios viene para hacernos ya ahora, mediante la gracia, hijos de Dios en el Hijo eterno
de Dios.

La gracia, que es la vida de Dios, supone y lleva a su perfección nuestro ser de creaturas. Es la salvación del ser humano. Así nuestro Dios Creador es, a la vez, restaurador del hombre (Colecta).

El Hijo de Dios, la Palabra eterna, se encarnó en el seno de María, la Virgen Madre. Sin intervención de varón: José no “engendró” a Jesús llamado Cristo (Evangelio). “Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre”, profesamos en el Credo. Cristo es Dios y hombre verdadero, igual en todo a nosotros menos en el pecado.

Dios se hizo lo que somos nosotros para que nosotros lleguemos a ser lo que es Él. Jesús es hijo del pueblo de Abrahán, generación tras generación. Es descendiente de Salomón, fruto de David y de la mujer de Urías. Se cumplía
así “el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación” (Prefacio I de Adviento). Cristo es “el que ha de venir”, el que anunciara ya Jacob (primera lectura).

En los textos de la liturgia de hoy aparece el número 7 de varias formas: 42 generaciones es múltiplo de 7: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo nacido de una mujer” (Ga 4,4-7). La palabra “engendró” aparece también siete veces en el Evangelio de hoy. El 7 es signo de plenitud y perfección en la creación. La palabra siete “chevah” viene de la raíz “Sabah”: el séptimo día Dios descansó, que por siete veces había manifestado que lo que había hecho era bueno, muy bueno. El siete es perfección, plenitud.

Cristo es perfecto hombre y hombre perfecto. La resurrección y glorificación del hombre Cristo Jesús significan la plenitud de la perfección en cuanto a su naturaleza humana. Nosotros ahora, unidos a Él, injertados en Él, podemos alcanzar la plenitud de nuestro ser humano. Nuestra participación en la gloria de Cristo es nuestra salvación y nuestra plenitud. Cristo es el hombre perfecto: en Él está la salvación y la plenitud del hombre.

Estamos llamados a vivir con Cristo y como Cristo. Al revestirse Cristo “de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos” (Prefacio III de Navidad). El hombre es más hombre cuanto más viva en comunión con Cristo. Cuanto más se configure con Él. “Como llevamos la imagen del hombre terreno (Adán), llevamos también la imagen del hombre celestial (Cristo Resucitado)” (1Cor 15, 47-49). Comenta San Juan Pablo II: “Este «hombre celestial» —el hombre de la resurrección, cuyo prototipo es Cristo resucitado— no es tanto la antítesis y negación del «hombre terreno» (cuyo prototipo es el «primer Adán»), cuanto, sobre todo, es su
cumplimiento y su confirmación”.

El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a ser, mediante la gracia, hijo de Dios en el Hijo eterno de Dios. Uno en Cristo. Siendo nuestra filiación divina participación en la filiación única que Jesús tiene con relación a su Padre, no podemos vivirla si no es en comunión existencial con Cristo.

En la oración poscomunión de la misa de hoy le pedimos a Dios que el fuego del Espíritu Santo nos transforme para que resplandezcamos en nuestra vida como “luminarias de su gloria”. Cristo, después de su resurrección, envía su Espíritu a la Iglesia y al corazón de los creyentes en una perenne efusión. Consuma así la obra de su redención: sólo con la fuerza del Espíritu Santo, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, podemos participar de la salvación y de la plenitud de la gloria de Cristo. Seremos luminarias de Cristo resucitado y glorioso, si vivimos por el Espíritu, cuyos frutos son “alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (Ga 5, 22-25).

En Cristo, desde la encarnación en el seno de María, todo se encaminaba a su plenitud de gloria y de vida en la resurrección: “estaba todo al servicio de la resurrección”, decía San Agustín. Y San Buenaventura sacaba la consecuencia: “La encarnación, pues, está en función de la perfección del hombre”. Así pues, lo que recordaremos, celebraremos y actualizaremos en la Navidad nos proyecta hacia el hombre Cristo Jesús en la plenitud de su resurrección. En Él y por Él, que es el prototipo del hombre perfecto, el pobre ser humano, lleno de limitaciones y carencias, podemos conseguir nuestra propia plenitud.

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 18 DE DICIEMBRE
Seguimos preparándonos apara celebrar la Navidad, “fiestas de nuestra redención” (oración poscomunión). En estos días recordaremos y celebraremos el gran misterio que nos salva: el Hijo eterno de Dios asume nuestra débil naturaleza, para que participemos de su vida inmortal (oración sobre las ofrendas), que es vida filial. Él nos hace partícipes de su ser filial. Y de su ser fraterno: siendo Hijo único no quiso ser solo. Es nuestro hermano.
A cuantos reciben a la Palabra hecha carne “les da poder para ser hijos de Dios”, leeremos en el Evangelio del día de Navidad. San Ireneo afirma: “Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios”.

El misterio del “nuevo y esperado” nacimiento de Cristo nos libera, también a nosotros ahora, de la antigua esclavitud del pecado (oración colecta). De una vez para siempre “nos libró de la muerte” (oración sobre las ofrendas). Su fuerza salvadora está viva para nosotros en el hoy eterno de Dios.
Vivir el misterio de la Navidad ha de ser realidad de todos los días. No sólo de estas entrañables fechas. Decía Orígenes: “En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)”.
El Dios nacido en Belén es el Dios-con-nosotros (antífona de comunión). El Dios-amor, que busca estar junto a nosotros, unido a nosotros, en todo momento. También ahora. En la vida diaria de cada uno.

Es el Dios cercano. Sobre todo, en los momentos cruciales. Como José, un hombre joven, con sus proyectos profesionales y familiares, en cuyo camino se cruzó el Señor.

El Evangelio de hoy nos relata cómo fue la concepción de Jesucristo. María estaba prometida a José. “Y antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo”. José, hombre bueno, hombre justo, decide abandonar a María “en secreto”. No pregunta nada. Pero el Señor, por medio de su ángel, le da una explicación de este hecho, que comprometía su dignidad y su buen nombre: la criatura que hay en María “viene del Espíritu Santo”. Una vez recibida la misión divina, él la cumple en silencio. Siempre dispuesto a realizar los planes de Dios. El Evangelio define a San José como “hombre justo”. Comenta Pablo VI: “Este operario, este trabajador era ciertamente “un brav’uomo”, tanto que el Evangelio lo llama justo”.
José, hombre de fe, acepta este mensaje divino y, excluyendo la generación física, fue para Jesús un verdadero padre. Y para María, un verdadero esposo (“se llevó a casa a su mujer”). Su matrimonio fue un verdadero matrimonio, vivido en la virginidad. El Hijo eterno de Dios se hace hombre verdadero, bebé verdadero, niño y adolescente verdadero, joven verdadero. Y, en el seno de una verdadera familia, creció en estatura, en gracia y en sabiduría. “Las familias son el primer lugar en que nos formamos como personas” (Papa Francisco).
José recibe la misión de poner a la criatura, que nacerá de María, el nombre de Jesús: “porque él salvará a su pueblo de los pecados” (Evangelio). Es el Mesías, que Juan anunció como Cordero, y que vendrá como Rey (antífona de entrada), cuyo reino no es de este mundo.

“Rey prudente”, que hará justicia. Será llamado “el Señor-nuestra-justicia”. En sus días florecerá la justicia (salmo responsorial): El Niño, que nacerá en Belén, regirá a los humildes, librará al pobre y al afligido, se apiadará del indigente. Será el Rey de los “pobres”. De los que tienen alma de pobre (humildad, fe, fidelidad) será el Reino de los cielos.

José encarna a los “pobres de Yahaveh”, por la disponibilidad, la fe y la humildad necesarias para recibir al Salvador-Enmanuel, que en su ser y en su obrar es el Dios-con-nosotros. Siempre en camino hacia nosotros. Ésta es la verdadera alegría de la Navidad) hemos de abrir las puertas de nuestra vida.

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 19 DE DICIEMBRE

La antífona de entrada hoy nos introduce en el mensaje fundamental de estos días inmediatamente anteriores a la Navidad. Dios que vino en la humildad de Belén y que al final vendrá con gloria, es el mismo Señor que viene ahora en el hoy eterno de Dios. La eternidad es el tiempo de Dios. “El que viene llegará sin retraso”. El ser de nuestro Dios es estar eternamente en camino hacia nosotros: Dios es «aquel que viene» (San Juan Pablo II). Es el Dios-amor-fiel, el Dios cercano, el Emmanuel. Dios-con-nosotros. Por eso, “no habrá temor, es nuestro Salvador”.
La oración colecta se refiere al profundo misterio salvador del parto virginal de María. Benedicto XVI, en su libro LA INFANCIA DE JESÚS, dice: “Estos dos puntos –el parto virginal y la resurrección real del sepulcro- son piedras de toque de la fe. Si Dios no tiene poder sobre la materia, entonces no es Dios. Pero sí que tiene ese poder, y con la Concepción y la Resurrección de Jesucristo ha inaugurado una nueva creación”. Por ello –concluye el papa- “son un elemento fundamental de nuestra fe y un signo luminoso de esperanza”. En el parto virginal de María “se revela el esplendor de la gloria de Dios”. Le pedimos a Dios en esta oración que, con la ayuda de su gracia, “proclamemos con fe íntegra y celebremos con piedad sincera el misterio admirable de la Encarnación de su Hijo”.
Del parto virginal de María, que recordaremos y celebraremos el día de Navidad, nos habla la tradición de la Iglesia. Enseñaba el Papa San León Magno (390-461): “Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de una madre virgen y ella le dio a luz sin detrimento de su virginidad”. San Agustín (354-430) en uno de sus sermones decía que María «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre». Y el Concilio XVI de Toledo (año 693), en su artículo 22, reafirmaba que “la Madre de Dios concibió virgen, parió virgen, permaneció virgen”.
San Juan Pablo II concluye que en las definiciones del Magisterio el término “virgen” se usa en su sentido habitual: “la integridad física se considera esencial para la verdad de fe de la concepción virginal de Jesús”, decía en la Audiencia del 10 de julio de 1996. Y el 28 de agosto siguiente se refería a la fórmula sintética de la tradición de la Iglesia, que presenta a María como «virgen antes del parto, durante el parto y después del parto, afirmando, mediante la mención de estos tres momentos, que no dejó nunca de ser virgen”.
María constituye el punto culminante en la espera del Mesías Salvador. Ella es icono perfecto del espíritu del Adviento. Por influjo del X Concilio de Toledo (año 656), que recogía una antigua tradición del Oriente cristiano, se generaliza en la Iglesia la celebración, cada 18 de diciembre, de la fiesta, que se llamó Expectación del Parto. En la misa votiva I de Santa María Virgen aún se conserva un texto de aquella antigua celebración: “…y el que al nacer de la Virgen no menoscabó la integridad de su Madre, sino la santificó…” En el año 1620 se construyó una capilla en San Agustín (Florida) en honor de “Nuestra Señora de la Leche y el Buen Parto”. Es el primer templo dedicado a la Virgen en los Estados Unidos.
En la oración poscomunión le pedimos a Dios que avive en nosotros “el deseo de salir al encuentro de Cristo, ya cercano” con limpieza de espíritu, para celebrar el nacimiento de Cristo. A Cristo, “el que viene”, hemos de recibirle con fe como María y no como Zacarías, que quedó sin poder hablar por no haber creído en las palabras que Dios le hizo llegar por medio de Gabriel.
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 20 DE DICIEMBRE

En el tiempo de Adviento, muy especialmente en los días feriales del 17 al 24 de diciembre, se recuerda a la Virgen María como icono y prototipo de fe activa en la espera del Mesías Salvador. En estas fiestas privilegiadas las lecturas evangélicas nos recuerdan el inefable amor de madre de la Santísima Virgen.
El periodo del Adviento está especialmente dedicado a Cristo como punto de referencia: Él es el Salvador-que-viene. Pero también es tiempo particularmente apto para recordar y celebrar la fe y el amor de María, la Virgen Madre.
El evangelio de hoy nos recuerda la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas virginales de María de Nazaret: recordamos en la oración colecta cómo la Virgen Inmaculada se sometió al designio divino con humildad de corazón, aceptando encarnar en su seno al Hijo de Dios. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”

El Hijo eterno de Dios se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios. Este hecho trascendental para la salvación de los hombres comienza en el momento de la Encarnación: en Cristo, Dios se hace hombre y el hombre Cristo Jesús es Dios. “Mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre” (GS 22).

Cantamos en la antífona de entrada: “Todos verán la salvación de Dios”. San Bernardo, al comentar la Anunciación, expresa la trascendencia de este momento, y dirigiéndose a la Virgen, dice: «Todo el mundo espera postrado a tus pies; y no sin motivo, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta».
María, Virgen encinta, creyó que “para Dios no hay nada imposible”. La fe de la Virgen Inmaculada sobrepasó la necesidad de la paternidad humana para ser madre. Es la de María una fe generosa, que acoge la voluntad de Dios, una fe fuerte que supera las dificultades y una fe que coopera con el designio salvador de Dios. Nos recuerda el Concilio Vaticano II que «María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (L G 56).
María respondió “con todo su « yo » humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con la gracia de Dios que previene y socorre y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo” (San Juan Pablo II). La anunciación constituye el momento culminante de la fe de María y el punto de partida de su peregrinación en la fe.
“¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”, preguntó María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”, respondió el ángel. “Dios la había transformado en templo de la divinidad por obra del Espíritu Santo” (oración colecta).Este Espíritu es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en la creación (cf. Gn 1, 2). Este hecho “nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación” (Benedicto XVI).

El Ángel saluda a María, llamándola «llena de gracia». Llena del amor de Dios, que esto es la gracia. Por eso, podríamos decir: “llena del amor de Dios”. María acoge con todo su ser el amor infinito de Dios. Dios preparaba así a su “Hijo una digna morada”, recordamos en la solemnidad de la Inmaculada: limpia de pecado y llena de gracia. Toda santa.
Para nosotros María es modelo de fe activa y obediente a la espera del Dios-que-viene. En la oración colecta le pedimos a Dios que nos conceda, siguiendo el ejemplo de María, aceptar sus designios con humildad de corazón. María en la Anunciación nos enseña a abandonarnos confiadamente en las manos del Dios.

El ejemplo de María nos impulsa a abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos transforma y nos renueva; nos llena de su vida y nos hace templos suyos. Porque con el Espíritu, el amor de Dios es derramado en nuestros corazones.

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 21 DE DICIEMBRE
Las palabras del ángel en la Anunciación son el motivo de esta visita: “Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 36-37). El evangelio de hoy nos recuerda el gesto de amor de la Santísima Virgen, que llevando en su seno al Hijo de Dios, va a la casa de Isabel para ayudarla y proclamar las maravillas de la misericordia de Dios: la cercanía del Salvador provoca el júbilo y la alegría incluso en Juan todavía en el vientre de Isabel.
María se puso en camino, nos dice el Evangelio, desde Nazaret en la Galilea hacia un pueblo de Judá, en la montaña, que según los estudiosos, bien podía ser la actual Ain-Karim, cercano a Jerusalén.
“¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Estas palabras de Isabel, dirigidas a su prima María, bien pueden ser el mensaje central en la liturgia de hoy. En la Anunciación María inicia su peregrinación de la fe.

Ante el anuncio de que iba a ser madre, María preguntó: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Ella, sin dudar de la posibilidad de su cumplimiento, quiere solamente conocer la forma de su realización. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios» (San Agustín). Jesucristo Nuestro Señor “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María Virgen”.

La cercanía del Mesías Salvador (“en medio de ti”) produce gozo y alegría: “grita de júbilo, Israel” (lectura del Profeta Sofonías). Hasta Juan Bautista “saltó de alegría” en el vientre de Isabel. “Juan fue el primero en experimentar la gracia, se alegró a causa del misterio, sintió la presencia del Hijo” (San Ambrosio). Después como Precursor anunció la buena noticia de la cercanía del Salvador. Decía Benedicto XVI: “La alegría cristiana brota de esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad”. La «cercanía» de Dios no es una cuestión de espacio o de tiempo, sino de amor, porque el amor acerca y une.
“En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un don” (Pablo VI). El Dios-amor es alegría infinita y eterna. Dios no se encierra en sí mismo. Comparte el gozo de su amor eterno. Él es el motivo, la fuente y la causa de nuestra alegría. Siempre responde a nuestras aspiraciones. Goza con nosotros, en nosotros y por nosotros. Nos hace partícipes de su alegría eterna. Nos ha creado para una felicidad plena y total. “La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas” (Papa Francisco).
Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay alegría. El cristiano es feliz porque nunca está solo. Sabe que Dios está siempre a su lado. Como amigo fiel, en la alegría y en el dolor. “El Señor está más cerca de nosotros que nosotros mismos” (San Agustín). La alegría es elemento central del ser cristiano.
La alegría está unida al amor: Amar da alegría, y la alegría produce amor. La alegría del amor nos impulsa a compartirla. No podemos ser felices, si los demás no lo son. “Todo creyente tiene la misión de testimoniar la alegría” (San Juan Pablo II) Hemos de ser misioneros de la alegría. Una alegría se debe comunicar. La alegría, por su propia naturaleza, debe irradiarse.
Aquel encuentro fue un acontecimiento salvífico. Isabel sintió la alegría mesiánica. La exclamación de Isabel «a voz en grito» manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que resuena, a lo largo de los siglos, en los labios de los creyentes. «¡Feliz tú que has creído!”. La grandeza y la alegría de María nacen de su corazón creyente.
La alegría del pueblo cristiano por la venida del Hijo de Dios “en carne mortal” se proyecta más allá de esta vida hasta el reino eterno, cuando de nuevo Cristo venga con gloria” (colecta).

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 22 DE DICIEMBRE
Seguimos acercándonos a la fiesta de la Natividad del Señor. Para celebrar este hecho salvador contamos, sobre todo en estas ferias privilegiadas de adviento, con la figura de la Virgen María como prototipo de fe, que actúa por el amor (“dichosa tú, que has creído”). La liturgia ayer nos recordaba el amor de María, manifestado hacia su prima Isabel, que en su vejez había concebido un hijo.
El evangelio de hoy nos ofrece el canto de María, agradeciendo a Dios las obras grandes, que había hecho en ella. La cercanía del Salvador provoca el júbilo y la alegría en Isabel e incluso en Juan todavía en el vientre materno. “Juan fue el primero en experimentar la gracia, se alegró a causa del misterio, sintió la presencia del Hijo” (San Ambrosio). Después como Precursor anunció la buena noticia de la cercanía del Salvador.
Muy especialmente, aquel fue un encuentro de gozo profundo para María, la Virgen Madre, humilde esclava del Señor. La grandeza y la alegría de María nacen de su corazón creyente. Proclamó, con gran alegría, la obra que el Poderoso había hecho en favor de sus fieles: sin intervención de varón, ella había concebido en su seno, a Jesús, el Salvador.
El Magnificat es un cántico de esperanza, nacido de una fe agradecida. Dios hizo y sigue haciendo obras grandes. Este cántico es la respuesta agradecida de la Virgen al misterio de la Anunciación. «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios”, decía San Ambrosio, que en su comentario a San Lucas escribe: «Esté en cada uno de nosotros el alma de María para glorificar a Dios»; y nos recuerda que el agradecimiento es la primera expresión de la fe. El Magnificat es como la fotografía del corazón y del alma de la Virgen María.
“María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. En la Anunciación el ángel Gabriel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el júbilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia” (San Juan Pablo II).
María, con este canto, celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia y supera las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel: la concepción virginal de Jesús, acaecida en Nazaret después del anuncio del ángel.
Ante el Señor, omnipotente y misericordioso, María canta también su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava»
En este canto se pone de manifiesto el espíritu de los “pobres de Israel” (anawim) “Es decir, de los fieles que se reconocían «pobres» no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora” (Benedicto XVI).
En el cato orante de María aparecen siete acciones que Dios realiza permanentemente a favor de estos pobres: «Hace proezas…; dispersa a los soberbios…; derriba del trono a los poderosos…; enaltece a los humildes…; a los hambrientos los colma de bienes…; a los ricos los despide vacíos…; auxilia a Israel». Estas acciones se pone de manifiesto el comportamiento de Dios: se pone de parte de los últimos. Es su amor preferencial por los pobres.
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 23 DE DICIEMBRE

El nacimiento de Juan Bautista fue un don de Dios para preparar la llegada de su Hijo, que se hizo hombre para que el ser humano participara de la naturaleza divina.

Isabel, anciana ya, era estéril. Zacarías, su esposo no dio fe a las palabras de Dios, que, por medio del ángel Gabriel, les comunicaba que serían padres. Pero, a pesar de todo, la promesa del Señor se cumplió: Zacarías e Isabel engendran un hijo, que será –nos dice el Evangelio- grande a los ojos del Señor, convertirá a muchos e irá delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto.

La actitud de Zacarías e Isabel contrasta con la de María, la Madre de Jesús, que no dudó, ante la palabra de Dios, que sería madre sin intervención de varón. Por eso, Isabel dice a su prima María: “¡Dichosa tú, que has creído!”.

El evangelio de hoy nos presenta las circunstancias que rodearon el nacimiento del Bautista. El nombre de Juan significa que Dios nos ha mostrado su favor. Es Zacarías, su padre, quien, inspirado por Dios, dice que se llamará Juan. Que sea Dios quien impone el nombre a una persona significa que la toma por completo a su servicio y le encomienda una misión.

El prefacio de la misa de la solemnidad del nacimiento de San Juan explica detalladamente esta misión: fue abriendo caminos al Mesías, cuya presencia señaló entre los hombres. Juan llegó a dar su sangre como supremo testimonio de Cristo. Como auténtico profeta -el último de los profetas- Juan dio testimonio de la verdad incluso con su vida. San Gregorio Magno comenta que el Bautista «predica la recta fe y las obras buenas… para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien».

San Juan Bautista fue el precursor, la «voz» enviada a anunciar al Verbo encarnado. Comenta san Agustín: «Juan es la voz. Del Señor en cambio se dice: “En el principio existía el Verbo” (Jn 1, 1). Juan es la voz que pasa, Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído, pero no edifica el corazón»

Es también misión de todo cristiano abrir caminos al Señor, señalarle como Salvador de todos los hombres, dar testimonio de Él con nuestra vida.

Nuestra fe en Cristo debe ser confianza total en Él, pero también una fe viva, operante, con obras. Hemos de confesar nuestra fe en Cristo de forma clara y valiente. No podemos disimular o diluir nuestra identidad cristiana y menos, renunciar a ella. Así es como el cristiano, fiel seguidor de Cristo, también en nuestros días, le irá abriendo caminos al Salvador.

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 24 DE DICIEMBRE
Hoy llena toda la liturgia el cántico de Zacarías ante el nacimiento de su hijo. En la primera parte se ensalzan los grandes hechos de Dios en la historia de la salvación. En la segunda parte se celebra el nacimiento de Juan y se anuncia su misión.
La actuación de la misericordia de Dios, esto es, de su bondad y su indulgencia, constituye el contenido de la primera mitad del himno. “Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”, se dice en la segunda parte.
Inspirado por el Espíritu Santo, Zacarías hace una lectura “profética” de la historia. La hora de la salvación ha sonado. El nacimiento de Juan es la coronación de las grandes obras realizadas por Dios. El tiempo de la salvación ha llegado. “Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza”.
Juan, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como la estrella que precede la salida del Sol. Canta Zacarías: “nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Es la luz de las gentes para los que moran en las tinieblas (Is 42,6-7).
En el texto griego del evangelio el “sol que nace” es un vocablo que significa tanto la luz del sol que brilla en la tierra como el germen que brota. Dos imágenes, que tienen un significado mesiánico.
Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que brotará del tronco de Jesé» (Is 11,1-2).
Con Cristo aparece la luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9) y florece la vida: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). El Mesías, “el Oriente”, el sol en su salida, será “sol de justicia” para nosotros (Mal 3,20). «Cristo es la luz de los pueblos” (LG 1).
Tres figuras encarnan en plenitud el espíritu del Adviento: el profeta Isaías, la Virgen María y Juan Bautista. Isaías mantenía la esperanza del pueblo elegido, anunciando que el Mesías nacería de una mujer virgen. María de Nazaret, por su fe total en Dios, aceptó ser madre del Mesías, sin intervención de varón. Por ello, Dios la hizo inmaculada y limpia de todo pecado, llena de gracia, desde el primer instante de su concepción. Ella es la Virgen de la espera.
Juan Bautista, el Precursor, que señala al Salvador ya presente entre los hombres. Es el testigo valiente, que dio testimonio de la verdad hasta derramar su sangre, muriendo decapitado. Es el lucero que anuncia el nacimiento inminente del Sol.

En este juego salvador de luces entramos también nosotros. Dice San Ambrosio: “De hecho la Iglesia no refulge con luz propia, sino con la luz de Cristo. Obtiene su esplendor del sol de la justicia, para poder decir después: vivo, pero ya no vivo yo, sino que vive en mí Cristo”. Y San Juan Pablo II: “Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo”. Un “reflejo semioscuro”, que dijera San Buenaventura.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE NAVIDAD
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

“Nuestro Señor Jesucristo quiso nacer hoy en el tiempo para conducirnos hasta la eternidad del Padre. Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”, decía san Agustín en un sermón de Navidad. Y santo Tomás de Aquino escribe: “El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que hecho hombre, divinizase a los hombres”. El Papa Benedicto XVI en una homilía navideña decía: “La Navidad no se refiere sólo al cumplimiento histórico de esta verdad que nos concierne directamente, sino que nos la regala nuevamente de modo misterioso y real”. Efectivamente, por nuestra comunión vital con Cristo, mediante el bautismo y la fe que obra por el amor, somos partícipes de la naturaleza divina (2P 1, 4).

Dios se ha humanado para que el hombre sea divinizado. Éste es el trascendental significado de la Natividad del Señor. Sucedió hace muchos años, pero su fuerza salvadora nos llega a cada uno de nosotros hoy. No puede quedar oscurecido ni contaminado por las compras, las luces y los regalos. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. El mismo san Agustín lo explica: “ciertamente Cristo no vino para bien suyo, sino nuestro: ¡Despierta, hombre; por ti Dios se hizo hombre!”. San Francisco de Asís llamó a la Navidad “la fiesta de las fiestas”.

El misterio, que hoy conmemoramos, lo resumen los textos de las misas de este día de Navidad: en el nacimiento de Cristo, Dios instaura “el principio de nuestra salvación”. Le pedimos a Dios que nos haga “partícipes de la divinidad de su Hijo, que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable”; también que nos conceda “la gracia de vivir una vida santa y llegar a sí un día a la perfecta comunión con Cristo en la gloria”. Igualmente en la misa del día: “concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”. Y un prefacio de Navidad llega a proclamar el “maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”.

Hoy en el Evangelio de la misa del día leemos que la Palabra, que era Dios, por medio de la cual se hizo todo, vino al mundo: “vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre… Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”. Somos verdaderamente hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios: participamos del ser filial de Cristo, en comunión existencial con Él. Somos uno en Cristo. Partícipes de su divinidad, de su inmortalidad, de su bondad. En esta participación, mediante la gracia, consiste la salvación del pobre ser humano, lleno de debilidades y miserias.

“Hoy os ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2, 11). A nosotros. Cristo también salva a los hombres y a las mujeres de hoy. Es el hoy eterno de Dios. A pesar del progreso y de la tecnología. El ser humanos sigue siendo un ser en lucha entre bien y mal, entre la vida y la muerte. El hombre siempre necesitará ser salvado. En la Navidad hemos de proclamar con fe y con profunda alegría que el Dios Emmanuel, el Dios-con-nosotros, hombre verdadero, es pura bondad. Y nos sigue ofreciendo también hoy su amor salvador. No es el pasado. Es contemporáneo nuestro.

“Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre” (segunda lectura, misa de la Aurora). Es el mensaje más alegre de la Navidad. “Dios es pura bondad”, proclamaba el Papa Benedicto XVI. Así nos ama Dios: rebajándose, poniéndose a nuestro nivel. Comparte nuestras penas y nuestras alegrías. Tanto nos ama Dios, que sale de sí mismo y viene a nosotros para compartir nuestra pobre condición hasta el final. La gloria de Dios está, en un establo. Es la gloria de la humildad y del amor. El cielo está en la tierra. El cielo está en el corazón de Dios, que es pura bondad. Sólo el Dios-amor salva al hombre de esta forma. “A quien así nos ama ¿quién no le amará?”, concluye cantando el himno-villancico Adeste Fideles.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE NAVIDAD
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA
En el contexto de la Navidad celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, José y María. El Hijo de Dios se hace verdaderamente hombre: en la humanidad asumida por la Persona divina del Verbo-Hijo es asumido todo lo que es humano, en particular también la familia, que fue la primera dimensión de su existencia en la tierra. Por esta razón están también asumidas la maternidad y la paternidad humanas de José y de María. Bebé verdadero, niño verdadero, adolescente verdadero, joven verdadero, Jesús necesitó ser alimentado, protegido y educado. Y esto en el seno de una verdadera familia: a la sombra amorosa de la madre-mujer, y del padre-varón.
La Sagrada Familia estuvo fundada en un verdadero matrimonio. El de José y María no fue una apariencia para guardar las formas. Fue un matrimonio virginal: recibieron la gracia de vivir juntos la virginidad y del matrimonio. “El Espíritu Santo, que había inspirado en María la opción de la virginidad con miras al misterio de la Encarnación y quería que ésta acaeciese en un contexto familiar idóneo para el crecimiento del Niño, pudo muy bien suscitar también en José el ideal de la virginidad” (Juan Pablo II). Así, María y José también fueron llamados a cooperar en la realización del designio salvador de Dios.
Fue José verdadero padre de Jesús, excluyendo la generación física. No fue su padre biológico, no engendró a Jesús, pero en todo lo demás fue un verdadero padre: todos los problemas y alegrías, todas las responsabilidades de un padre las vivió José con relación a Jesús. Educar es engendrar y José, junto con María, fue el primer educador de Jesús. Gozó de la autoridad paterna a la que Jesús se sometió (Lc 2, 51), transmitiéndole el oficio de carpintero. El fundamento de la paternidad de José es su matrimonio con María. Para asegurar la protección paterna a Jesús y ser el Custodio del Redentor, Dios elige a José como esposo de María. En virtud del vínculo matrimonial, el hijo de María es también hijo de José. La liturgia nos recuerda que así fueron confiados “a la fiel custodia de san José los primeros misterios de la salvación de los hombres”. En orden a esta trascendental misión José tuvo hacia Jesús “por don especial del cielo, todo aquel amor natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda conocer” (Pío XII).
María es verdadera Madre de Dios hecho hombre. Fue concebido en su seno virginal, le amamantó, le crió, le educó, le enseñó las oraciones. María fue una experta ama de casa. Dentro de unos días la Iglesia celebra la solemnidad de Santa María Madre de Dios. Será el momento de reflexionar en profundidad sobre esta verdad.
Jesús, José y María formaron una verdadera familia, comunidad de vida y amor fundada en el matrimonio de un hombre y de una mujer. Tal como la ha querido Dios desde el principio. Es la familia una comunidad de intensas y profundas relaciones interpersonales, con la totalidad de su ser, entre esposos y entre padres e hijos.
“Honra a tu padre y a tu madre”. Este cuarto mandamiento, vinculado con el mandamiento del amor, se refiere a la solidaridad y reciprocidad, que se da en la familia, en la que la felicidad personal depende de la felicidad de los otros. Este mandamiento también habla indirectamente de la “honra” que los padres deben a los hijos. En la Familia de Nazaret existió esta verdadera honra recíproca. José y María en Jesús estaban honrando a su hijo y a su Dios; y Jesús, Dios verdadero de Dios verdadero, honraba a María y a José con todo su ser. Con agradecimiento, piedad filial y confianza correspondía al amor recibido de sus padres, a cuya santificación contribuía.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba” (Evangelio). Es la familia la primera escuela del ser humano. También la de Nazaret. “La educación consiste en lograr que el hombre sea cada vez más hombre” (Juan Pablo II). María y José acompañaron a Cristo, el Hijo de Dios, en su crecimiento humano y en su maduración personal. Cristo es el Hombre perfecto (Vaticano II). La presencia de José y María garantizaba el equilibrio en la acción educativa. Por el hecho de que en Jesús no hubiera pecado, la orientación de su educación fue siempre positiva, excluyendo actuaciones encaminadas a corregir.
La Sagrada Familia es un “maravilloso ejemplo a imitar en sus virtudes domésticas y su unión en el amor” (oración colecta). El Papa Pablo VI llamó a la Familia de Nazaret “escuela del Evangelio”. Y señalaba las lecciones de Nazaret: lección de silencio (recogimiento, interioridad, escucha); lección de vida doméstica (comunión en el amor); lección de trabajo (casa del «Hijo del Carpintero»). En Belén la Sagrada Familia no está aislada, sino rodeada de los pastores y los magos. Es una comunidad abierta a todos. En su oración a la Sagrada Familia decía el Papa Francisco: “Jesús, María y José en vosotros contemplamos el esplendor del verdadero amor”; ceñidor de la unida consumada: la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión (segunda lectura).
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 1 DE ENERO
SOLEMNIDAD
SANTA MARÍA MADRE DE DIOS

En este día primero del año celebramos la solemnidad de Santa María Madre de Dios. María es realmente madre no sólo de la naturaleza humana de Cristo. Lo es, sobre todo, de su Persona, la de Dios Hijo. “María es verdaderamente «Madre de Dios» porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es Dios mismo” (Catecismo 509).
Cristo, el Hijo eterno de Dios, cuando llegó la plenitud de los tiempos, comenzó a ser también hijo de una mujer, de María. “La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de Dios” (San Juan Pablo II).
Desde entonces, el tiempo del hombre participa de la eternidad de Dios. Este destino se nos propone al comienzo de cada año. Y así se ilumina el valor del tiempo, que pasa inexorablemente. No hay lugar para la angustia.
En el comienzo de este año hemos de confiar en Dios, que nos ama infinitamente, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta. “Confía el pasado a la misericordia de Dios, el presente a su amor, el futuro a su providencia” (San Agustín).
Hoy es también la Jornada Mundial de la Paz: Cristo es nuestra paz. Es el Hijo de María, Reina de la Paz. Él ha traído la semilla de la paz: el amor, que es más fuerte que el odio y la violencia. ¡Dichosos los que trabajan por la paz!, nos ha dicho Jesús.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE NAVIDAD
II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD
El mensaje de la Natividad del Señor era y es que Cristo comparte la condición humana para que el hombre pueda compartir la vida divina.
San Ireneo afirma: “Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios”.
Las lecturas de hoy proclaman que Dios no sólo es el Creador del universo (primera lectura), sino que es Padre: Él «nos eligió antes de crear el mundo… predestinándonos a ser sus hijos adoptivos» (segunda lectura). Y por esto «el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros» (Evangelio).
El Verbo encarnado nos transforma desde dentro, haciéndonos partícipes de su ser filial: somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. El Evangelio de hoy nos recuerda esta verdad: A cuantos recibieron la Palabra hecha carne “les da poder para ser hijos de Dios”.
Para el cristiano ser hijo de Dios no es un mero título. Es un hecho real y actual. Es una verdadera participación de la naturaleza divina.
Vivir el misterio de la Navidad ha de ser realidad de todos los días. No sólo de estas entrañables fechas. Decía Orígenes: “En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)”.
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 6 DE ENERO
SOLEMNIDAD
EPIFANÍA DEL SEÑOR

El tiempo litúrgico de Navidad y de Epifanía está penetrado por el mensaje de la luz. Epifanía significa manifestación luminosa. La «luz nueva», encendida en la noche de Navidad, brilla sobre todo el mundo, como sugiere la imagen de la estrella. Los Magos, “siguiendo una luz, buscan la Luz” (Papa Francisco).
Dios hecho niño (hombre verdadero) se había manifestado a gentes del pueblo judío. El evangelio de hoy nos presenta la manifestación del Salvador a gentes de otra raza. No eran judíos, sino “de oriente”, es decir, extranjeros.
Todos los hombres de cualquier época de la historia, también los del siglo XXI, estamos llamados a ser hijos de Dios. Gentes de cualquier raza, pueblo y nación. De cualquier color. La tradición nos refiere que uno de los Magos era de raza negra.
La fiesta de hoy subraya el significado universal del nacimiento de Cristo. Es el único Salvador de los hombres. Todo ser humano se salva a través de Cristo. No es un camino más de salvación, ni puede ser puesto al mismo nivel que otros líderes religiosos. En Él está la plenitud de los medios de salvación. Cristo es el camino único hacia Dios.
Tolerancia no significa que todo dé igual. Es respeto efectivo del derecho que toda persona tiene a la libertad religiosa.

La de hoy es para nosotros una fiesta misionera. Nuestra fe ha de ser una fe confesante, valiente, y consecuente. Con respeto a todos, pero sin complejos, el cristiano debe proclamar que en Cristo está nuestra salvación.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE NAVIDAD
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
Celebramos hoy el Bautismo del Señor. La fiesta más antigua después de Pascua. En la Iglesia primitiva era celebrada con gran solemnidad
Hoy concluyen las celebraciones del misterio de la Navidad: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”, decía San Agustín, que afirmaba también: Cristo “siendo único no quiso ser solo”. Es unigénito, pero también es primogénito.

El Bautismo del Señor fue también manifestación y epifanía del ser trinitario de nuestro Dios. El Padre (“la voz del cielo”) proclama que aquel Jesús de Nazaret es Dios, (“tu eres mi Hijo amado”) sobre el que bajó el Espíritu. Se nos revela cómo es Dios en sí mismo. No es una soledad. Es una eterna comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero.

También en el Jordán se nos revela el misterio del nuevo bautismo. El de Juan era signo externo de purificación y conversión. En el bautismo cristiano somos consagrados al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En él se realiza una verdadera transformación del bautizado: somos hechos hijos de Dios, recibimos la vida de Dios. Injertados en Cristo, por medio del bautismo, entramos en esa eterna comunión de Personas, que es nuestro Dios.

Nuestro bautismo es una realidad siempre actual, que nos exige mantenernos en comunión existencial (por la fe y el amor) con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y en comunión también con los demás: todo hombre es mi hermano.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
II DOMINGO
El bautismo de Cristo en el Jordán fue el final de una etapa y el comienzo de otra en su caminar por el mundo haciendo el bien. Este paso de la vida oculta a la vida pública es considerado por los Padres de la Iglesia como un segundo nacimiento de Cristo. “Nace de la Virgen, renace en el Jordán” (San Gaudencio de Brescia).
En el evangelio de hoy se destaca el testimonio de Juan Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. La tradición cristiana ha visto en Cristo al verdadero Cordero. Así aparece ya en la primera Carta de San Pedro (1, 18-19): fuimos liberados “con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto ni mancha, Cristo”.

También en la liturgia de la Iglesia. Al partir el pan para la comunión, se invoca a Jesucristo: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros”. Y cuando el sacerdote presenta la hostia consagrada, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

Al día siguiente determinó Jesús salir para Galilea, con la fuerza del Espíritu. “Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos” (Lc 4, 14; Jn 1, 43; Mt 4, 17).

Jesús, antes de subir al cielo, indicó a sus discípulos que fueran a un monte de Galilea. Allí les dio el mandato de hacer discípulos de todos los pueblos (Mt 28, 16-20). Es universal esta misión de anunciar el Evangelio. “Implica a todos, todo y siempre” (Benedicto XVI).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
III DOMINGO
El Evangelio del Reino de Dios –o reinado de Dios en nosotros- es lo primero que anuncia Jesús cuando comenzó su predicación. Tiene como tema su cercanía: el Reino de Dios ha llegado ya. Es la Buena Noticia que Él nos trae: en Cristo mismo, Dios se ha hecho cercano a nosotros. Él es el Dios-con-nosotros.
El Reino de Dios (la salvación) es un don de Dios, pero también hay que conquistarlo mediante un cambio total y profundo de vida. Es la conversión de la que habla hoy el Evangelio. Convertirse significa abandonar “la mala vida” (primera lectura); convertirse es seguir a Jesús, Camino, Verdad y Vida, como los pescadores del Evangelio. Convertirse es vivir, según la voluntad de Dios, todas las realidades de nuestra existencia: penas y alegrías, matrimonio y familia, riqueza y pobreza (segunda lectura).
Jesús a todos sus discípulos nos ha mandado: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio” (Mc 16,15). En primer lugar, mediante el testimonio: dando “frutos de buenas obras” (oración colecta) Todos los cristianos estamos llamados a dar este testimonio y así podemos ser verdaderos evangelizadores. Un testimonio casi siempre sin palabras. San Francisco de Asís decía a sus hermanos: “predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida”.
Nuestro testimonio debe ser irradiante. Como la luna. Nuestra vida debe ser “reflejo de Cristo, luz del mundo” (San Juan Pablo II).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
IV DOMINGO
Dios, que es amor, nos ha creado a su imagen para hacernos partícipes de su vida. “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín). Dios nos ha creado por amor y nos llama a vivir en comunión de amor con Él. Decía Santa Catalina de Siena: “Dios es el Amor supremo y eterno, y no puede desear otra cosa que no sea nuestro bien”.
Dios nos comunica este su designio de amor salvador de forma que podamos entenderle. Dios es espíritu. El hombre es espíritu encarnado. Por eso, Dios suscitó profetas (primera lectura). El profeta no es un adivino. Habla en nombre de Dios. Hace llegar al hombre el mensaje divino con palabras humanas.
Tanto amó Dios al mundo que, en la plenitud de los tiempos, nos envió a su Hijo, la Palabra eterna hecha carne (Jn 1,14). Es Dios mismo hecho hombre, igual en todo a nosotros menos en el pecado. Cristo no sólo nos habló en nombre de Dios. Él mismo es Dios, que nos habla con palabras humanas. Por eso “habla con autoridad” (Evangelio).
“Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en humildad” (Romano Guardini). Así nos ama Dios: rebajándose, poniéndose a nuestro nivel.
“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor” (salmo responsorial). Hemos de escuchar con fe a Cristo. Creer en Cristo y creer a Cristo. Fiarnos de Él y seguirlo. Esto es la fe.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
V DOMINGO
“Mis días se consumen sin esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo”, decía Job (primera lectura). Estamos hechos de barro. La enfermedad, el envejecimiento pertenecen a nuestra condición humana: experimentamos que inevitablemente nuestra morada terrenal se va desmoronando. No nos valemos por nosotros mismos. Necesitamos que Jesús, el Dios-con-nosotros, “nos coja de la mano y nos levante” (Evangelio).
Ante esta nuestra pobre realidad es fundamental la fe: “tu fe te ha salvado”, repite Jesús a los que cura. Los milagros de Cristo no son una exhibición de poderío, sino signos del amor de Dios para quien tiene fe. Es la “elocuencia de los milagros” (San Juan Crisóstomo).El que cree no está solo. El que reza nunca está solo. Estamos seguros de que el amor de Dios no nos abandona nunca.
Jesús encarna y personifica la misericordia de Dios. “Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia” (San Juan Pablo II). No sólo cuando pasó por la tierra haciendo el bien. Sino también ahora. Cristo es nuestro contemporáneo. Resucitado y glorioso “no puede padecer, pero puede compadecer” (San Bernardo). Sufre con nosotros, por nosotros y en nosotros.

Creemos en un Dios herido. En Cristo resucitado siguen vivas sus heridas por toda la eternidad. Son signo de que el Señor com-padece con nosotros: por amor a nosotros se deja herir. “Cristo tomó –toma- nuestras dolencias y cargó –carga- con nuestras enfermedades” (antífona del aleluya).

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
VI DOMINGO
Hoy se nos presenta a Jesús curando a un leproso. En contacto con una enfermedad grave y contagiosa: toca al leproso con la mano. El “beso al leproso” era para San Francisco de Asís prueba de su fidelidad a Cristo.
Según la antigua ley judía (Lv 13-14), la lepra era un castigo divino. Una verdadera «impureza» ritual y contagiosa. Se establecía un duro cordón sanitario: el leproso entraba en una situación de exclusión civil y religiosa. Como una especie de muerte (primera lectura). Así la lepra entrañaba dolor físico y moral. Cuando un leproso se acercaba, se le ahuyentaba a pedradas.

Estas prácticas contrastan con la actitud de Jesús, que “sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: quiero, queda limpio” (Evangelio). Dice Benedicto XVI: “En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y arruina nuestras relaciones”.

Ahora Cristo Jesús, resucitado y glorioso, siente lástima por nosotros. Estamos llamados a vivir en comunión con Él por la fe, que obra por el amor, mediante los sacramentos y cumpliendo sus mandamientos (Jn 15, 10). Viviendo con Cristo y como Cristo: “Siguiendo el ejemplo de Cristo” (segunda lectura).

Este contacto con Cristo nos salva como salvó al leproso. “No hubiéramos podido recibir la incorrupción y la inmortalidad, si no hubiéramos estado unidos al que es la incorrupción y la inmortalidad en persona” (San Ireneo).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
VII DOMINGO
Sí, Cristo puede perdonar pecados, porque es Dios verdadero: “El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados” (Evangelio). A la mujer pecadora Jesús le dice: “Tus pecados te son perdonados”. Los comensales reaccionan diciendo: “¿Quién es éste para perdonar los pecados?” (Lc 7, 48-49). San Juan Crisóstomo escribe: “Primeramente curó perdonando los pecados, que era por lo que había venido, esto es, por el espíritu. Y para que no dudasen los incrédulos, hace un milagro manifiesto para confirmar la palabra con la obra y para demostrar el milagro oculto, o sea la cura del espíritu por la medicina del cuerpo.
Cristo no sólo anunció que el Padre perdona los pecados, sino que Él mismo perdona: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30). Proclamamos en el Credo que el Hijo eterno de Dios por nuestra salvación bajó del cielo: Tanto amó Dios al mundo que envió su Hijo “para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). El mismo Jesús dijo: “No he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo” (Jn 12, 47). En este Jesús de Nazaret, que recorre la Galilea y llega a Cafarnaún, “todas las promesas de Dios han recibido un sí” (segunda lectura).
La salvación comienza con el perdón de los pecados. “El milagro de la curación del paralítico es signo del poder salvífico por el cual Él perdona los pecados. Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual, el mal que separa al hombre de Dios e impide la salvación en Dios, como es precisamente el pecado” (Juan Pablo II). Jesús perdona al paralítico, antes de curar su enfermedad, señalando así que el pecado es la peor parálisis; y además que sólo el amor infinito de Dios puede librar al hombre de la enfermedad y del pecado.
El paralítico es imagen, símbolo y parábola del ser humano impedido por el pecado para moverse libremente en el camino del bien. El mal y el pecado atan al hombre y lo paralizan. Son como una parálisis del espíritu. La curación de la enfermedad corporal es signo de la curación espiritual que produce el perdón de Dios. “Sólo el amor de Dios puede renovar el corazón del hombre, y la humanidad paralizada sólo puede levantarse y caminar si sana en el corazón. El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo” (Juan Pablo II).
Los judíos relacionaban la enfermedad con el pecado: así pensaban que en el origen de la parálisis de aquel hombre estaba el pecado. Los mismos apóstoles preguntaron a Jesús a propósito del ciego de nacimiento: “Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?”. Cristo les contestó: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9, 1-3). Mediante los signos-milagros, Cristo revela su poder de Salvador.
Las curaciones de enfermedades que realizó Jesús anticipaban la liberación total, la nueva creación, la plenitud de vida y de gloria, de la que participamos por nuestra unión Cristo Jesús Resucitado, vencedor del pecado, del mal y de la muerte. Dios nos confirma en Cristo, en el que todo se ha convertido en un “sí” (segunda lectura). En Él todo es positivo, estable, firme. Unidos a Cristo, nosotros también podemos vivir en positivo, responder a Dios “Amén”, que no es un simple deseo (“así sea”), sino que significa sobre todo seguridad y firmeza.
Dios “ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu” (segunda lectura), que viene en ayuda de nuestra debilidad. Nos configura como hijos de Dios en Cristo, el Hijo eterno de Dios. Y nos impulsa a vivir la libertad de los hijos de Dios. “Para vivir en libertad Cristo nos ha liberado” (Ga 5,1). Es el Espíritu de la verdad, que habita en nosotros y nos hace libres: “donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Co 3,17). El Espíritu que es Señor y Dador de vida. Es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, que nos transforma y nos da fuerza para responder al amor de Dios, amándole sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
El perdón de los pecados es un don del Espíritu Santo. Cristo Resucitado exhaló su aliento sobre los discípulos y les dijo: “recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 22-23). Dios Padre misericordioso “reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados” (absolución sacramental). Nosotros ahora, por la fe, que obra por el amor, y por los sacramentos (“un solo bautismo para el pedón de los pecados”), estamos unidos a Cristo Resucitado, que nos hace partícipes de su victoria sobre el pecado, el mal y la muerte.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE CUARESMA
DOMINGO I

El miércoles iniciábamos el camino cuaresmal hacia la Pascua-Paso de muerte y resurrección de Cristo. La cuaresma es tiempo de preparación para celebrar “con sinceridad el misterio de esta Pascua” (prefacio).

“Cristo murió por los pecados, una vez para siempre, el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios” (segunda lectura). En la gloria del cielo el Señor lo será todo en todos nosotros. Será la Pascua que no acaba (prefacio).

En tiempos de Noé “se salvaron cruzando las aguas”. Actualmente es el bautismo el que nos salva, por el cual estamos injertados en Cristo, resucitado y glorioso. Es la Pascua bautismal: muertos al pecado, pero vivos para Dios. El cristiano, a lo largo de toda su existencia, tiene que “vencer al mal a fuerza de bien” (Rm 12, 21).

“Convertíos y creed la Buena Noticia” (Evangelio). Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, que es revisión constante, cambio de ideas, de criterios y actitudes; cambio de vida, para tener los sentimientos propios de Cristo Jesús.

Cuaresma, tiempo de “avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud” (oración colecta): la fe, que obra por el amor, y una exigencia permanente de conversión constituyen el mejor camino hacia el Crucificado-Resucitado.

Recorrido cuaresmal, cuarenta días cada año, pero sobre todo andadura de conversión diaria durante toda nuestra vida.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE CUARESMA
II DOMINGO

En este segundo domingo de cuaresma, el Evangelio nos relata la transfiguración del Señor: La gloria de la divinidad resplandece en el rostro de Cristo.

La transfiguración de Cristo está situada en los Evangelios en un momento decisivo: Jesús es reconocido por Pedro y los discípulos como Mesías de Dios; pero Él les revela que tiene que padecer mucho, ser ejecutado y resucitar al tercer día.

Unos días después, mientras Jesús oraba, sucedió la transfiguración. Esta experiencia anticipada de la gloria de la resurrección está destinada a sostener a los discípulos en el camino de la cruz.

“La pasión es el camino hacia la resurrección” (prefacio). El camino de Jesús y el de todos los que creen en Él. La cruz fue para Cristo la suprema expresión de su amor y su entrega y la consecuencia de poner el amor, la verdad y la justicia, por encima de su propio provecho y ventaja.

La Transfiguración es “misterio de luz por excelencia”, decía San Juan Pablo II. “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Seguirle con amor confiado, que esto es la fe. De persona a persona. De corazón a corazón. Con paciencia, sin cansarnos de hacer el bien. Cristo es camino, verdad y vida, causa y guía de nuestra salvación.

Coger nuestra cruz y seguir a Cristo que va por delante. Un víacrucis (camino de cruz), que a la vez es vialucis (camino de luz). Todos los días. En todas las situaciones de nuestra vida.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE CUARESMA
III DOMINGO
El horizonte pascual de muerte-vida, que es la persona viva de Cristo, permanece ahora abierto para nosotros: los hombres, pobres seres hechos de barro, “hundidos bajo el peso de las culpas” (oración colecta), tendrán vida eterna, si dan fe a las palabras de Jesús. Si cumplen sus mandatos.

Cristo Jesús crucificado es “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (segunda lectura). Su cuerpo entregado y su sangre derramada por todos los hombres, son la prueba del gran amor de Dios: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único. Todo el que cree en él tiene vida eterna” (Alelulya).

“Sus heridas nos han curado” (1 P, 2, 25). En el hoy eterno de Dios, sus heridas pascualmente transfiguradas, nos siguen salvando, porque permanecen vivas en el Resucitado. Son la prueba de su amor infinito en el tiempo y en la intensidad.

Cristo en la cruz es el único Dios y Señor, que nos saca de la esclavitud: “no tendrás otros dioses frente a mi” (primera lectura). Solamente el Dios crucificado es la verdad que nos hace libres. Sólo Él tiene palabras de vida eterna.

Así hemos de entender los mandamientos del Señor (primera lectura). No son una imposición. La ética cristiana es consecuencia de nuestra comunión existencial con Cristo. Todos los mandamientos se resumen en el mandato de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Dos amores inseparables. La debilidad del amor es capaz de dar vida eterna. El Dios todopoderoso es amor y sólo sabe ser amor.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE CUARESMA
IV DOMINGO
En el horizonte de este camino cuaresmal se entreve ya la cruz, como culmen de la misión de Cristo. Es la cumbre de su amor para la salvación del hombre: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Evangelio).

La cuaresma pone ante nosotros en este domingo las realidades fundamentales de la Pascua eterna, la que no acaba y que fue iniciada en Cristo y por Cristo, de una vez para siempre, hasta que Dios nos haya “sentado en el cielo” con Jesús, en la plenitud de su gloria (segunda lectura).

“La bondad de Dios para con nosotros en Cristo Jesús” (segunda lectura) está en el origen de esta historia hacia la salvación de la Pascua eterna. El amor de Dios se manifiesta en su Hijo muerto en la cruz, que nos revela la grandeza de Dios, que es amor. En la cruz la revelación del amor misericordioso de Dios “alcanza su punto culminante” (San Juan Pablo II).
Somos obra de Dios, que “nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras” (segunda lectura). Fe viva y entrega generosa le pedimos a Dios en las oraciones de la misa de hoy. Una fe con obras, que realice la verdad.
Así, a lo largo de la cuaresma de nuestra vida, nos iremos encaminando hacia la Pascua eterna de luz y de gloria, si nuestras “obras están hechas según Dios”, que nos ha creado para vivir como hijos de la luz y para ser luz del mundo: “El que realiza la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios” (Evangelio).
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 19 DE MARZO
SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ

Celebramos hoy la fiesta de San José, esposo de la Virgen María, padre de Jesús, hombre justo.

José fue verdadero esposo de María. Dios lo llamó al matrimonio con María de una forma totalmente especial: es el suyo un verdadero matrimonio virginal. José y María recibieron la gracia de vivir juntos el don de la virginidad y la gracia del matrimonio. Su matrimonio fue un verdadero matrimonio. No una apariencia, para guardar las formas.

Asimismo, excluida la generación física, José fue verdadero padre de Jesús. Dios Padre encomendó a San José la custodia y el cuidado de su Hijo eterno, el Verbo hecho carne. Educar es de alguna forma engendrar. Sin haber engendrado a Jesús, San José fue su verdadero padre: en cuanto a la educación –incluso profesional- , la alimentación y los sacrificios que se hacen por los hijos.

El Evangelio define a San José como “hombre justo”. Esta palabra evoca moralidad intachable, sincero cumplimiento de la ley y fidelidad a la volunta de Dios. Un hombre bueno. José siempre se dejó guiar por el Señor. Sin decir nada.

Hombre de fe como Abrahán. Sacrificado y fiel, creyó contra toda esperanza que María su mujer iba a ser madre por obra de la gracia de Dios. Hombre del silencio, nunca pide explicaciones. En la sencillez de la vida diaria, mantuvo una fe sólida en la divina Providencia.
“¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende” (Papa Francisco).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO DE CUARESMA
V DOMINGO
También el Evangelio de hoy nos presenta al crucificado-resucitado elevado en la cruz. Culminación de la cuaresma. Culminación del misterio del amor infinito de Dios. Muy cera ya de su pasión, Jesús, con el alma agitada (“Padre, líbrame de esta hora”), da a entender la muerte de que iba a morir: “cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Evangelio).

Cristo, igual en todo a nosotros menos en el pecado, murió como un hombre cualquiera: a gritos y con lágrimas. “A pesar de ser Hijo aprendió sufriendo a obedecer” (segunda lectura). Así llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen, los que le siguen, los que viven con Él y como Él.
La cruz es la máxima manifestación del amor misericordioso de Dios. La muerte es para Cristo el momento de su glorificación. «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Evangelio). Pero esto conllevará la pasión y la muerte. Puesto en las manos del Padre, murió por amor a Dios y a sus hermanos los hombres. Los amó más que a sí mismo. Hasta el extremo. Por eso Dios lo resucitó. Su muerte y su glorificación constituyen un único misterio.
En la muerte y la resurrección de Cristo “se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte” (Benedicto XVI).
San Agustín, en una homilía de Pascua decía a los fieles: «Cristo padeció; muramos al pecado. Cristo resucitó; vivamos para Dios”.
MARIANO ESTEBAN CARO

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Con el domingo de Ramos entramos en la Semana Santa: pasión, muerte y resurrección del Señor. La entrada triunfal de Cristo en Jerusalén fue un anticipo del triunfo definitivo en su resurrección. Los ramos llevados en la procesión y conservados en nuestros hogares, son signo y recuerdo de la victoria de Cristo, el Mártir resucitado.
¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! Grita la gente al pasar Jesús, montado en un asno prestado. El burro es el animal de la gente sencilla y común del campo. Esto ya nos dice que Cristo será el rey de los pobres. Pobres en el sentido bíblico: gentes creyentes y humildes.
En este domingo escuchamos el relato de la pasión de Cristo, de su muerte y sepultura. Aunque muerte y resurrección constituyen un único misterio, la muerte del Señor tiene valor en sí misma: es la suprema manifestación del amor de Dios a los hombres.

Para Jesús la cruz fue la consecuencia de poner el amor, la justicia, la verdad por encima de su propio interés. Valientemente da testimonio de su verdad más profunda: es el Hijo de Dios. No lo niega, ni se calla. “Para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”: el texto griego del evangelio de San Juan (18, 37) dice “mártir de la verdad”.

Tenemos un Dios que sufre y muere. Así el hombre puede conocer cuánto le ama Dios. Destaca la figura de María, peregrina de la fe, en pie junto a la cruz, compartiendo los sufrimientos de su Hijo, unida a Él hasta la muerte. Su compasión materna hace más profundo el drama de aquella muerte en cruz.
MARIANO ESTEBAN CARO

JUEVES SANTO

La noche en que iba a ser entregado, Jesús compartió con sus discípulos la cena pascual. En este contexto Cristo nos dio la Eucaristía, como sacramento y memorial de su muerte y su resurrección; también nos dio el sacerdocio, presencia ministerial suya en el mundo; y además, el mandamiento nuevo del amor: amarnos como Él nos ha amado.
La Eucaristía es el sacramento Pascual de la presencia de Cristo. Cada vez que celebramos la Eucaristía, actualizamos la muerte y resurrección de Cristo: manifestación suprema de su amor. Un amor más fuerte que la muerte. La misa no es repetición, sino actualización de ese amor. Es el único y mismo misterio de su amor salvador: su eficacia es eterna, porque Cristo es Dios. Bajo las especies de pan y de vino, Cristo está presente. Verdadera, real y sustancialmente Dios está aquí. No es un recuerdo.
Una oración del día del Corpus explica esta realidad: La eucaristía es un sagrado banquete. Comida familiar y festiva de los hijos de Dios. Al que todos estamos invitados. En que Cristo es nuestra comida. No sólo comemos nosotros al Señor Resucitado. Es Él quien nos hace partícipes de su vida divina, inmortal. Nos asimila. Es el misterio de la comunión existencial con Cristo.
Se celebra el memorial de su pasión: Recordamos, celebramos y hacemos actual su amor hasta el extremo. Más fuerte que la muerte. Con el compromiso de amarnos como Él nos ha amado.
El alma se llena de gracia. En la Eucaristía se nos da la prenda de la vida futura. La Eucaristía es para nosotros ahora el pan de la vida, la gracia de Dios, vida eterna, real, en plenitud.
MARIANO ESTEBAN CARO

VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Es la Cruz el símbolo cristiano por excelencia. Pero, sobre todo, es el símbolo más elocuente del infinito amor de Dios: Cristo, el Hijo único, entregó su vida para salvar al pobre ser humano; para que tengamos vida eterna.

Cristo, hombre verdadero y Dios verdadero, se sometió a la muerte “y una muerte de cruz”. Como un hombre cualquiera, experimentó la injusticia, la traición, la impotencia, el abandono, la soledad. Si decimos con verdad que Dios nació, podemos decir que Dios –el Hijo- verdaderamente murió en la cruz. No fue una apariencia.

Pero en la Cruz está la vida, la salvación del género humano. La Cruz –el amor hasta la muerte- es causa de resurrección. El hombre Cristo Jesús resucitó lleno de vida y de gloria. Y todo el que por la fe y el bautismo está injertado en Él, participa ya ahora, mediante la gracia, de su vida y de su gloria. Su victoria sobre la muerte, conseguida ya en la Cruz por su entrega total, es nuestra victoria.

“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6, 14). La cruz es recuerdo y prueba de un amor, como el de Cristo, que no se busca a sí mismo. Cristo es el hombre para los demás. La cruz, por tanto, no es pasividad o gusto por el tormento.

“La cruz es manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado. La cruz nos hace hermanos” (Benedicto XVI).

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN

Cristo ha resucitado. No sólo vuelve a la vida el Nazareno, que “como un hombre cualquiera se sometió a la muerte”. Por este acto de amor filial, Jesús es transformado talmente, resucita a una vida nueva y transfigurada. Como el grano de trigo que germina muriendo.

Hoy, domingo de Resurrección, celebramos la fiesta más importante del año cristiano. “Fiesta de fiestas” (San León Magno). Jesús no sólo volvió a la vida, como Lázaro, que, llegado el momento, experimentó por segunda vez la agonía y la angustia de la muerte. Cristo ha resucitado. La muerte ya no tiene dominio sobre Él.

Amor total y entrega filial de Jesús, aquel hombre verdadero, Hijo de Dios verdadero, que por ser eternos, infinitos, hacen que la muerte y la resurrección de Cristo constituyan un acontecimiento decisivo y actual también para nosotros. En el eterno hoy de Dios, Cristo es nuestro contemporáneo. “Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal.” (Plegaria Eucarística II). Su victoria es ya nuestra victoria.

Mediante la fe y el bautismo llegamos a ser uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28): “No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo”, (Benedicto XVI). Injertados en Cristo, recibimos la vida inmortal de Dios, somos sus hijos.

El Crucificado-Resucitado no es un recuerdo del pasado. Cristo vive y da la vida a cuantos creen en él. Estamos llamados a vivir en comunión existencial con Cristo. En una relación de persona a persona, de corazón a corazón. Cristo no es una tradición, ni una costumbre: es una persona viva, que transforma con su gracia al ser humano. A nosotros también hoy, ahora.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO PASCUAL
II DOMINGO
El día de la resurrección, con las puertas cerradas, entró Jesús Resucitado y dijo a sus discípulos: Paz a vosotros. Les enseñó las heridas de su muerte en cruz. Prueba de que el Crucificado era el mismo que había resucitado. Exhaló el Espíritu Santo para el perdón de los pecados sobre los discípulos, que se llenaron de alegría.
La historia de Jesús no había terminado con su muerte. Todo lo contrario. Su fuerza salvadora, para Él y para nosotros, va más allá de la muerte, a la que vence y supera definitivamente.
“El amor misericordioso de Dios llega a nosotros a través del corazón abierto del Resucitado”, decía San Juan Pablo II. Jesús muestra sus heridas mortales, porque siguen siendo ahora heridas vivas, prueba de su amor. Cristo pone siempre corazón y entrega: es el hombre para los demás. El Resucitado ya no padece, pero sí compadece. Sufre con nosotros, por nosotros y en nosotros. Creemos en un Dios herido. Nuestras heridas son sus heridas.

“Dichosos los que crean sin haber visto”, dice el Señor en el Evangelio de hoy. Cristo resucitado es el fundamento de nuestra fe, que ha de transformar toda nuestra vida: nuestro pensar y nuestro sentir; también nuestro convivir, como aquel primer grupo de creyentes (primera lectura).

Hemos de vivir la Pascua “no como algo del pasado, sino como un acontecimiento del presente” (San León Magno). Jesús es nuestro contemporáneo. No creemos en algo: en cosas, tradiciones y costumbres. Creemos en Alguien: en una persona viva, la de Cristo. Creer en el Crucificado- Resucitado es creer que el amor es más fuerte que el mal, que el pecado y la muerte.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO PASCUAL
III DOMINGO
La Palabra de Dios y los textos litúrgicos de hoy reavivan y afianzan nuestra fe y nuestra esperanza en Cristo Resucitado, que nos hace partícipes, ya ahora, de la gloria de su resurrección. De forma incipiente, en germen, pero real y verdaderamente, la fe nos da ahora la salvación que esperamos, la vida nueva.

Mediante la fe y el bautismo somos hijos de Dios. Unidos a Cristo, injertados en Él, nosotros participamos de su vida gloriosa, que llega a nosotros por medio de los sacramentos de vida eterna (Oración después de la comunión). El sacramento es signo eficaz, que produce lo que significa. En ellos se nos da la vida de Dios, el amor infinito de Dios.

La vida cristiana es ya, en cierto sentido, anticipación de la vida eterna, que es la meta del proceso de glorificación iniciado aquí. Esta vida y la vida eterna: Se trata de una única vida, la vida de Dios, vivida en el tiempo y en la eternidad.

“Tengo carne y huesos”, les dice Jesús a sus discípulos, que, aunque le palparon y abrazaron, atónitos y llenos de alegría, no terminaban de creer (Evangelio). Entonces, junto al lago, al amor de unas brasas, compartió un sencillo almuerzo -pez asado y pan- con sus amigos (“muchachos, ¿tenéis pescado?”, recuerda san Juan). El Resucitado no era ni es un fantasma. Ni es “la costumbre” (Tertuliano). Ni un ser inerme, ni un mito, ni una ideología, ni un recuerdo del pasado. Cristo Resucitado “no es un fantasma: no es sólo un espíritu, no es sólo un pensamiento, no es sólo una idea. Sigue siendo el Encarnado” (Benedicto XVI).

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO PASCUAL
IV DOMINGO

Somos hijos de Dios. Con estas palabras la segunda lectura de hoy nos aclara en qué consiste el misterio de nuestra salvación: tan grande es el amor que nos tiene el Padre que en verdad somos ya hijos de Dios. No se trata de un título exterior o de una adopción legal, sino de una realidad profunda: Dios nos hace partícipes de su naturaleza divina.

Por la fe y el bautismo hemos sido injertados en Cristo, el Crucificad-Resucitado, que es nuestro único Salvador (primera lectura). De Él, Hijo eterno de Dios, recibimos su ser filial en la comunión de la Santísima Trinidad.

Por esta unión con Cristo Resucitado, los hombres podemos superar nuestra pobre condición humana, para participar de su divinidad: de su vida inmortal, de su bondad infinita, de su verdad plena. Esto es realidad, no una forma piadosa de hablar. Ahora, en camino, en penumbra; después, en la plenitud de la gloria y la luz de Dios.

En el evangelio de hoy Cristo se nos presenta como el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. ”Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey ¡Aleluya!” (Antífona de comunión). Él es causa y guía de nuestra salvación.
Cristo conoce a sus ovejas y éstas le conocen a Él. Conocer en el sentido bíblico: con amor, en una profunda relación interior. No se trata de un conocimiento histórico y exterior, “sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado” (Benedicto XVI). Decía San Gregorio Magno: “Mirad si sois en verdad sus ovejas, si le conocéis…si le conocéis, digo, no sólo por la fe, sino también por el amor; no sólo por la credulidad, sino también por las obras”.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO PASCUAL
V DOMINGO

Si vivimos unidos a Cristo, vivo y glorioso, nuestro contemporáneo, como la vid y los sarmientos, participaremos de su vida inmortal. Así será salvada nuestra pobre condición humana según la imagen de su condición gloriosa. El cristiano recibe de Cristo la savia, la gracia, la vida divina. Como el sarmiento de la vid. “La gracia no es otra cosa que un anticipo o incoación de la gloria en nosotros” (santo Tomás de Aquino).

Por el bautismo y la fe, que obra por el amor, estamos injertados en Cristo. «Es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). La savia que llega al sarmiento le hace crecer y fructificar; la gracia que nos viene por Cristo hace que demos frutos de buenas obras. «El que permanece en mí y yo en él —dice el Señor—, ese da fruto abundante» (Evangelio). Viviendo en comunión existencial con Cristo.

Las lecturas de hoy nos señalan algunos de estos frutos. El amor a Dios y a los hermanos. En el mandamiento del amor se resumen todos los mandamientos. «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (segunda lectura).

Otro fruto es la verdad, que nos hace libres, que es el alma de la justicia y se muestra en el amor. La verdad nunca se impone, pero hay que proponerla y vivirla con valentía y sin complejos.

Y también, la conciencia, que es la voz de Dios en lo más íntimo de nosotros mismos que nos manda hacer el bien y evitar el mal. Siempre obliga. Por encima de cualquier otra ley. Si somos de la verdad, “tranquilizaremos nuestra conciencia” (segunda lectura).

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO PASCUAL
VI DOMINGO

Seguimos celebrando la pascua de la muerte y resurrección de Cristo. El Señor resucitado está presente entre nosotros, cercano a nosotros. Ahora. En el camino de nuestra vida. Nuestra salvación está en vivir unidos a Él mediante la fe y el amor.

Las lecturas de hoy nos ayudan a descubrir la fuente originaria de nuestra salvación: el amor de Dios, que “mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (segunda lectura). Dios es amor, que siempre se nos adelanta.

“El que ama ha nacido de Dios” (segunda lectura). El amor del Padre nos llega a nosotros en Cristo y por Cristo. Guardando sus mandamientos, permaneceremos en este amor. El Señor en el Evangelio nos dice: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”. Un amor que nos transforma a imagen del Resucitado. El amor de Dios nos impulsa a amarle a Él con todo el corazón, con todo nuestro ser, y al prójimo como a nosotros mismos. “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Evangelio). La fe que obra por el amor debe ser nuestra respuesta al amor que Dios nos tiene.

Así la alegría estará en nosotros y llegará a su plenitud (Evangelio). Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay alegría, porque el Dios-Amor es alegría infinita. Por eso, la alegría es elemento central del ser cristiano. “El amor produce alegría, y la alegría es una forma del amor” (Benedicto XVI). La alegría, por su propia naturaleza, debe irradiarse y compartirse. No podemos ser felices, si los demás no lo son. Los cristianos hemos de ser misioneros de la alegría.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO PASCUAL
VII DOMINGO
SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Cristo Jesús –proclamamos en el Credo- “subió a al cielo y está sentado a la derecha del Padre”. Dice san Juan Damasceno: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad”. El cielo no es un lugar, sino la plenitud de la gloria y del poder de Dios.

Cristo ya no está sujeto a las leyes del tiempo y del espacio, ni pertenece al mundo de la corrupción y de la muerte. La Ascensión es el desarrollo en la humanidad de Cristo de la energía de vida y de gloria de su resurrección. Significa que el hombre Cristo Jesús participa plenamente del poder de Dios en el cielo y en la tierra, pues Dios desplegó en Cristo su fuerza poderosa, resucitándolo y sentándolo a su derecha en el cielo (segunda lectura).
Cristo no se ha ido para desentenderse del mundo, sino para estar presente y cercano a nosotros de una forma nueva y más eficaz. No es la Ascensión el punto final de la misión de Cristo, que por nuestra salvación bajó del cielo. Abajarse, estar con nosotros, sigue siendo también ahora la forma que tiene de amarnos el Dios-Emmanuel. “Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros” (San Agustín).
Él es nuestra cabeza, que nos ha precedido en la gloria del cielo. Tenemos la esperanza de llegar hasta donde Él ha llegado, porque somos miembros de su cuerpo (oración colecta). Cristo, nuestra cabeza, es con la fuerza poderosa de Dios, causa y guía de nuestra salvación. Él quiere atraer a todos hacia sí. Nos abre el camino.

MARIANO ESTEBAN CARO

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

El día de Pentecostés, para dar plenitud al misterio pascual, Cristo envió sobre los discípulos su Espíritu vivificador, que, desde entonces, habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo. Nace la Iglesia y se nos da una ley nueva. No escrita en piedra, sino en el corazón, en el cual habita el Espíritu de Dios. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).

El día de Pentecostés, la Iglesia inicia su andadura. Se hace misionera. El Espíritu Santo, su principio vital, la guía hacia la verdad. La hace una, santa, católica y apostólica. “Donde está la Iglesia allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu allí está la Iglesia y toda verdad” (San Ireneo).

El envío del Espíritu Santo no es algo del pasado: Cristo, intercediendo ante el Padre por nosotros, asegura una perenne efusión del Espíritu. Desde dentro de nosotros mismos, el Espíritu Santo nos guía hacia la verdad completa, refuerza nuestra voluntad, nos capacita para vivir como hijos de Dios, nos enseña a orar, viene en ayuda de nuestra debilidad.

El Espíritu Santo hace que el misterio salvador, realizado por Cristo en el pasado de una vez para siempre, se actualice permanentemente ahora para nuestra salvación.

Presente en nuestros corazones, el Espíritu Santo opera en el cristiano un cambio profundo. Toca la esencia de la persona y la transforma. Nos comunica la vida en Cristo Resucitado. “La comunión con Cristo es el Espíritu Santo” (San Ireneo).

MARIANO ESTEBAN CARO

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad. Es el misterio central de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Creemos en un solo Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Nuestro Dios no es una soledad. Es un misterio de comunión interpersonal, un misterio de amor eterno. “Ves la Trinidad si ves el amor” (San Agustín).
Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo- , quiere que el hombre entre en este misterio de comunión y de amor infinito. Nosotros hemos sido introducidos por Cristo en la vida misma de Dios: “En el bautismo somos adoptados e incorporados a la familia de Dios, en la comunión con la santísima Trinidad” (Benedicto XVI).
Con alegría y agradecimiento celebramos que nuestro Dios -tres personas distintas y un solo Dios verdadero- es amor esencial. Asimismo que toda la historia de nuestra salvación es fruto del amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Celebramos que Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo- no nos abandona. Habita en nosotros como en un templo. También nuestro cuerpo. Dios está “más dentro de mi que lo más íntimo de mi” (San Agustín). Una presencia real, personal, que consagra todo nuestro ser.

“El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad” (Catecismo 260).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

En la Última Cena Cristo instituye la Eucaristía, anticipando así sacramentalmente su muerte y resurrección. Estos acontecimientos de nuestra salvación quedaron contenidos en la Eucaristía y se actualizan perpetuamente en ella.
La fiesta del Corpus nos recuerda que el Señor Resucitado está presente verdadera, real y sustancialmente en la sagrada Hostia. No es un símbolo ni un signo de Cristo. Nos recuerda también que Jesús Resucitado no nos abandona. Es sacramento eficaz de su presencia viva y operante, que tiende a la comunión con nosotros.
Cristo es Mediador de una alianza nueva en su sangre (segunda lectura). La Eucaristía es memorial de su muerte y resurrección. No es sólo recuerdo, sino celebración que actualiza. “La contemporaneidad de Jesús se revela de forma especial en la Eucaristía, en la cual está presente con su pasión, muerte y resurrección” (Benedicto XVI).

La eucaristía es pan de vida eterna. El Resucitado se nos da como comida y como bebida. En la comunión nuestra vida es asimilada a la de Cristo, que nos transforma y nos configura con él. Entramos en comunión existencial con él, para vivir con él y como él; y a través de él, con la santa Trinidad.

Por otra parte, la Eucaristía hace a la Iglesia, porque la comunión con Cristo es siempre comunión con los hermanos. La palabra “comunión” resume la dimensión vertical y la dimensión horizontal de este don del Señor. Somos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan.
Eucaristía celebrada, Eucaristía adorada. Después de la misa Cristo sigue presente. En el sagrario hemos de adorar al Señor con amor y agradecido.
MARIANO ESTEBAN CARO

SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
SOLEMNIDAD
En la solemnidad del Corazón de Jesús se nos presenta “el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad. ¡El corazón de Dios se estremece de compasión!” (Benedicto XVI).
Nuestra salvación es fruto del amor de Dios, que se hace hombre, para salvar al hombre. Tomó un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar el amor infinito de Dios en el Corazón humano de Jesús. Sus heridas vivas, pascualmente transfiguradas, en sus manos y pies y en su corazón, son manifestación del amor del Divino Redentor. “A través de la herida visible vemos la herida del amor invisible” (San Buenaventura).
El Corazón de Jesús es el corazón de la persona divina del Verbo Encarnado. “Su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios…El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano” (Pío XII). En el amor de Cristo hasta la muerte podemos reconocer el amor infinito que Dios nos tiene.
“Dios no puede padecer, pero puede compadecer” (San Bernardo). El sufrimiento de Dios por amor “es el sufrimiento de la caridad”, dice Orígenes. Y Benedicto XVI afirma que Dios se hizo hombre “para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre”.

Creemos en un Dios herido. Por la unión hipostática de la divinidad con la humanidad, el sufrimiento de Jesús como hombre es al mismo tiempo sufrimiento de Dios.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
VIII DOMINGO

Por la sangre de Cristo Dios ha establecido con nosotros una alianza nueva y eterna. Así lo proclamamos en la Santa Misa. La cruz -el corazón abierto de Jesús- es el signo supremo del amor de Dios a los hombres.
La religión cristiana es re-ligazón, pero, sobre todo, es alianza de Dios con el hombre: relación de persona a persona, de corazón a corazón. No es algo que se nos impone desde fuera. Es una alianza de amor: Dios, que es amor, se une a nosotros por amor. Y nosotros hemos de responder amándole a Él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4, 16). El Papa Benedicto XVI ve en estas palabras el corazón de la fe y una formulación sintética de la existencia cristiana: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI).
Dios quiere que vivamos en alianza con Él, en comunión con Él. Esta profunda realidad es el fundamento del plan salvador de Dios. La alianza originaria, que Dios hizo con su pueblo en el Sinaí, los profetas la fueron recordando y profundizando con notas afectivas, tomadas de la experiencia humana, para explicar la relación de Dios con su pueblo: rebaño-pastor, viña-viñador, hijo-padre, esposa-esposo. Así la Alianza fue perfilándose como una relación de amor (Ez 16,6-14), que el profeta Oseas presenta como unos nuevos esponsales: “me casaré contigo en matrimonio perpetuo” (primera lectura). Jeremías anuncia que con esa Alianza nueva y eterna será cambiado el corazón del hombre, en el que se inscribirá la ley de Dios (Jer 31,33s; 32,37-41). “No en las tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón” (segunda lectura).

El Evangelista San Juan anuncia el cumplimiento de estas profecías: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). También San Pablo: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Ga 4, 4). El Hijo de Dios, hecho hombre, viene a anunciar el Reino de Dios, que se parece al banquete que organizó un rey para celebrar la boda de su hijo: “Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda” (Mt 2, 9).

El Evangelio de hoy se sitúa en el ambiente alegre de una boda. En un marco así Cristo hizo su primer milagro, convirtiendo el agua en vino, que en las bodas era un elemento esencial: “Donde no hay vino, no hay alegría” (Talmud). El vino “alegra el corazón del hombre” (Salmo 104). Cristo no fue a la boda para aguar la fiesta. Estas celebraciones se tenían en el patio de vecindad durante una semana. Familiares, vecinos y amigos cantaban, bailaban y compartían el banquete. Especialmente significativo era el papel de los “amigos del novio”. Evidentemente una boda no era momento de ayunos y penitencias.

El Reino de Dios anunciado por Jesús está cerca de nosotros; es más “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21). Decía Benedicto XVI: “La alegría cristiana brota de esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad”. La «cercanía» de Dios no es una cuestión de espacio o de tiempo, sino de amor, porque el amor acerca y une. El amor produce alegría, y la alegría es una forma del amor.
Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay alegría. El cristiano es feliz porque nunca está solo. Sabe que Dios está siempre a su lado. Como amigo fiel, en la alegría y en el dolor. “El Señor está más cerca de nosotros que nosotros mismos” (San Agustín). La alegría es elemento central del ser cristiano.
“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca”, insiste San Pablo en la carta a los Filipenses (4, 4-5). “La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas” (Papa Francisco).
El amor y la alegría son frutos del Espíritu Santo (Ga 5, 22-23), que ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Así Dios puede hacernos vivir su alegría desde lo más profundo de nosotros mismos. El Espíritu nos hace ser y sentirnos hijos de Dios y nos impulsa a dirigirnos a Él con la expresión «Abba», Padre. La alegría es signo de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en nosotros.
Por el Espíritu, la Persona-Amor, la Persona-Don, que habita en nosotros, Dios inscribe la ley de la nueva y eterna Alianza en nuestros corazones (segunda lectura). Es el Espíritu Santo el que desde dentro de nosotros mismos nos impulsa y nos guía para cumplir la Alianza de Amor. Nos mueve a querer lo que Dios quiere, que siempre es nuestro bien.
MARIANO ESTEBAN CARO

o
CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
IX DOMINGO

Un sábado, el Señor curó a un paralítico. San Juan sitúa este milagro en la piscina de Betesda (Jn 5, 1-30). Los judíos no sólo acosan al paralítico, que, curado, llevaba su camilla; también persiguen a Jesús por hacer tales cosas en sábado. Y el Señor les dice: “mi Padre sigue actuando y yo también actúo”. Por eso, los judíos querían matarlo, pues no sólo quebrantaba el sábado, sino que se hacía “igual a Dios”.

La práctica del descanso del sábado estaba regulada en la ley antigua de forma muy estricta. “Durante seis días puedes trabajar y hacer tus tareas; pero el día séptimo es día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios. No haréis trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu buey, ni tu asno…” (primera lectura). Jesús no anula la ley del sábado: en este día acude a la sinagoga para anunciar el Evangelio (Lc 4,16). Pero Cristo se manifiesta en contra del rigorismo de los fariseos: “El sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”. Se atribuye además poder sobre el sábado: “el Hijo del hombre es señor también del sábado” (Evangelio).
El Antiguo Testamento pone el mandamiento del “shabbat” en relación con el descanso de Dios después de la creación (Ex 20,8-11) y también en relación con la liberación de la esclavitud de Egipto: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud” (Ex 20, 2). Por esta razón “te mandó el Señor tu Dios guardar el día del sábado” (primera lectura). Es el descanso del Dios Creador y el descanso del Dios Liberador.
El “descanso” de Dios no es una especie de inactividad. Dios nunca cesa de actuar: “mi Padre sigue actuando y yo también actúo” (Jn 5,17). Por eso, el sábado no es una ley meramente disciplinaria o cultual, sino expresión de la relación del creyente con su Dios. “Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó” (Gn 2,3). Todos los días del hombre deben ser vividos en la alabanza y el agradecimiento a nuestro Creador y Liberador, pero especialmente este “día del Señor”. El mandamiento de Dios sobre el sábado dice también: “Recuerda el día del sábado para santificarlo”. Recordar para santificar, para conmemorar no sólo la creación, sino también la liberación (primera lectura).
El Papa San Juan Pablo II dice que el domingo “más que una sustitución del sábado, es su realización perfecta, y en cierto modo su expansión y su expresión más plena, en el camino de la historia de la salvación, que tiene su culmen en Cristo”. En el domingo, día del Señor, vinculado en el Antiguo Testamento a la creación y a la liberación del pueblo, el cristiano debe recordar, celebrar y anunciar la nueva creación (2 Co 5,17): Cristo glorioso es el primogénito de toda la creación, por el que fueron creadas todas las cosas y también es el primogénito de entre los muertos (Col 1, 15-18). Así mismo, en el domingo conmemoramos la nueva y eterna alianza realizadas en el misterio pascual de Cristo: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”, decimos después de la consagración del pan (el cuerpo entregado) y del vino (la sangre de la alianza). San Basilio habla del “santo domingo, honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días”. El domingo es “sacramento de la Pascua”, dice San Agustín. “Es el día de la resurrección; es el día de los cristianos; es nuestro día”, afirma San Jerónimo. Esta idea ha quedado reflejada incluso en varias lenguas: el domingo en ruso se llama precisamente “resurrección”.
En Cristo, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación, se realiza plena y definitivamente el verdadero sentido del sábado. Dice San Gregorio Magno: “Nosotros consideramos como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo”. Cuando los cristianos decimos “día del Señor”, estamos recordando el mensaje pascual: “Jesús es Señor”. En la Vigilia Pascual proclamamos que de Él “es el tiempo y la eternidad”: Cristo Resucitado es “Principio y Fin, Alfa y Omega”. Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su plenitud: es “la plenitud de los tiempos”. El domingo es el día del Señor, que es el Señor de los días. “El domingo es como el alma de los otros días” (San Juan Pablo II).
A este misterio salvador de la Pascua de Cristo, que muy especialmente conmemoramos cada domingo, se refiere la segunda lectura de hoy: “llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”. Mientras vivimos, en nuestra carne mortal, en nuestro ser personal, se manifiesta la muerte y la vida de Jesús.
Desde los orígenes de la Iglesia, los primeros cristianos consideraban la celebración de la Eucaristía dominical como un deber y una necesidad. A principios del siglo IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos de Abitinia en el Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: “sine dominico non possumus”, respondieron a sus acusadores. Y una de las mártires confesó: “Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana”.
Esta tradición es, a la vez, una obligación grave, recogida en la Ley de la Iglesia: en el canon 1246 del CIC se dice: “El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto”. Y el canon 1247 añade: “El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa; y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo”. Esta ley de la Iglesia se corresponde con la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana. Es día de oración, de comunión y de alegría.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
X DOMINGO

“Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno” (Gn 1,31). Pero la serpiente (“el más astuto de todos los animales”) sedujo al hombre y a la mujer: no moriréis, “seréis como Dios”. Eva, desobedeciendo a Dios, comió el fruto prohibido; lo ofreció a su marido, el cual comió (Gn 3, 1-7). Entonces Dios los llama: “¿Qué es lo que has hecho?”, pregunta a Eva. “la serpiente me engañó y comí”, contestó.

El Señor Dios dijo a la serpiente: serás maldita, te arrastrarás, comerás polvo; “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón” (primera lectura). Estos primeros textos “tal como se leen en la Iglesia y se interpretan a la luz de la plena revelación ulterior, iluminan poco a poco con más claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor» (Concilio Vaticano II, LG 55). Comienza así la historia de la salvación de los hombres, en la que se va preparando la venida de Cristo. Las palabras de la primera lectura de hoy son conocidas como “Protoevangelio”, es decir, la primera buena nueva de la salvación del hombre ya desde los orígenes de la humanidad.

San Pablo profundiza en la trascendencia de aquel pecado original: En Adán “todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23). “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la Vida” (1Co 15, 21-22). Ante el pecado, Dios no reacciona castigando. Abre el camino de la salvación. Eva, la primera mujer, fue la aliada de la serpiente, arrastrando al hombre al pecado. Dios anuncia, ya desde los primeros momentos, que hará de la mujer la enemiga de la serpiente y la primera aliada de Dios.
“A la luz del Nuevo Testamento y de la tradición de la Iglesia sabemos que la mujer nueva anunciada por el Protoevangelio es María, y reconocemos en «su linaje», su hijo, Jesús, triunfador en el misterio de la Pascua sobre el poder de Satanás” (San Juan Pablo II). El triunfo de María sobre la serpiente se realiza en su concepción inmaculada (sin pecado concebida) y cooperando con su Hijo, el Salvador. Así “cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer…para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4,4-5). Esta plenitud de los tiempos llegó con el «sí» de María, con su total adhesión a la voluntad de Dios: “He aquí la esclava del Señor”. La voluntad de Dios es el principio que inspira toda la vida de María. Con su obediencia plena a Dios, llega hasta la cruz. Es la “compasión de María” con su Hijo.
“Nuestro Señor Jesucristo –decía San Agustín- quiso nacer hoy en el tiempo para conducirnos hasta la eternidad del Padre. Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”. Y santo Tomás de Aquino escribe: “El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que hecho hombre, divinizase a los hombres”. El Hijo de Dios se hace hombre para que los hombres sean hijos de Dios.

Incluso nos hace partícipes de su inmortalidad. El hombre, creado por Dios, es un ser mortal, pero llamado a la inmortalidad. La muerte no la hizo Dios, que es amigo de la vida. La muerte es la paga del pecado, que es también el aguijón de la muerte. “Aunque se desmorone la morada terrestre en que acampamos, sabemos que Dios nos dará una casa eterna en el cielo” (segunda lectura). Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal. “Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida” (Prefacio I de pascua).

Por nuestra comunión con Cristo, mediante el bautismo y la fe que obra por el amor, somos partícipes de la naturaleza divina (2P 1, 4). En Cristo, aquel “seréis como dioses” de los orígenes se hace realidad, mediante la gracia: somos hijos en el Hijo eterno de Dios; participamos de su ser filial. Y por tanto, de su ser fraterno: Estamos llamados a vivir en comunión con Cristo (1 Cor 1,9). “Vivimos la vida de Cristo” (San Agustín). Llegamos a ser uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28): “No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo” (Benedicto XVI).

“Estos son mi madre y estos son mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Evangelio). Es el gran elogio de Jesús a María, su madre. Y es asimismo la exigencia para los que somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre: “herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser con Él glorificados” (Rm 8, 17). En la oración, que Cristo nos enseñó le pedimos a Dios: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XI DOMINGO

El Señor explica el misterio del Reino de Dios con el relato de tres parábolas tomadas del mundo rural: el sembrador, la semilla que germina y crece y el pequeño grano de mostaza, que llega a ser la más grande de las hortalizas.

El Reino de Dios es como una semilla, de la que, en un proceso constante de crecimiento, nace la vida eterna en nosotros hasta llegar a su plenitud, “según la plenitud total de Dios” (Ef 3, 19). Hoy cantamos en el aleluya: “La semilla es la palabra de Dios, el sembrador es Cristo. Quien lo encuentra vive para siempre”.
El Reino de Dios es el Reinado del Dios-amor en nosotros, que nos transforma y nos capacita para responder con amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ama. El Reino de Dios es la presencia de Dios en nosotros, su cercanía, es la unión del hombre con Dios. Si ponemos el mayor empeño en “vivir junto al Señor” (segunda lectura). En comunión con Cristo.
La parábola de la semilla que germina y crece podría llamarse “parábola del labrador paciente”. La paciencia es no cansarse de hacer el bien.
El Reino de Dios, requiere nuestra colaboración: “El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: “¡Venga tu Reino!” (San Cirilo de Jerusalén). Pero el Reino de Dios es ante todo don del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado. “Desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor” (Catecismo 2818).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XII DOMINGO
La Palabra de Dios hoy nos transmite este mensaje: el creyente, ante los problemas y las desgracias, no debe acobardarse ni dejarse vencer por el miedo. Ha de tener fe total en Dios. Esta fe, que es confianza absoluta en el amor infinito de Dios, hará de nosotros hombres y mujeres nuevos, porque estamos unidos a Cristo.
Creemos en la cercanía de Dios, que siempre quiere lo mejor para nosotros. “El que cree nunca está solo” (Benedicto XVI). Porque Dios es amor, es pura bondad. Y sólo Él puede salvarnos del miedo. Dios nos ha creado por amor y nos llama a vivir unidos a Él. El miedo es el mayor pecado contra la fe.
La primera lectura nos presenta el caso de Job. Un hombre feliz, lleno de riquezas y de hijos al que visitan la desgracia y la enfermedad. Job pide explicaciones a Dios: ¿por qué sufre una persona buena? Y Dios le invita a vivir confiado y unido a Él, que es el Señor del universo, Dominador de la fuerza desatada del mar (primera lectura).
En el Evangelio los discípulos se encuentran en medio de un huracán. Les invade el miedo y se acobardan, a pesar de que Jesús estaba con ellos en la misma barca. “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?” (Evangelio). La fe es confianza y seguridad total. Es ponernos en manos de Dios, que nunca nos va a fallar. Y menos en medio de la desgracia y de la tormenta. Dios nunca abandona a su amigo Job. Es el Dios al que están sujetos los elementos de la naturaleza. En Él hay otra fuerza positiva y transformadora, la fuerza del «amor de Cristo» (segunda lectura). Es la omnipotencia del amor.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XIII DOMINGO

Las lecturas de hoy nos ayudan a profundizar en la acción de Dios ante el sufrimiento y la muerte.

Dios no hizo la muerte ni manda las desgracias. En caso contrario, no sería Dios, sino maldad infinita. No podríamos creer ni confiar en Él. Pero, a la vez, hemos de reconocer que el ser humano no es Dios. Hay un solo Dios inmortal e infinito. El hombre está hecho de barro y al polvo tiene que volver. Por su propia constitución nuestra morada terrenal se va deshaciendo.

En el Evangelio de hoy Jesús devuelve a la vida a una niña de doce años: “Talitha qumi”. Antes había curado a una mujer en su cuerpo y también en su corazón por la fe. Dios es “amigo de la vida” (Sb 11, 26). Hizo al hombre mortal pero llamado a la inmortalidad. La muerte es un paso de vida a vida: “La vida de los que en ti creemos no termina, se transforma” (Prefacio I de Difuntos).
Para que el hombre venza al mal, al pecado y a la muerte, Dios, siendo rico, se hace pobre: Cristo es Dios verdadero y hombre verdadero. Como un hombre cualquiera. En Cristo Dios nos ama hasta la muerte y una muerte de cruz. Decía Santa Catalina de Siena: “Es necesario que veamos y conozcamos, en verdad, con la luz de la fe, que Dios es el Amor supremo y eterno, y no puede desear otra cosa que no sea nuestro bien”.
Unidos a Cristo por la fe y el bautismo, como la vid y los sarmientos, participamos de su vida divina. Y no sólo en el otro mundo. También ya ahora mediante la gracia. “Basta que tengas fe”, dice el Señor al jefe de la sinagoga. La fe viva y verdadera, que obra por el amor.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XIV DOMINGO XIV

El profeta en la Biblia no es sólo el que predice el futuro. No es un adivino. Es el que habla en nombre de Dios, el que transmite la voluntad de Dios. Cristo es la Palabra de Dios que se hace hombre. “El Verbo se hizo carne”.
Cuando Cristo habla, habla Dios. No habla en nombre de Dios. No transmite un recado, un mensaje de parte de Dios. Es Dios mismo el que nos habla. Cristo es en sí mismo la Palabra de Dios.
Este Dios-hombre habla con sus palabras y también con sus obras y con sus milagros. “Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí” (Concilio Vaticano II). Cristo es en sí mismo Evangelio y Milagro. La gente, al ver el milagro-signo que Jesús había hecho, decía: “Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo” (Jn 6, 14). Es la “elocuencia de los milagros” (San Juan Crisóstomo).
Cristo no es un curandero. Manifiesta el amor omnipotente de Dios, que no abandona al pobre ser humano en su debilidad. Él mismo es la encarnación del amor misericordioso de Dios. Nuestra relación con Él se realiza en la fe. No como sus paisanos, que le despreciaron por su “falta de fe” (Evangelio). También nosotros, si nos falta la fe, podemos llegar a despreciar a Cristo, porque no es un curandero a nuestro servicio. Los milagros de Cristo no son una exhibición de poderío, sino signos del amor de Dios para quien tiene fe.

También nosotros hemos de transmitir el mensaje de Dios con nuestras palabras y con nuestra vida. San Francisco de Asís daba un consejo a sus hermanos: “predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras”.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICCLO B
TIEMPO ORDINARIO
XV DOMINGO
“Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” es el plan que Dios había proyectado realizar por Cristo (segunda lectura), que es “el hombre perfecto”. El ideal del hombre plenamente realizado y revelado en Él.
La comunión por la gracia en el ser filial de Cristo, en su naturaleza divina, “no es algo que se sobrepone a nuestra humanidad, sino que es la realización de las aspiraciones más profundas, de aquel deseo de infinito y de plenitud que alberga en lo íntimo el ser humano, y lo abre a una felicidad no momentánea y limitada, sino eterna” (Benedicto XVI).
El Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre pueda llegar a ser hijo de Dios. Elegidos “antes de crear el mundo”, Dios nos “ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos” (segunda lectura). Afirma San Ireneo: “Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios”.
En Cristo, el Hijo eterno de Dios, somos hijos de Dios, que nos hace hijos suyos no con una adopción legal y externa (jurídicamente), sino con la fuerza creadora de su amor (divinamente). Por la fe y el bautismo -que es el sacramento de la fe- somos injertados en Cristo, recibimos la savia, la gracia, la vida de Dios, el ser filial de Cristo.
La fórmula “en Cristo”, que tantas veces aparece en la segunda lectura, pone de manifiesto que el cristiano, por su ser en Cristo y su participación en la filiación del Hijo eterno, entra en comunión con la Santa Trinidad. La vida en Cristo transforma y transfigura todo nuestro ser.
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 16 DE JULIO
TRIUNFO DE LA SANTA CRUZ (Ver 14 de septiembre)

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XVI DOMINGO
Cristo se presenta con estas palabras: “yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11-30). Pone de manifiesto su doble relación entre Él y Dios: “yo y el Padre somos uno”. Y entre Cristo y nosotros: conozco a mis ovejas y les doy la vida eterna… y ellas escuchan mi voz y me siguen.
Cristo conoce a sus ovejas y éstas le conocen a Él. Conocer en el sentido bíblico: con amor, en una profunda relación interior. Cristo nos conoce en una relación de corazón a corazón, de persona a persona. No se trata de un conocimiento exterior o solamente intelectual, “sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna” (Benedicto XVI).

Nosotros hemos de escuchar a Cristo, el Buen Pastor, y seguirle. Escucharle es creer en Cristo: fiarnos de Él. Hemos de seguir a Cristo. El cristiano, antes que nada, es un fiel seguidor de Cristo, manteniendo con Él una relación de cercanía, caminando junto a Él, siguiendo sus pasos.

“Hermanos: Ahora estáis en Cristo Jesús” (segunda lectura). Por la fe y el bautismo participamos ya de la vida filial de Cristo, de la vida de Dios. No sólo seguimos al Buen Pastor, viviendo con Cristo y como Cristo, que pasó por la vida haciendo el bien. La carta a los Gálatas profundiza más: “es Cristo quien vive en mi” (2, 20), “somos uno en Cristo Jesús” (3,28).

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XVII DOMINGO

Los profetas utilizaron el símbolo del pan para anunciar la llegada del Mesías Salvador: serían tiempos de abundancia. Es el mensaje de Eliseo (primera lectura). Esta lectura y el Evangelio nos presentan a una gran multitud que se sacia con el pan, que milagrosamente había cundido.

Cristo multiplica el pan. “Éste sí que es el profeta que tenía que venir al mundo” (Evangelio). La multitud se quedó asombrada: ve en Jesús un nuevo Moisés y en los panes un nuevo maná. Se habían quedado en lo material. Este signo-milagro no los indujo a creer en Jesús, a tener fe en Él.

Y el Señor, “sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo”. Esta decisión de Jesús hay que entenderla a la luz de su respuesta al tentador (“no sólo de pan vive el hombre) y su respuesta a Pilato: Soy rey, pero mi reino no es de este mundo (Jn 18, 36-37). “Jesús es un rey un rey que sirve” (Benedicto XVI).

Cristo es el rey crucificado. Nos amó hasta la muerte y una muerte de cruz. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mi (Jn 12,32). Cristo atrae a todos hacia Él con la fuerza de su amor, que culminó en la cruz. Todos hemos sido convocados a dejarnos atraer por este amor de Cristo. Es nuestra vocación (segunda lectura).

Hemos de vivir como hijos de un único Padre y, por tanto, hermanos; como templos del Espíritu; siguiendo fielmente a Cristo nuestro único Rey. Andando por la vida como pide nuestra vocación. Siendo humildes, amables, comprensivos, sobrellevándonos con amor, construyendo la paz en la unidad (segunda lectura).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XVIII
Visto el milagro de la multiplicación de los panes, la gente quiso proclamar rey a Jesús, que se retiró a la montaña Él solo. Al no verlo, “se embarcaron y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús”. Por fin lo encontraron en la sinagoga, donde Cristo les habló sobre el Pan de Vida.
Al referirse ellos al maná, del que habla la primera lectura, Jesús les dice: “Yo soy el Pan de Vida. El que viene a mi no pasará hambre, y el que cree en mi no pasará nunca sed”. Esta frase de Cristo resume el mensaje de hoy.
El cristiano está llamado a la comunión con Cristo, viviendo con Cristo y como Cristo. Por la fe y el bautismo, que es el sacramento de la fe, se produce en nosotros una transformación tan profunda que llegamos a ser uno en Cristo. Nos asimila a Él: somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios.
El ser humano tiene hambre y sed de vida, de bondad y de verdad. Hambre de Dios: “Dentro de mi sentía hambre de un alimento interior, tú mismo, Dios mío”, decía San Agustín. Cristo, el pan de Dios, da la vida al mundo: sacia este hambre y esta sed.

“¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?”. Jesús responde: “La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado” (Evangelio). La fe en Cristo es lo fundamental. Jesús no nos da algo, como el maná, se da a sí mismo: él es el verdadero pan del cielo.

“¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?”. Que nuestros criterios sean los criterios de Cristo: La verdad de Cristo; teniendo los sentimientos propios de Cristo Jesús; identificándonos –“revistiéndonos”- de Cristo Jesús (segunda lectura).

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XIX DOMINGO
Elías –miedo, cansancio-, fortalecido por la fe y el pan del cielo, sigue caminando hasta Dios. Hoy En el Evangelio Cristo nos sigue hablando del Pan de Vida: Yo soy el pan de la vida, “el que coma de este pan vivirá para siempre”. Antes el Señor había dicho: “el que cree tiene vida eterna”. Los judíos no creen en Jesús. Piensan que sólo es un hombre. No es Dios.
Únicamente la fe puede hacer que penetremos en el misterio de Cristo. La fe es creer en Cristo, creer a Cristo, fiarnos de Él, porque es Dios. Poner en Él toda nuestra confianza. De modo total y absoluto. Y creer de esta forma sólo se puede en Dios.
Pero “nadie puede venir a mi si no lo trae el Padre, que me ha enviado” (Evangelio). La fe es un don de Dios. En el camino hacia Cristo el primer paso siempre lo da Él. Además infunde en nuestros corazones el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida (segunda lectura), que nos transforma y nos da fuerza para responder con amor a Dios y a los hermanos. “La verdad es pan” (San Agustín).
Cristo no es solamente un personaje de la historia. Es Dios, que se hace hombre para que el hombre sea hijo de Dios. Cristo es el Pan del cielo: el Pan de la Vida de Dios. El que cree en Él y lo asimila, vivirá para siempre. Participará de la vida eterna y gloriosa de Dios.
Tenemos necesidad de comer para vivir: A Dios le pedimos el pan de cada día. Pero más necesario nos es el Pan de Vida eterna, Cristo Jesús, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4, 34). Comer el pan que es Cristo quiere decir asimilar a Jesús: compartir sus criterios, sus pensamientos, sus sentimientos, creer en Él, seguirle, vivir con Él y como Él.
MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 15 DE AGOSTO
LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Celebramos hoy la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Es la glorificación de la Virgen María con todo su ser. La gracia de la que María estuvo llena en este mundo, es ya su plena glorificación. Este privilegio es la coronación de todos los privilegios de María. La ausencia de pecado original y su santidad perfecta exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de todo su ser. No es una advocación o devoción más de la Virgen María. Es un hecho que sigue vivo ahora en su persona.

El día uno de noviembre de 1951, Pío XII definía como dogma de fe que “La Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Para no hablar de la muerte de la Virgen, la Iglesia antigua, sobre todo la oriental, se refería a la “dormición” de María. Juan Pablo II en la audiencia del 2 de julio de 1997 enseñaba que “el dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado después de la muerte”. Si Cristo murió, siendo Dios, su Madre que es de nuestra raza, experimentó también la muerte.

El cielo al que María fue asunta no es un lugar, sino “una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (Catecismo 966). En esta participación María se ha adelantado a todos los cristianos.

La glorificación de María no la separa de nosotros. Sigue siendo nuestra Madre amorosa. Todos estamos destinados a morir. María ahora es la prueba de que la muerte no es el final, sino un paso de vida a vida. Unidos a Cristo, participamos de la inmortalidad del Hijo eterno de Dios. María se nos ha anticipado. Su destino glorioso es nuestro último y definitivo destino.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XX DOMINGO

Durante varios domingos Jesús nos ha hablado del Pan de Vida. El Evangelio de hoy es la conclusión del largo discurso de Jesús después de la multiplicación milagrosa de los panes y los peces. Hoy Cristo nos dice claramente: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo; la carne y la sangre del Hijo del hombre son verdadera comida y verdadera bebida de vida eterna. “El que come este pan vivirá para siempre”, concluye el Evangelio.
No se trata de un signo o representación del cuerpo y de la sangre del Señor. En la eucaristía el pan ya no es pan, el vino ya no es vino. Son el cuerpo y la sangre de Cristo, verdadera, real y sustancialmente presentes. Hay que destacar el realismo de de las palabras de Jesús. Dios está aquí. “¿Quién, sino Cristo, es el pan del cielo? Pero para que el hombre pudiera comer el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si no se hubiera hecho hombre, no tendríamos su cuerpo; y si no tuviéramos su cuerpo, no comeríamos el pan del altar” (San Agustín).
Comer este pan con fe produce en nosotros la vida eterna, que no se alcanza sólo después de la muerte. Ahora entramos en comunión con la persona de Jesús nuestro contemporáneo. El que participa en la Eucaristía asimila a Cristo mismo: “El que me come vivirá por mí”. No sólo nosotros asimilamos a Cristo resucitado y glorioso. Es Cristo quien nos asimila a Él.

Cristo nos revela el significado profundo del milagro que había realizado: Dios envía no el maná, sino a su propio Hijo, el verdadero Pan de Vida.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORCINARIO
XXI DOMINGO
Jesús concluye el largo discurso del Pan de Vida diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre…”. No habla en sentido figurado. Es muy realista. Bajo las especies de pan y de vino están el cuerpo y la sangre de Cristo verdadera, real y sustancialmente. No son una señal de la presencia del Señor. En la eucaristía Cristo nos ofrece su cuerpo y su sangre.
Al ver que muchos discípulos le abandonaban, Jesús dijo a sus apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?”. “Señor, ¿a quién iremos? –responde Pedro- Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. San Agustín comenta estas palabras de Pedro: “¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, es decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das lo que tú mismo eres”.
La fe es la única forma de acercarnos y comprender el misterio de la Eucaristía. La única forma de aceptar a Cristo como Pan de Vida eterna.
«¿También vosotros queréis marcharos?». Estas palabras de Cristo también resuenan en nuestro corazón y hemos de dar una respuesta personal. “Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida en su pensar y en su querer» (Benedicto XVI). Todos los días hemos de renovar nuestra libre decisión de seguir fielmente a Cristo. Con una fe viva, una confianza total en Él y una adhesión incondicional a su persona.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXII DOMINGO
Estamos llamados a vivir religiosamente: en relación con Dios, que nos amó primero y su amor nos capacita para responder con amor: a Él, sobre todas las cosas, y al prójimo como Cristo nos ha amado.
Esta relación, como respuesta de amor que es, debe nacer de lo más profundo de nuestro corazón. Una relación existencial, auténtica. La religión no es un cúmulo de costumbres y tradiciones anquilosadas, que no llegan al corazón ni a la vida del hombre. No valen las apariencias, ni los gestos vacíos (de “culto vacío” habla el Evangelio de hoy). Ni los formalismos con el “corazón lejos” de Dios. Ni la hipocresía. Hay que honrar a Dios con los labios, pero, sobre todo, con el corazón.
El apóstol Santiago nos pone en guardia contra el peligro de una falsa religiosidad: Poned en práctica la Palabra y no os contentéis con oírla, “engañándoos a vosotros mismos”. La religión será auténtica, “pura”, si vivimos a la escucha de la Palabra de Dios, para hacer su voluntad, cumpliendo sus mandamientos, que se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado.
San Agustín escribió: “los diez mandamientos se reducen a estos dos: amar a Dios y amar al prójimo; y estos dos se reducen a este otro que es único: lo que no quieras que se te haga a ti, no lo hagas a los demás. En este último están contenidos los diez y en él se contienen los dos”. La religión cristiana se resume en una sola cosa: “la fe que actúa por el amor” (Ga 5, 6).
La prueba de que respondemos a Dios tal como Él quiere es una relación fraternal auténtica: “quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (I Jn 4, 20-21).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXIII DOMINGO
En el Evangelio de hoy hay una palabra aramea original: “effetá”, que significa “ábrete”. Palabra que muy bien puede resumir el mensaje y la obra de Cristo. Este hecho tiene también un significado más profundo: existe una cerrazón del corazón, una cerrazón de la persona. La palabra “effetá” y el gesto de Jesús están también en el rito del Bautismo.
Existe una sordera con relación a Dios: son muchos los que o no le escuchan o, en una apostasía silenciosa, viven como si Dios no existiera; o piensan, en una actitud de ateísmo práctico, que Dios y la fe en Él son irrelevantes e inútiles para la vida.
Y sin embargo necesitamos a Dios. “Si Dios no existe todo está permitido” (Dostoyevski). Sería la ley del más fuerte, imperaría el amor propio. La ausencia de Dios conduce inexorablemente a la anulación del hombre. Pero si Dios existe, el hombre es inviolable, porque Dios mismo “reclamará su sangre” (Gn 9, 5-6).
Pablo VI se refería al “dogma basilar de la fraternidad humana”: es decir, el respeto y el “amor debido a todo hombre, por el solo hecho de ser hombre. Por ser hermano”. Todo hombre es mi hermano, al que tengo que respetar, “de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo” (GS 27). El valor de la persona está en lo que es, no en lo que tiene. “¿A caso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?” (segunda lectura). Para el cristiano el semejante es su prójimo y el prójimo, es su hermano.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXIV DOMINGO

Cristo pregunta a sus discípulos: ¿Quién decís que soy yo? También nosotros debemos preguntarnos: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Mi fe se traduce en obras? Estas preguntas nos llevan a repensar en quién creemos y por qué creemos. No podemos responder de manera mecánica ni como algo aprendido. La respuesta que demos orientará y transformará toda nuestra vida.
La fe no consiste en creer en algo, sino en creer en Alguien. Es una adhesión profunda y total a la persona de Jesús. No basta creer que Jesús es Dios, como los apóstoles en el Evangelio. Es necesario seguirlo de cerca, unidos a Él, impulsados por la caridad. Jesús no vino a enseñarnos unas teorías, sino la senda que conduce a la vida. Cristo no es una costumbre o una ideología. Es camino, verdad y vida. La fe cristiana, cuando es auténtica, pone a todo el hombre en movimiento. Es la vida entera la que debe responder a la llamada de Dios. La fe viva hará que tengamos los criterios y sentimientos de Cristo Jesús. Hemos de pensar como Dios (Evangelio).
La fe sin obras está muerta. No nos salva, porque las obras son la prueba de que existe una fe verdadera (segunda lectura). «Uno puede incluso tener una recta fe en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, pero si carece de una vida recta, su fe no le servirá para la salvación” (San Juan Crisóstomo). La religión cristiana se resume en una sola cosa: la fe que actúa por el amor (Gál 5,6). Fuente del amor sincero, la fe además pone el amor en el centro.

“El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Evangelio). El camino de la cruz es el camino del amor: son sinónimos.

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 14 DE SEPTIEMBRE
LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

la Iglesia celebra hoy la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz. Es la Cruz el símbolo cristiano por excelencia. Pero, sobre todo, es el símbolo más elocuente del infinito amor de Dios: Cristo, el Hijo único, entregó su vida para salvar al pobre ser humano, para que tenga vida eterna (Evangelio). Cristo, hombre verdadero y Dios verdadero, se sometió a la muerte “y una muerte de cruz”. Como un hombre cualquiera, uno de tantos, experimentó la injusticia, la traición, la impotencia, el abandono, la soledad. Si decimos con verdad que Dios nació, podemos decir que Dios –el Hijo- verdaderamente murió en la cruz (oración colecta). No fue una apariencia: la angustia ante la muerte le hizo sudar sangre, murió asfixiado.

Pero en la Cruz está la vida, la salvación del género humano (Prefacio). Misterio éste anunciado ya en el Antiguo Testamento (Primera lectura): es el madero salvador de la Cruz (oración después de la comunión). La Cruz –el amor hasta la muerte- es causa de resurrección. Dios lo levantó sobre todo (Segunda lectura). El hombre Cristo Jesús resucitó lleno de vida y de gloria. Y todo el que por la fe y el bautismo está injertado en Él, participa ya ahora, mediante la gracia, de su vida y de su gloria. Cristo es causa y guía de nuestra salvación. Su victoria sobre la muerte, conseguida ya en la Cruz por su entrega total, es ya nuestra victoria.

La Cruz fue para Cristo también la consecuencia de poner la verdad, la justicia, el derecho, el amor por encima de su propio provecho y ventaja (Benedicto XVI). Él es el gran Testigo –Mártir- , al que tantos han seguido a o largo de los siglos. No puede ser discípulo de Cristo quien no tome su cruz y le siga (Lc 14, 27): quien no viva y no muera con Cristo y como Cristo.

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXV DOMINGO
Por segunda vez Jesús anuncia a los discípulos su pasión, muerte y resurrección. “No entendían aquello y les daba miedo preguntarle”. Y discuten entre ellos “quién era el más importante”. Jesús les explica la lógica del amor y del servicio. El primero en el Reino de Dios debe ser el servidor de todos (Evangelio). Como Cristo, que ha venido a servir y a entregar su vida por los hermanos.
Y puso a un niño ante sus discípulos. Hacerse como un niño es hacerse sencillo, sin malicia, sin poder. En el fondo del corazón humano hay un alma de niño: inocente, confiada, un alma que cree profundamente en el amor. Jesús no pide a sus seguidores hacerse infantiles, sino ser como niños, abandonándose sin condiciones a su amor.
Ésta es la sabiduría que viene del cieloPara nosotros, los llamados a la fe, que no somos sabios en lo humano, Cristo es la sabiduría de Dios (1 Cor 1, 24.30). Imagen de Dios invisible, Cristo es el hombre perfecto, en el que la naturaleza humana ha sido elevada (también en nosotros) a una dignidad sin igual.
El sabio es el justo, que vive como hijo de Dios, se gloría de tener por Padre a Dios y está seguro de que se ocupa de él (primera lectura). Dios sostiene su vida; es su auxilio (salmo responsorial). El justo, el sabio, es de corazón limpio y misericordioso, es comprensivo, sincero, y siempre da frutos de buenas obras; procura la paz y va sembrando la paz, cuyo fruto es la justicia (segunda lectura). “Si quieres la Paz, trabaja por la justicia”, decía Pablo VI.

El primero en el Reino de Dios debe ser el servidor de todos. Como Cristo, que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida por amor a Dios y a sus hermanos los hombres (Mc 10, 45).

MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXVI DOMINGO

“¡ Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor!”, responde Moisés (primera lectura). En su bautismo el cristiano es ungido en la cabeza para ser “miembro de Cristo sacerdote, profeta y rey”. “El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad” (Concilio Vaticano II, LG 12).

Cristo es el gran Profeta que tenía que venir al mundo. Es la Palabra de Dios que se hace hombre. Es “la Palabra de la vida” (I Jn 1,1). Cuando Cristo habla, habla Dios. No habla en nombre de Dios. No transmite un recado, un mensaje de parte de Dios. Es Dios mismo el que nos habla. Cristo es en sí mismo la Palabra de Dios. Él es hombre verdadero y Dios verdadero.
Este Dios-hombre habla con sus palabras y también con sus obras y con sus milagros. Es la “elocuencia de los milagros” (San Juan Crisóstomo). Cristo es en sí mismo Evangelio y Milagro. Dios y hombre verdadero, es la Palabra hecha carne, plenitud de toda la revelación. En su corazón humano está todo el amor de Dios: es el milagro más grande. Los que oían a Jesús, el carpintero, el hijo de María, estaban asombrados y se preguntaban por la sabiduría de Cristo y por milagros que realizaba.
Nosotros, como Cristo, hemos de pasar por la vida haciendo el bien. Sin miedo, porque contamos con la fuerza del Espíritu, que viene en ayuda de nuestra debilidad; sin imposiciones, porque la verdad se propone a la liberta y a la inteligencia del hombre; y sin encerrarnos en el círculo de “los nuestros”, porque “toda verdad, venga de donde venga, es del Espíritu Santo” (Ambrosiaster).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXVII DOMINGO
En el Evangelio de hoy Cristo, Dios verdadero, confirma la institución del matrimonio tal como aparece, ya desde el principio, en el relato de la creación, (primera lectura). Al hombre y a la mujer los creó Dios a imagen suya. Iguales en su dignidad, pero distintos y complementarios en su sexualidad. Dios, que es amor, creó al hombre y a la mujer a imagen suya: por amor y para el amor.
Esta realidad divino-natural es obra del Dios creador: el hombre no la puede romper, manipular ni modificar (“lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”).

La realidad natural del matrimonio tiene por sí misma unos fines naturales: el amor conyugal, la procreación y la educación de los hijos. Y unas propiedades esenciales, que nacen del verdadero amor: te quiero solamente a ti, de manera única, con todo mi ser, delante de todos y para siempre. Estas propiedades y fines de la realidad natural del matrimonio son consecuencia del amor verdadero entre un hombre y una mujer.

El matrimonio es el sacramento de una realidad que existe ya en la creación. El sacramento del matrimonio da a los esposos la gracia que santifica y también, la fuerza divina en orden a cumplir los fines específicos del matrimonio y sus deberes propios.

El amor conyugal va más allá de los esposos. Se prolonga en los hijos, síntesis indestructible del padre y de la madre. La paternidad y la maternidad no se reducen a lo biológico. Engendrar es educar y educar es engendrar. El ejemplo de los padres juega un papel fundamental en la educación de los hijos, especialmente en la educación en la fe. Los niños aprenden imitando.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXVIII DOMINGO

El ser humano está lleno de debilidades físicas y morales. Hecho de barro, nace para morir. Es un ser finito, pero llamado a la infinitud. El bien que quiere hacer no lo hace y el mal que no quiere hacer eso es lo que hace (Rm 7, 19). Nadie es bueno más que Dios. Todos pecamos.

Ante esta pobre realidad nuestra hemos de hacernos una pregunta fundamental, como aquel hombre del Evangelio de hoy: ¿Qué tengo que hacer para que mi vida sea eterna, infinita en su duración y en plenitud de bondad?

El Hijo de Dios se hizo hombre, en todo igual a nosotros menos en el pecado, para que el hombre pueda llegar a ser hijo de Dios, para que pueda participar de su naturaleza divina (oración después de la comunión). Es decir, para que el ser humano pueda participar de la vida de Dios, de la felicidad plena de su gloria y de su bondad infinita. Llegamos a este Reinado de Dios en nosotros obrando siempre el bien (oración colecta). “Lo más divino en el hombre es hacer el bien” (San Gregorio Nacianceno).

Las lecturas de hoy nos hablan de cómo pasar por esta vida haciendo el bien, para, ya desde ahora, participar de la vida eterna de Dios y de su bondad infinita. Dios pone en nosotros una sabiduría, la luz de la fe, que es la respuesta a la Palabra de Dios, viva y eficaz, que penetra hasta lo más íntimo del ser humano (segunda lectura), capaz de calar hasta lo más profundo de la conciencia.

El bien lo hacemos cumpliendo la voluntad de Dios (sus mandamientos). Seguros de que lo que Dios quiere de nosotros es lo mejor para nosotros. Siguiendo a Jesús, que pasó haciendo el bien. Así tendrás un tesoro en el cielo y recibirás vida eterna (Evangelio).
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
DÍA 18 DE OCTUBRE
XXIX DOMINGO

Nuestro Dios no es un ser impasible, al que no le afecten nuestras necesidades, sufrimientos y problemas. El Dios de Jesucristo es amor infinito. Padece por efecto de su amor: cuando un pobre ser humano sufre, nuestro Dios sufre con él, por él, y en él. “Dios no puede padecer, pero puede compadecer” (San Bernardo).

Un amor, el de nuestro Dios, “que tiene características maternas y, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos” (San Juan Pablo II). Así la seguridad de la fe es la seguridad en la fidelidad de Dios, pase lo que pase.
El amor de Dios culmina en Cristo Jesús, el Hijo de Dios, muerto y resucitado por nosotros. En Cristo y por Cristo se hace visible la misericordia infinita de Dios. Cristo no sólo habla de la misericordia divina. “Él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia” (San Juan Pablo II).
“Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7). El discípulo de Cristo ha de ser el servidor de todos (Evangelio), misericordioso con todos. La misericordia pertenece al estilo de vida del cristiano: “sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36), porque la medida que uséis la usarán con vosotros.

«El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos» (Evangelio). Es la autopresentación de Cristo, que nos invita a comprender que la verdadera grandeza se está en el servicio y en el amor al prójimo. Las palabras de Jesús sobre el servicio anuncian unas nuevas relaciones: un mundo más fraterno.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXX DOMINGO

San Marcos sitúa la curación del ciego Bartimeo en un momento clave del Evangelio: al final del «viaje de Cristo a Jerusalén». Jesús sabe que allí le espera la pasión, la muerte y la resurrección.

El Evangelio de San Marcos está estructurado como un camino de fe, siguiendo a Cristo. Es el caso de Bartimeo. “Tu fe te ha salvado”, dice a Bartimeo. No le salvan sus gritos ni sus muchas palabras. Lo salva su fe.

Dios es luz y creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, está hecho para la luz. Nos tiene dicho el Señor: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8, 12). Bartimeo, con la vista recuperada, sigue a Jesús. Inicia una vida totalmente nueva. La fe en Cristo da una orientación nueva, decisiva a nuestra vida.

Así fue cuando Cristo pasó por esta tierra haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con Él (Hch 10, 38). La fe los salvó (los curó). Así fue y así es ahora para nosotros: nos salva la fe en Cristo Resucitado. La fe con obras.

La fe nos salva, porque nos hace tomar conciencia del amor que Dios nos tiene, manifestado en Cristo. Este amor suscita en nosotros la respuesta del amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres.

En la oración debemos recurrir a nuestro Dios, que es compasivo y misericordioso. Pero no con muchas palabras, ni “gritando”, sino con un corazón lleno de fe. El que cree nunca está solo. El que reza nunca está solo.

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 1 DE NOVIEMBRE
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Celebramos hoy la fiesta de Todos los Santos, los oficialmente reconocidos y los innumerables hombres y mujeres, que gozan ya de la presencia gloriosa de Dios. En una misma fiesta honramos a estos santos de todos los tiempos, de toda raza y condición (primera lectura).

Dios es el único santo y fuente de toda santidad. Nosotros por la fe y el bautismo somos hijos de Dios en su Hijo único (segunda lectura) y participamos de su naturaleza divina. Por tanto, el cristiano ya es santo, pero al mismo tiempo debe llegar a serlo. Todos estamos llamados a ser santos como nuestro Padre celestial es santo (Mt 5, 48).

La perfección de la santidad es la perfección de la caridad: somos santos si dejamos que el amor de Dios, derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, nos impulse a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado. Todo fiel cristiano debe considerar su vida diaria como una ocasión para unirse a Dios y servir a los demás. “En los pucheros también anda Dios”, decía Santa Teresa de Ávila.
Las bienaventuranzas nos señalan el único y verdadero camino hacia la felicidad, que no está en el placer, el poder o las riquezas. Jesús proclama que la verdadera felicidad se encuentra viviendo otros valores. Y vivir esos otros valores es vivir la santidad. Cristo nos enseña cómo la felicidad no depende de lo que el hombre tiene, sino de lo que es.
La fiesta de hoy nos anima a contemplar e imitar el ejemplo de todos los santos, nuestros hermanos; debe suscitar en nosotros el deseo de ser felices como ellos, porque viven ya definitivamente cerca de Dios, gozando de su amor, que es infinito en el tiempo y en la intensidad.

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXXI DOMINGO
A la pregunta de un letrado sobre cuál es el mandamiento primero de todos, el Señor contesta hablando de dos mandamientos: el amor a Dios con todo nuestro ser y el amor al prójimo como a nosotros mismos. “No hay mandamiento mayor que estos”. El letrado apostilla: este amor único y doble “vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Ante esta respuesta sensata, dijo Jesús “no estás lejos del Reino de Dios”.
Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables. “Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal” (Benedicto XVI).
Dios es amor, que nos transforma, nos capacita y nos impulsa a amar: a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Este amor nuestro es una respuesta al amor que Dios nos tiene. Dios espera de nosotros un amor efectivo a Él y al prójimo. Esta es la razón de que este mandato-respuesta de amor nunca está cumplido del todo.
Nuestra relación con Dios consiste en obedecerle y cumplir sus mandatos, porque le amamos. Toda la ley se concentra en este mandamiento principal, doble y único. Cumpliéndolo mostramos nuestro amor de hijos a Dios nuestro Padre. Siendo fieles al Dios fiel: “Así sabrás que el Señor, tu Dios, es Dios: el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y guardan sus preceptos” (Dt 7, 8-9).
El amor es la entrega de uno mismo a Dios y al prójimo, como Cristo. No sólo dar cosas. Hay que amar de corazón, de persona a persona. Si uno dice que ama a Dios y aborrece a su hermano es un mentiroso. El amor a Dios y al prójimo debe ocupar el centro de nuestra fe.

El amor vivido así está por encima de los actos de culto o las devociones. ¿De qué serviría la eucaristía o el bautismo si no se ama al prójimo? Dios no es sólo el Dios del domingo. Es el Dios de nuestra vida entera. Este amor “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Evangelio). En Cristo crucificado y en la eucaristía, el amor vivido y el culto a Dios coinciden, son la misma realidad. Para nosotros la eucaristía debe ser siempre celebración, compromiso y fuente de ese amor vivido: amor a Dios sobre todas cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Cristo no ha venido a abolir le ley, sino a darle plenitud. En Jesús los mandamientos conservan su validez plenamente. Lo que cambia es la manera de vivirlos. El cristiano, cumpliendo los mandamientos, está acogiendo el amor de Dios. Para nosotros toda la ley es la persona misma de Cristo. Así Ch. de Foucauld en sus Escritos Espirituales escribió: “¿Tu regla? Seguirme. Hacer lo que yo haría. Pregúntate en todo: ¿Qué haría nuestro Señor? Y hazlo. Ésta es tu única regla, pero también tu regla absoluta”.
Dios envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. “La ley nueva es principalmente la gracia del Espíritu Santo dada a los cristianos”, escribe Santo Tomás de Aquino. “Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu” (Ga 5, 25). Es el Espíritu del amor (Él mismo es el amor sustancial del Padre y del Hijo). Es la prueba de que somos hijos: “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8, 14).
Los mandamientos de Dios son guías de orientación en el camino de nuestra vida. Cumplimos los mandamientos por fidelidad a Dios, pero también porque en ellos está nuestra felicidad. Dios es amor “sólo sabe ser amor y sólo sabe ser padre” (San Hilario). Y lo que Dios nuestro Padre quiere de nosotros es siempre lo mejor para nosotros. “Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo” (Sal 119).
Estos mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado. Así nuestro amor al hermano debe tener las mismas cualidades que el amor de Dios hacia nosotros. San Pablo llega a afirmar: “Toda la ley se cumple en una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5, 14). Y en la Carta a los Romanos dice: “Quien ama al prójimo ha cumplido la ley…la caridad es la plenitud de la ley” (Rm 13, 8-10). San Agustín escribió: “los diez mandamientos se reducen a estos dos: amar a Dios y amar al prójimo; y estos dos se reducen a este otro que es único: lo que no quieras que se te haga a ti, no lo hagas a los demás. En este último están contenidos los diez y en él se contienen los dos”.
La garantía y la prueba de que respondemos a Dios tal como Él quiere, de que nos comunicamos con Él en el amor, es la relación fraternal auténtica: “Si alguno dice: amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (I Jn 4, 20-21).
El amor es sobre todo un don. Es como una semilla que el Dios-Amor pone en nuestro ser para que germine y se desarrolle en nuestra vida. “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Decía San Juan de Ávila: “La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor. Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar”.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXXII DOMINGO

En nuestra relación con Dios lo que cuenta es la calidad, no la cantidad. Como la viuda de Sarepta, que da a Elías agua y pan, lo único que le quedaba para ella y su hijo. No valen los largos rezos: la viuda pobre, con sólo dos reales, echó en el cepillo más que nadie: es el «óbolo de la viuda», expresión de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee.

Ante Dios lo que cuenta es un corazón generoso, desprendido y confiado. Lo que tiene valor es el verdadero amor a Dios y al hermano, que sale de lo más profundo de nosotros. Un amor grande puede también expresarse en una obra pequeña, en un gesto sencillo. “En la balanza de la justicia divina no se pesa la cantidad de los dones, sino el peso de los corazones” (San León Magno).

De valor infinito es la entrega de Cristo al Padre con el sacrificio de su vida hasta la muerte en cruz. “Bien sabéis lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos” (2 Co 8, 9). Cristo se entregó una sola vez y para siempre: su cuerpo entregado y su sangre derramada siguen salvando a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Cristo se entregó una sola vez para siempre: nos sigue salvando ahora. En esa única oblación está contenido todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre.

Dios nos ha llamado a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo, a vivir y morir con Cristo y como Cristo. Por la fe entramos en comunión con Jesús. Como Cristo debemos poner en las manos de Dios todo lo que somos. En nuestra relación con Dios, vale más darnos totalmente que dar muchas cosas.
MARIANO ESTEBAN CARO

CICCLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXXIII DOMINGO

Nos acercamos al final del año litúrgico de la Iglesia, que será coronado el próximo domingo, con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

Las lecturas de hoy nos hablan del final: “cielo y tierra pasarán” (Evangelio). Para el cristiano las realidades últimas y definitivas parten siempre del acontecimiento de la resurrección. Lo cual significa que estas realidades ya han comenzado y que Cristo, que al final vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos (Credo), es a la vez Juez y Salvador. Juzga salvando (Rm 3, 24).

En cuanto creyentes sabemos que ya estamos con el Señor y que, por tanto, nuestro futuro ha comenzado ya; y además que el juicio será un acto de salvación, porque Cristo no ha venido a condenar, sino a salvar (Jn 3, 17). La segunda venida del Señor, al final con gloria, constituye un único misterio con su resurrección, pues Cristo “con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados” (segunda lectura).

Al final los muertos se despertarán: unos, para vida perpetua, otros para ignominia perpetua (primera lectura lectura). Cristo vendrá a juzgar verdaderamente: es un juez de bondad infinita, pero verdadero juez; por eso, no podemos vivir como si fueran iguales el bien y el mal. El juicio final revelará el mal que hayamos hecho o el bien que hayamos dejado de hacer a lo largo de nuestra existencia.
La suerte última, definitiva y eterna, dependerá del uso que hayamos hecho de la libertad durante esta vida. Podemos autocondenarnos, si nos cerramos al amor de Cristo, a la comunión con Dios y con los hermanos. Cada uno de nosotros es responsable del propio comportamiento del que seremos juzgados.
MARIANO ESTEBAN CARO

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO
SOLEMNIDAD
En este último domingo del año litúrgico celebramos la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Cristo salió a su vida pública, anunciando el Reino de Dios. Cumplía así la volunta del Padre, que quería “elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (Concilio Vaticano II, LG 2).
Jesús rechazó ser rey en sentido político o de mando. Después de la multiplicación de los panes y de los peces, la multitud quería hacerlo rey. Pero Jesús se marchó a la montaña Él solo (Jn 6, 1-15). Ante Pilato dijo abiertamente que Él era rey, pero de un reino que “no es de este mundo”. Cristo se convierte en Rey en el trono de la cruz. El poder de Cristo es el poder del amor y la verdad. Nunca se impone. “Donde está Cristo allí está el Reino” (San Ambrosio).
Claramente Jesús le dice a Pilato: “Soy rey. Yo para este he venido al mundo: para ser testigo de la verdad” (Evangelio). La palabra “testigo” es la traducción de la palabra “mártir” en el texto griego del Evangelio. Y efectivamente Cristo es el primer mártir. Su pasión y muerte fueron la consecuencia de poner la verdad, el amor y la justicia por encima de su propio interés y provecho.

Cristo desde la cruz proclamó la realeza del Dios-Amor. El letrero, colgado en la cruz como burla, proclama una gran verdad: Jesús, Nazareno, Rey de los judíos (Jn 19, 19). “El Señor Jesús, aunque estuviera en la cruz, resplandecía desde lo alto de la cruz con majestad real” (San Ambrosio).

Los valores del Reino por los que hemos de trabajar con Cristo y como Cristo son la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz (Prefacio). El reino de Dios se manifestará plenamente al final de los tiempos. “Y su reino no tendrá fin” (Credo).

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 2 DE NOVIEMBRE
CONMEMORACIÓN
DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

La conmemoración del 2 de noviembre fue instituida por San Odilón hacia el año 998. Ya antes San Isidoro de Sevilla dispuso que se celebrara la santa misa por los difuntos el día siguiente de Pentecostés. Desde los primeros tiempos de la Iglesia los cristianos ofrecían oraciones privadas y públicas por los fieles difuntos, tal como aparece en las catacumbas y en otros documentos primitivos. El pueblo cristiano recogía así la tradición del antiguo pueblo de Dios: es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado (2 M 12, 46).

La conmemoración de todos los fieles difuntos pone ante nosotros la certeza de morir, que nos entristece (prefacio): la muerte es contraria al instinto más fundamental del hombre. Y además este día nos recuerda la obligación de rezar no sólo hoy por los que han muerto. Nuestra “oración por ellos puede no sólo ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor”.

La fe en Cristo resucitado ilumina el misterio de la muerte y nos infunde serenidad y esperanza (oración colecta-l). Cristo murió para resucitar. El que cree en Cristo y muere con Él y como Él no morirá para siempre (Jn 11, 25-26). Muere también para resucitar. La muerte no es fin, sino paso, puente tránsito de vida a vida. Superada nuestra pobre condición mortal pasamos a la vida plena y definitiva (oración colecta-3). Al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo (prefacio).

Sólo los absolutamente limpios verán a Dios (Mt 5,8). Algunos hermanos nuestros pueden haber muerto en Cristo sin estar plenamente purificados (Concilio de Trento). Con la muerte termina el tiempo de caminar y de hacer méritos ante Dios. Somos los que aún peregrinamos por este mundo los que podemos ayudarles y sostenerles en su última purificación, en virtud de la comunión vital entre todos los miembros del cuerpo místico de Cristo (Concilio Vaticano II, LG 51) para que puedan ver a Dios y gozar de su luz y de su paz infinitas. Con nuestros sufragios y limosnas, con las indulgencias, con nuestras oraciones por los difuntos, en particular, la santa misa: Dios no es un Dios d muertos, sino de vivos (Lc 20, 38). Y es fiel a su alianza con el hombre. Este pacto es sellado con la Pascua de Cristo, el crucificado-resucitado, que se actualiza en la eucaristía, culmen también de nuestras oraciones por los difuntos, por cuya salvación celebramos el misterio pascual (oración después de la comunión).

MARIANO ESTEBAN CARO

DÍA 9 DE NOVIEMBRE
FIESTA
DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN

La Basílica de Letrán, madre y cabeza de todas las iglesias, es la catedral de Roma, donde su obispo –el Papa- tiene su cátedra. Esta basílica fue la primera en ser construida después del edicto del emperador Constantino. El Papa Silvestre celebró la dedicación de la basílica hacia el año 324, y el templo fue consagrado al Santísimo Salvador. Después del siglo VI se le añadieron los nombres de san Juan Bautista y san Juan Evangelista. La fiesta de hoy al principio sólo se celebraba en la ciudad de Roma; después, a partir de 1565, se extendió a todas las Iglesias de rito romano, como expresión de unidad con el obispo de Roma, cabeza de toda la Iglesia. En sus naves se han celebrado cinco concilios ecuménicos.

Con esta fiesta se quiere expresar el amor y la veneración a la Iglesia de Roma, que, como afirma san Ignacio de Antioquía, «preside en la caridad» a toda la comunión católica. La fiesta de hoy nos lleva a reflexionar sobre nuestra comunión con el obispo de Roma, que es el Papa, y sobre el significado del templo para el cristiano: el templo material es símbolo de la comunidad viva, que es la Iglesia, a la que los apóstoles Pedro y Pablo consideraban como «edificio espiritual», construido por Dios con las «piedras vivas» que somos los cristianos, sobre el fundamento, la piedra angular que es Cristo.

Vicario de Cristo y Pastor supremo de la Iglesia universal, el Papa es el principio y fundamento de la unidad del pueblo de Dios, pastores y fieles. Cabeza de la Iglesia, es padre y maestro supremo de todos los fieles. Es nuestro guía en la fe, infalible (no puede equivocarse) cuando enseña verdades de fe y costumbres. Por eso, hemos de ofrecer a sus enseñanzas la obediencia de la fe. De aquí la importancia de la cátedra del obispo de Roma en la Basílica de Letrán. El Papa Francisco, elegido Sumo Pontífice el día 13 de marzo de 2013, tomaba posesión de la Cátedra del Obispo de Roma el día 7 de abril siguiente.

Benedicto XVI, elegido el 19 de abril de 2005, tomaba posesión de su cátedra en la Basílica de Letrán el 7 de mayo. En su homilía explicaba el significado de la Cátedra del Obispo de Roma en San Juan de Letrán. “El Obispo de Roma se sienta en su cátedra para dar testimonio de Cristo. Así, la cátedra es el símbolo de la potestas docendi, la potestad de enseñar, parte esencial del mandato de atar y desatar conferido por el Señor a Pedro y, después de él, a los Doce”. La cátedra –seguía diciendo el Papa- es “símbolo de la potestad de enseñanza”. San Ignacio de Antioquía, en su carta a los Romanos se refiere a la Iglesia de Roma como a «aquella que preside en el amor», expresión muy significativa. Explica Benedicto XVI: “Presidir en la doctrina y presidir en el amor deben ser una sola cosa: toda la doctrina de la Iglesia, en resumidas cuentas, conduce al amor”.

Para el cristiano el templo tiene un significado que va más allá del edificio material. Cristo, Dios hecho hombre –hablaba del templo de su cuerpo- es el verdadero templo de Dios (Evangelio). Él es el cimiento, la piedra angular (segunda lectura). Es el sacramento del encuentro del hombre con Dios.

La casa de Dios somos nosotros (San Agustín), el templo vivo y verdadero de Dios (San Cesáreo de Arlés), que va creciendo con los dones del Espíritu Santo (oración colecta). Somos morada de Dios por el Espíritu, edificados sobre el cimiento de los apóstoles, sobre la piedra angular, que es Cristo (Ef 2, 19-22). Somos templos de un Dios que habita y camina con nosotros (2 Co 6,16) allá donde nos lleve la vida. Templos de un Dios que mora y acampa con nosotros (Ap 21, 2-3.22.27). Así la Iglesia somos signo de la Jerusalén –el templo- del cielo, donde Dios lo será todo en todos. Signo resplandeciente por la santidad de vida, con la ayuda de la gracia (prefacio). Terminamos recordando a San Agustín: “Cuando recordemos la consagración de un templo, pensemos en aquello que dijo San Pablo: “cada uno de nosotros somos un templo del Espíritu Santo”. Ojala conservemos nuestra alma bella y limpia como le agrada a Dio que sean sus templos santos”.

MARIANO ESTEBAN CARO